Lecturas sabrosas

Achicoria de Bruselas

Bruselas es una ciudad cuya mención suscita varias imágenes: la de capital administrativa y política de la Unión Europea, pero también las de lugares como su Grand Place, el Atomium que causó sensación tras la Exposición Universal de 1958... y, sin duda, esa pequeña escultura que todos conocen por Manneken Pis

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Texto: Caius Apicius|Foto: huertobiodinamico.com
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Gastronómicamente, además de contar con muy buenos restaurantes, se asocia la capital belga con los puestos de mejillones y sus archifamosas patatas fritas, cuya paternidad se atribuyen los bruselenses. Pero nosotros nos vamos a referir al patrimonio vegetal de la región.

Hay dos productos indisolublemente unidos a ella: las pequeñas coles que conocemos precisamente como coles de Bruselas, que tienen muchos partidarios y no pocos detractores, y esa especie de achicoria aristocrática que solemos llamar endibia, aunque se la conoce de muchas maneras diferentes.

Hemos dicho achicoria aristocrática porque, en efecto, se trata de una achicoria, familia que comprende un buen número de plantas, desde aquellas cuya raíz se usó como sucedáneo del café a las ilustres achicorias rojas de Verona o Treviso, conocidas como radicchio.

La endibia blanca, tal como la conocemos, no data más allá de mediados del siglo XIX. Tan blanca es, que su nombre belga (flamenco) es witloof, que significa precisamente «hoja blanca».

Pero para que tenga ese tono hay que someterla a un proceso que básicamente consiste en enterrarla (aporcarla) de manera que sus hojas no vean el sol, porque virarían a verde o morado.

Una de sus características principales es su amargor, que se palia eliminando el extremo en el que se juntan las hojas; parece que esa ausencia de sol también contribuye a atenuar ese amargor, que para muchos es, sin embargo, uno de sus principales atractivos.

Se hizo popular por la forma abarquillada de sus hojas, que permiten usarlas como soporte, a modo de cuchara, para diversos tipos de entremeses, de los que el más popular quizá sea las endibias con crema de Roquefort, obtenida uniendo ese queso azul con crema de leche.

A mí como más me gustan las endibias es con salsa Mornay. Básicamente una bechamel enriquecida con yema de huevo y queso rallado.

Lleva el nombre de Philippe de Mornay, aunque la salsa parece datar del siglo XIX y este noble francés era contemporáneo de Enrique IV, con el que riñó cuando el primer Borbón francés se convirtió al catolicismo: recuerden lo de «París bien vale una misa», en el XVI.

En cuanto a la bechamel, lleva el nombre de Louis de Béchameil, que llegaría a ser el jefe de la casa del Rey Sol, aunque parece derivar de una salsa algo más antigua.

Vamos con ellas. Limpias y lavadas al chorro cuatro endibias, y suprimido el tronco y, eventualmente, las hojas exteriores, córtenlas al medio, a lo largo.

Pónganlas en una olla exprés con un chorrito de aceite o, si quieren ser fieles a Mornay y Béchameil, un poco de mantequilla, el zumo de medio limón y medio vaso de agua.

Cierren la olla y háganlas de cuatro a cinco minutos. Escúrranlas bien y pásenlas a una fuente para gratinar.

Ahora, la salsa: hagan hervir medio litro de bechamel, a la que añadirán 50 gramos de queso de Gruyére; remuevan constantemente, hasta que el queso se derrita.

Aparten la brasera del fuego y liguen la salsa con dos yemas de huevo batidas con una cucharada de crema de leche fría.

Calienten la salsa suavemente, batiéndola bien, hasta que esté a punto de volver a hervir.

Ha de quedar consistente, pero cremosa. Finalmente, espolvoreen más Gruyére y un poco de parmesano y gratínenlas hasta que la superficie quede agradable y apetitosamente dorada. Sírvanlas inmediatamente, calentitas. Y cuidado: conservan un buen rato el calor del horno.

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