Al dente

Apuntes inolvidables

¿Cómo hacer de una experiencia gastronómica algo memorable? ¿No es acaso ese el máximo propósito? ¿Hay alguna ecuación infalible para resumir, en un plato, aquello que un comensal sería incapaz de borrar? Es lo que todos quieren ¿no? Ser recordados. O mejor dicho: no ser olvidados

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En el afán de dar con ciertas claves, cada cual ha buscado, y encontrado, respuestas en terrenos diversos. En los últimos años, la llamada cocina tecnoemocional, que de acuerdo con el periodista Pau Arenós es la que apela a la técnica para causar emociones, ha servido como vía. El uso de distintos recursos, desde la vanguardia, sirve aquí para impactar la sensibilidad del otro y, a fin de cuentas, dejar una huella en el cerebro difícil de enjuagar. Lo que se conoce como neurogastronomía apunta, de forma más sistemática, a estudiar dicha relación.

Grandes de la cocina se han empeñado en esta búsqueda, incluyendo en sus consideraciones mucho más que lo que sirven en la mesa. Queda claro que se trata de brindar una vivencia completa y no sólo dar de comer. Por eso, personajes como Ferrán Adriá, en su empeño por abrir nuevos senderos, llegan incluso a investigar de qué manera una vajilla podía intervenir en lo que una persona interpreta, concluyendo que si usas un plato negro, la comida se percibe menos dulce que sobre uno blanco. Por apenas citar un ejemplo. Los aportes de Adriá son interminables.

Otros, como Heston Blumenthal, del restaurante The Fat Duck, se preguntan incesantemente el papel que juegan los sentidos en el procesamiento de la información para poder ofrecer muestras que, por adelantado, se saben que son capaces de lograr tal o cual efecto. Su plato Sound of the Sea llega a la mesa en una concha de caracol con un IPod que reproduce el sonido del mar rompiendo las olas. Supuso respuestas novedosas al implicar de forma más cercana al oído.

Andoni Luis Aduriz presentó en la reciente edición de Madrid Fusión un estudio que ahonda en la emocionalidad de sus visitantes a partir de lo que expresan sus rostros. El seguimiento de esa gestualidad lo ayuda a concluir qué sacude genuinamente al otro, qué es lo que hace que un cliente se lleve con él una imagen indeleble. El estudio, en este caso, se centró en su plato “mortero”. Al comensal se le invita a moler, por sí mismo, las distintas semillas que hay en dicho mortero. El golpe contra la superficie se contagia rápido en medio de un gran performance, al tiempo en que se genera un vínculo entre los clientes. La medición que hizo lo llevó a entender el papel que puede jugar la interacción entre quienes están en la sala de su restaurante. Reconoce, sin embargo, que en esta materia, por ser tan subjetiva, no hay verdades absolutas. La búsqueda, por suerte, no acaba.

En contraposición, hay quienes someten a sus comensales a estudios más pretenciosos, conectando cables y cascos a sus cabezas, esperando respuestas absolutas. Con numerosos análisis hechos en su restaurante, el chef Juan Manuel Barrientos, comandante de El Cielo, en Bogotá, afirma a calzón quita’o: “Le damos al comensal no lo que cree que quiere, sino lo que sabemos que quiere”.

¿Hace falta todo eso? Hay maneras empíricas de lograrlo que parten por no abandonar la misión de buscar entender, en vivo y en directo, a la gente. Lejos de simuladores, ecuaciones y laboratorios están las personas de carne y hueso asomándose a un restaurante con el genuino propósito de llevarse un pedazo de la vida misma a la boca.

Apelar al recuerdo, a la memoria, sin duda emociona y funciona. ¿Por qué? Pues, “Si la vida es el original, el recuerdo es una copia del original y el apunte una copia del recuerdo”, refiere el escritor Hector Abad Faciolince en Traiciones a la memoria. Si lo pensamos, eso justamente es la cocina, es el apunte, es esa copia del recuerdo. Es un poderoso testimonio de lo vivido, capaz de aflorar con el despertar de nuestras papilas. Cuando alguien cocina y nos ofrece una muestra de ese pasado, condimentado con sus propias experiencias y creatividad, incluso cuando nos lo presenta de forma subliminal, nos está invitando en el fondo a mantenerlo vivo dentro de nosotros y eso solo es posible porque nos emociona.

Hace poco, Merlin Gessen me decía que son las mamás las mejores expertas en neurociencia. Coincido con él: saben a la perfección qué darnos para contentarnos en un instante, “para hacernos temblar de alegría”. Y si lo logran, es porque nos conocen como nadie, porque cada vez que pueden, nos dan un pedacito de lo que somos. Allí uno de los mayores retos de un cocinero: meterse en la piel del otro para entenderle y hacerle feliz. Eso no se olvida.

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