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Ana Teresa Torres: “No todos los cambios del mundo se relacionan con la pandemia”

La escritora y psicóloga asegura que el planeta ya venía cambiando desde hace mucho y esa transformación no está vinculada con la pandemia que la aceleró. También advierte que si bien las distopías trascienden discursos políticos y su ficción distorsiona la realidad, sí nos han preparado para las difíciles circunstancias que vivimos por la COVID-19

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Daniel Hernández
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Un fantasma recorre el mundo occidental: el fantasma de la demagogia, de la peste que arrasa con todo y de los infortunios que acompañan a la historia desde la antigüedad. La catástrofe desatada por la pandemia es de magnitudes bíblicas. Hoy la producción de petróleo vale menos que una cajita feliz de McDonald’s. En Londres, más de veinte mil empresas han quebrado y dejan a trabajadores en la calle, augurando una crisis sin igual. Hay avenidas vacías, escasez de recursos y, después de casi tres siglos de existencia, hasta la democracia liberal se puso en duda como sistema político frente a los gobiernos por decretos y regímenes de alarma y excepción que no dejan de anunciarse por todas partes.

Cuando pensamos sobre los tiempos venideros en medio de este desastre nos trasladamos irremediablemente a un escenario distópico, a un mundo postapocalíptico en el que la población mundial está reducida y existe un férreo control sobre los grupos supervivientes.

Pero esas referencias proceden del cine, de la literatura y de la cultura pop en general, que durante años presagiaron un futuro signado por el caos. Ahora, si bien los medios tienen más poder que hace cincuenta años y Netflix es más rentable que cualquier petrolera del mundo, las posibilidades de que el ser humano enfrente un cambio de ese tipo están descartadas por varios expertos.

La adaptación existe, sí, pero no vivimos el fin del mundo.

Tampoco hay certezas infalibles. Nadie se arriesga a dar su visión del futuro, ni siquiera quienes pudieran estar más preparados para los ejercicios prospectivos y escenarios a posteriori, es decir, los científicos sociales.

De manera que las únicas referencias o pistas que tenemos a la mano son esas distopías que, justamente en medio de los grandes caos y tragedias del pasado, encontraron inspiración entre sus autores y cabida en el público. Porque la literatura y el arte pueden crear, armar y comunicar sin camisas de fuerza, sin límites determinados por la academia o las leyes de la ciencia.

Un escritor tiene licencia para aportar desde su imaginación por más ficcional que parezca. Al fin y al cabo, su trabajo no busca predecir sino utilizar su contexto para construir, sin obligación de cumplimiento.

Ana Teresa Torres, escritora y psicóloga, coincide con esta idea, pero también subraya que: “La literatura y el cine pueden ir más allá de los discursos políticos, pero en otros casos por supuesto la ficción amplifica o desfigura la realidad. En cualquier caso, nos han preparado de alguna manera para estas circunstancias”.

Por ello la autora de La escribana del viento y de Doña Inés contra el olvido alude a la última serie que vio sobre este tipo de escenarios distópicos: «Chernobyl», dirigida por Craig Mazin para HBO, canal que la transmitió en 2019. Sus capítulos narran los hechos suscitados durante el año 1986 tras la explosión de una central nuclear al norte de Ucrania, entonces parte de la Unión Soviética. La trama principal de su historia, tanto real como ficticia, no parece perder vigencia en el tiempo: ante los grandes desastres, el Estado siempre se guarda las cifras.

A pesar de las distancias históricas y temporales, Torres no duda en vincular el presente de la pandemia con el suceso, sobre todo después de lo que observó durante una visita que hizo al Museo Nacional de Chernóbil en Kiev: “Es un museo nacional, y si bien la información es aparentemente fidedigna, las causas de la catástrofe se esconden entre los datos. Por ejemplo, en los audiovisuales del museo se habla de ‘error humano’, cuando la causa pareciera haber sido la imposición de la razón de Estado sobre las normas científicas”.

