Lecturas sabrosas

Cartas desde alguna parte: Neruda y Montejo

La mesa es la maestra por excelencia de las reglas de urbanidad: escenario privilegiado para la enseñanza de los buenos modales, las reglas de cortesía y de la domesticación de la barbarie del individuo en camino a la civilización que imponía la modernidad social

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Composición gráfica: Ligia Velásquez
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Es también, para mí, el altar de sacrificio de la religión emergente de la gastronomía, a la manera de Brillat-Savarin, aunque a mi querido amigo poeta Eugenio Montejo le gustaba decir que “la poesía es la última religión que nos queda”.

En realidad, la mesa es más, mucho más, que la simple mesa de los diccionarios que la definen como un mueble de madera o de otra materia que sirve para comer, jugar, escribir, y hasta para hacer el amor cuando “las ganas se juntan”.
Algo de eso mencionaba Pablo Neruda, el gran poeta chileno premio Nobel de Literatura, cuando decía que “Sobre las cuatro patas de la mesa, / desarrollo mis odas, / despliego el pan, el vino / y el asado”.

Aquella mesa de Neruda, “titánico cuadrúpedo”, que “sostiene sueños y vida”, corresponde a una idea de la mesa que me atrevo a llamar imagen “activa”, una mesa que sería más una suerte de Mesa de batalla, donde los funcionarios del servicio de correo despliegan la correspondencia recibida para ordenarla y luego distribuirla a sus destinatarios.
En esa mesa generosa, que muestra la abundancia, se despliegan los ingredientes, la mise en place, luego las comidas y las bebidas, los platos, los vasos, las copas para comenzar el sagrado y obligatorio ritual gastronómico en el que participamos todos los comensales para garantizar la sobrevivencia y el disfrute.

Una muestra de esa mesa “activa”, de la que hablo, queda ilustrada en un poema de Neruda que dice: “La mesa preparada / y ya sabemos cuando nos llamaron: / si nos llaman a guerra o a comida / y hay que elegir campana, / hay que saber ahora cómo nos vestiremos / para sentarnos en la larga mesa, / si nos pondremos pantalones de odio / o camisa de amor recién lavada: / pero hay que hacerla pronto, / están llamando: / muchachas y muchachos / ¡a la mesa! ”.
Otra imagen de la mesa, que llamaré “pasiva”, es la que aparece en un poema, La Mesa, del poeta venezolano Eugenio Montejo, en su libro Terredad.

“¿Qué puede una mesa sola / contra la redondez de la tierra? / Ya tiene bastante con que nada se caiga / cuando las sillas entran en voz baja /, , y en su torno a la hora se congregan. / Si el tiempo amella los cuchillos, / lleva y trae comensales, / varía los temas, las palabras, / ¿Qué puede el dolor de su madera? / ¿Qué puede contra el costo de las cosas, / contra el ateísmo de la cena, / de la Última Cena / Si el vino se derrama, si el pan falta / y los hombres se tornan ausentes, /¿Qué puede sino estar inmóvil, fija, / entre el hambre y las horas / con qué va a intervenir aunque desee? ”.

Una mesa combativa, solidaria, la de Neruda, y la otra mesa, la de Montejo, una mesa más callada e íntima. Aunque el vino se derrame y el pan falte, una mesa, mezquina con el nada tiene o tiene poco, despojada del espíritu solidario y festivo de los hombres, inmóvil, que nada puede decir aunque desee.

Tan distinta de la mesa de Neruda, pletórica, pero que obliga a tomar partido por la guerra, vistiendo pantalones de odio para sentarse en la larga mesa o poniéndose una camisa de amor recién lavada para compartir la comida entre los justos.

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