Lecturas sabrosas

El emblema de la vieja 'nueva cocina'

En "Farenheit 451", de Ray Bradbury, uno de los hombres que conservan en su memoria el texto de un libro impreso (Bradbury describió la vida en Marte en sus magistrales "Crónicas Marcianas" pero no previó los libros electrónicos), dice al atribulado exbombero Montag: "no juzgue un libro por su portada"

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Texto: Caius Apicius | Composición gráfica: Ligia Velásquez
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Alguien debió decirle algo parecido al cocinero español, vasco, Juan Mari Arzak, que allá a finales de los años 70 se convirtió en la cabeza de lo que se llamó ‘nueva cocina vasca’, derivada directamente del movimiento francés de la «nouvelle cuisine» liderado por Guérard, Chapel, Bocuse…
Porque el plato estrella de aquellos años, el que se convirtió en icono de esa cocina novedosa, fue un pastel de pescado elaborado con uno de los peces más feos de los océanos: el cabracho. El pastel de cabracho, o como se lanzó a la fama, el pudding de krabarroka, fue, para todos, una revelación.
El cabracho, o rascacio, o escórpora (Scorpaena scrofa) es, en efecto, feo con premeditación y alevosía. Cabezón, de ojos saltones y aspecto grotesco, posee espinas venenosas exteriores, bien conocidas y sufridas por quienes han tenido la desgracia de pisar inadvertidamente un ejemplar en la playa; al chiquillo no le falta de nada. Ah, pero cuando se abre el ‘libro’, su lectura resulta de lo más deliciosa, aunque hasta que Arzak lo convirtió en protagonista absoluto siempre se había tenido que conformar con papeles de figurante, como ingrediente apreciado y básico para preparar un buen caldo de pescado.
Es curioso que haya peces de aspecto bastante repulsivo o, al menos, nada atractivo, que luego dan un juego extraordinario en la cocina. Hoy le toca a este escorpión (Scorpaena viene de Scorpio), pero podría haber sido el rape, sapo o pejesapo, de monstruosa cabeza, o el pez de San Pedro, de atrabiliario aspecto y también dotado de radios venenosos en su aleta dorsal.
Arzak, para su pastel, se inspiró en el tradicional pastel de merluza que ya hacían su madre y su abuela, pero le puso su sello. Su propia versión de la receta es la que sigue: cuezan medio kilo de cabracho crudo, descabezado, en agua con un puerro, una zanahoria y una pizca de sal. Cuando esté cocido, quítenle las espinas y la piel, desmenúcenlo y desmíguenlo.
Aparte monten ocho huevos, yemas y claras, a punto de tortilla e inmediatamente añadan cuarto litro de nata líquida, igual cantidad de salsa de tomate y el pescado. Bien mezclado todo, se echa en un molde rectangular, previamente untado de mantequilla y pan rallado. Cuézanlo al baño maría en horno caliente (220 grados) durante hora y cuarto. Cuando se haya enfriado, desmóldenlo y sírvanlo con una mayonesa suave, con cuadraditos de pan ligeramente tostado.
Esta es la receta que Arzak dio en la traducción española, en 1980, del libro La cocina del mercado, de Paul Bocuse, en la que firmó un apéndice con recetas propias. Ni que decir tiene que el plato fue imitado hasta la saciedad, y que era lo primero que pedía cualquiera que acudiese al restaurante que Juan Mari tiene en San Sebastián, seguido, muy probablemente, por su maravillosa merluza en salsa verde. Pero… «tempus fugit». La gente ha olvidado aquellos maravillosos pasteles de pescado, no solo el de Arzak. Hace ya años que no está en la carta de su restaurante; si acaso, tal vez le ponga una pequeña porción en el aperitivo.
Pero el cabracho, el espantoso cabracho, siempre será recordado como la llave que abrió la cocina española a la modernidad. ¿Hecho migas? Pues sí, pero si no fuera por ese pudding, ¿quién hablaría de él en términos elogiosos? Qué razón tenía Bradbury.

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