Hoy un desastre de mayor magnitud asedia al mundo y no hay convicción sobre las cifras oficiales publicadas. La información emitida por el gobierno chino es opaca por la misma orientación de su modelo político. Si el presente está lleno de turbulencias informativas, el futuro no pronostica mayor claridad. No obstante, para una escritora no existen barreras.

—¿Cómo imagina al mundo después de la pandemia por la COVID-19? ¿Un mundo distópico signado por el control tecnológico y de los recursos?

—Estamos haciendo un ejercicio de imaginación porque obviamente no conocemos el futuro. El otro asunto es que no se puede hablar en general. Lo que vayan a hacer los países conocidos como “primer mundo” seguramente será muy distinto a lo que ocurra en el resto. No parece posible que muchos de los países de África, de América Latina, o de las zonas pobres de Europa y Asia estén en capacidad de implementar gobiernos tecnológicos. Tampoco estoy segura de que utilizar la tecnología informática conduzca necesariamente a escenarios distópicos. Quiero pensar que puede utilizarse en beneficio de la prevención y tratamiento de las epidemias y no necesariamente en el control de las sociedades.

—¿Es posible que sustituyamos la relación presencial por las pantallas digitales?

—La relación directa y presencial ya hace rato que viene siendo sustituida por la digital, tanto para los vínculos personales como laborales, educativos, etcétera, y eso no ha sido a causa de la epidemia. La telecomunicación forma parte del presente y desde luego del futuro. Es una tendencia irreversible. Una vez que la humanidad logra una conquista tecnológica no puede ir hacia atrás. Si eso es favorable o desfavorable en otros sentidos puede discutirse. En todo caso, las personas nos vamos acostumbrando a nuevas formas de relación. Por dar un ejemplo personal, cuando yo nací, en 1945, no había televisión en Venezuela y de niña escuchaba la radio con mi abuela. Cuando alguien viajaba y necesitaba informar de algún asunto enviaba un telegrama. Hoy gran parte de mi comunicación con mi familia es a través de la pantalla digital.

—Netflix supera a la industria del petróleo. Los medios parecen sustituir a los grandes rubros que movieron al planeta durante siglos. ¿El mundo se está transformando?

—“Mundo” es una palabra muy grande. Si la pregunta se reduce a Venezuela, me inclino por suponer que veremos pocos cambios porque quienes mantienen el poder sostienen su proyecto sin tomar en cuenta ni el beneficio del país ni los avances de otras sociedades. Si pensamos globalmente me parece inevitable que los cambios se produzcan, porque en la globalización los efectos sociales y económicos se expanden “viralmente”, valga la redundancia. Sin embargo, no pareciera que todos los cambios del mundo se relacionan con la pandemia. Por ejemplo, hace tiempo que venimos escuchando que las energías fósiles van a ser sustituidas por otras de distinta naturaleza. Ese cambio, por cierto, para nuestra economía es un golpe mortal.

—¿La democracia occidental está en peligro? Vemos a sociedades como China, que son culturalmente más disciplinadas y parecieran controlar mejor la situación de la pandemia.

—La verdad es que no conocemos con certeza lo que pasa en China porque mantiene un sistema político completamente opaco. No podemos estar seguros –me refiero a la opinión pública– ni de cómo ni cuándo se desató la COVID-19, ni de cuáles han sido sus cifras reales de contagio y recuperación, de modo que es difícil decidir si han sido más o menos exitosos que los occidentales.

En algunos países de Europa, como Polonia y Hungría, antes de la epidemia se venía produciendo un retroceso de las libertades y derechos democráticos. Y en otros, como Alemania, Italia y Francia, ha aumentado peligrosamente la presencia de partidos políticos nacionalistas y xenófobos, y por tanto eventualmente contrarios a los principios democráticos de la Unión Europea. Es decir, que si la democracia está en peligro no es solo, o no principalmente, por efecto de los controles sociales que se han impuesto para contener la pandemia.

Por supuesto, que las diferencias culturales en esto, como en todo, son esenciales. Se entiende que en países con una tradición de libertad individual como principio fundamental –ejemplo, el Reino Unido– las imposiciones de restricción social sean difíciles. Igualmente, el control de la información; en Alemania se está utilizando tecnología que permita localizar a las personas infectadas y el gobierno se esfuerza en decir que son medidas transitorias y tomadas con el consentimiento de los individuos. En Estados Unidos hubo muchas críticas a las medidas de control tomadas después de los atentados de 2001 y las hay ahora también. Por los comentarios que he escuchado por televisión en España la gente parece quejarse del confinamiento más por la necesidad de convivialidad propia de su cultura que porque sea una intromisión en la vida privada.

En Venezuela, ¿qué podríamos decir? Hace mucho que los derechos humanos y las libertades civiles se violan y para eso no ha hecho falta ningún virus salvo los de nuestras enfermedades endémicas: personalismo, militarismo, y algunas que se me escapan. Por supuesto, ahora habría que esperar más de lo mismo y encima con una justificación: lo hacemos por tu bien.

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—En una entrevista que le hizo Hugo Prieto, usted hablaba de la normalización que vivimos en Venezuela. Un mes después, todo cambió. ¿La normalización fue alterada por la pandemia o seguimos actuando normales? Lo digo porque en las zonas populares, la cuarentena no se cumple al pie de la letra y todo sigue normal.

—En nuestro país, al igual que en otros de la región, el futuro cercano no puede ser el trabajo a distancia salvo para un muy reducido número de personas. Es bien sabida la falta de conexión en muchas aéreas del territorio, y la mala calidad de la misma en las que sí hay. Pero ese no es el único problema. El verdadero problema es la proporción de la población que sobrevive con trabajo informal como sucede en los países pobres –por cierto, en Colombia representa 50% de la población activa–, y que se realiza cara a cara y día a día. Es obvio que ese enorme volumen de gente no puede cumplir el confinamiento al pie de la letra porque requiere de una interacción social diaria para su supervivencia. Sin embargo, puede observarse que aun así muchas personas intentan usar una precaria mascarilla y a veces guantes.

Si estas circunstancias han modificado la “normalidad” de la que hablaba con Hugo Prieto, no podría contestar en este momento. Por ahora, comienzan a reportarse protestas, saqueos, y algún asesinato. En fin, una historia conocida, como también lo son los procedimientos que el poder fáctico aplica para lograr la “normalización”.

—¿Y en Venezuela estamos mirando hacia fuera, aprovechando la oleada mundial que pareciera ser lo único en común con nosotros, o seguimos viéndonos el ombligo?

—En general, me parece que la mayoría de la gente solo mira hacia adentro. Bastaría con preguntarle a un tranquilo ciudadano del medio oeste norteamericano o a otro de alguna pequeña y respetable población europea, qué sabe de América Latina para comprobar que no sabe casi nada, por no decir nada. Al contrario, los ciudadanos de los países llamados periféricos solemos ser más curiosos, y a veces mejor enterados, de lo que pasa en el resto del mundo. Pero, ciertamente, las condiciones que vivimos hace ya más de veinte años nos han llevado a tener una preocupación permanente por el país, y a pensar en el resto del mundo sobre todo como un posible lugar de emigración.

Por otra parte, es evidente que Venezuela ha venido en franco retroceso de la modernización alcanzada en la segunda mitad del siglo XX, y sigue ahora proyectos políticos y planes sociales que no solo empeoran la vida de las personas sino que dejan al país a mucha distancia de los avances civilizatorios que se producen en otras latitudes. Es decir, ha sufrido un proceso de desconexión y aislamiento que no era lo común durante el período democrático en el que muchos profesionales pudieron estudiar especializaciones en otros países y las universidades tenían acceso a las publicaciones internacionales, por dar un ejemplo desde lo académico.

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