Ruta del sabor

En busca de la tradición perdida

En la ciudad, los hervidos de pescado; en los Andes, la potencia de Los Siete Potajes; en el oriente, los cuajados de mariscos. Y allá donde la tierra se vuelve indómita, el morrocoy, el chigüire o la iguana. Durante la Cuaresma y, en especial, los jueves y Viernes Santo, el ayuno y la prohibición de comer carne llevaron a la caza de ciertos animales que -por su condición de anfibios- fueron muy valorados en la mesa. Hoy la mayoría disfruta de los manjares culinarios de esos días más por devoción culinaria que religiosa. Se incluyen en el listado, por supuesto, los postres: pecaminoso placer el resto del año, pero que en esta fiesta de guardar gozan del beneplácito celestial

Por: Sonia Lloret|Foto: Nelson Garrido
Publicidad

«Jueves Santo. Día de abstinencia de carne de animales terrestres, porque la tierra es el cuerpo del Señor que está agonizando en la Cruz, y quien come las carnes que de ella se nutren, profana y martiriza con sus dientes el propio cuerpo de Dios. Día de no trabajar; ni en la sabana, ni el corral, porque arruinaría para toda la vida; día de soltar las queseras, porque la leche batida en días santos no cuaja y se convierte en sangre. Día, solamente, de pescar galápagos, cazar caimanes y castrar colmenares.» Doña Bárbara

Inspirado en la Semana Santa llanera, Rómulo Gallegos refleja en el capítulo “El espanto del Bramador” de su célebre novela el quehacer de aquellas rudas gentes en esos días de recogimiento. Dichas prácticas no sólo eran la base del menú gastronómico del Jueves y Viernes Santo, la realización de batidas de caimanes en los caños permitía la utilización de muchas partes del animal para fines variados. Su almizcle y colmillos –afirman los lugareños- poseían extraordinarias cualidades curativas si se recogían en esas fervorosas jornadas.

Hoy la caza de estos animales, así como también de otros tantos –chigüire, iguana o manatí- está controlada o prohibida, de tal forma que su ingesta es muy reducida más ello no ha sido impedimento para que algunos –como el morrocoy- sigan formando parte de la dieta semanasantera.

Entre bulas y penitencias

En tierra de “infieles” -como llamaban los colonos a los nativos- la fe católica se impuso a fuerza de garrote y prédica. En la Semana Mayor se practicaba la purificación del cuerpo a través del ayuno y la prohibición de comer carne. No cumplir ambos preceptos acarreaba sanción eclesiástica y repudio social.

Sólo había una manera de evitar tales imposiciones: contar con una Bula de la Santa Cruzada, el salvoconducto oficial para comer todo lo apetecible sin cargo de conciencia. No estaba al alcance de todos, su costo era elevado y se necesitaba cierta influencia para solicitarla. Hubo entonces que encontrar medios menos onerosos y más accesibles para sortear las prohibiciones, la vieja práctica local de ingerir algunos animales autóctonos resultó perfecta para suplantar la carne de res por otras un tanto diferentes.

Se trataba de toda una rareza tropical para el colono recién llegado. No eran pescados, pero tampoco mamíferos terrestres en su acepción clásica. “Vencida la repulsa que en un primer momento sintieron los conquistadores por caimanes, iguanas, chigüires, tortugas, manatíes y otras presas que desde tiempos pretéritos cazaban los indígenas, la Semana Santa y sus vísperas se hicieron, sin duda, más llevaderas, y la memoria, facultad que suele embellecer la vida, fue identificando el gusto de la iguana y el caimán con el del pollo, y el del manatí con el del cerdo”, recuerda el historiador Rafael Lovera en su ensayo Gastronáuticas.

De todos estos anfibios el que más destacó y permanece aún hoy en la liturgia de la Pascua es el morrocoy. El pastel o cuajado realizado a partir del guiso de su carne lleva más de cuatro siglos presente en la mesa venezolana.

El religioso Antonio Caulín, en su Historia Corográfica, Natural y Evangélica de la Nueva Andalucía ya hablaba de la morrocotuda receta en 1779. Ramón David León, en el texto Geografía Gastronómica Venezolana, apunta que su musculosa y dura carne no tendría mayor valor sino fuera por los “gustosos y diferentes” ingredientes inmersos en su preparación que la llevaron a ser alabada “por los buenos gastrónomos”.

Desmenuzada y cocinada en el propio caparazón del quelonio, se prepara con un sofrito criollo de cebolla, tomates y ajo más alcaparras, aceitunas y pasas. Todo bañado con vino y, por supuesto, sal y azúcar al gusto. El toque final y determinante es la adición de los huevos batidos. Los expertos coinciden en que el cuajado es un hermano muy original de la tortilla.

Hoy en diferentes zonas del país se puede disfrutar de sus bondades, pero las leyes de protección y la conciencia ecológica han hecho que la matanza del morrocoy sea reducida y unos pocos privilegiados puedan degustarlo.

Junto con este clásico cuajado de la Semana Santa, los orientales de pescados y mariscos se llevan el protagonismo en las zonas costeras. En Carúpano, Margarita, Cumaná o Río Caribe se pueden degustar, entre otros, los de cazón, pepitonas, erizos o cangrejos.

Frescos o salados, los frutos del mar siempre deben ser desmenuzados y, en el caso de los mariscos, hervidos y partidos en pequeños trocitos. “Se les mezcla con tomates y cebollas, se les pone ajo y ají (o pimienta). Se les agrega aceite o manteca para sofreírlos en una sartén o caldero. Se cubre con los huevos batidos y se cuece a fuego lento hasta quedar doraditos”, sugiere León.

Los Siete Potajes

En la mesa andina éste era el contundente festín gastronómico de la Pascua. Compuesto por siete platos, su preparación comenzaba el lunes: los últimos cuatro días de la Semana Mayor no se cocinaba porque se consideraba pecado. Se comenzaba a servir en la cena del Jueves Santo y su ingesta continuaba hasta el Domingo de Resurrección.

Como expone Leonor Peña, en el capítulo Recetas Santas y Profanas de su libro La Cocina Tachirense. Uno de los menús más conocidos de Los Siete Potajes incluía encurtidos, sardinas encebolladas, ensalada de atún y entradas como Sopa de fríjol blanco, Sopa de garbanzos o Sopa de lentejas.

Entre los platos principales destacaba el bacalao preparado según las recetas de los inmigrantes españoles e italianos. También había pescado seco de río o pescado fresco horneado, embojotado o guisado. Las guarniciones eran para todos los gustos: pasteles de arvejas o garbanzos, Arroz con vegetales, Hallacas “bobas” o bollos de cuaresma (de maíz blanco sin relleno) y Bollitos de maíz con pescado o de maíz blanco con corazón de fríjol negro.

La Tizana de frutas, la Torta de mazorcas de maíz, la Torta de plátano, galletas, quesadillas y almojábanas eran el broche final. Tampoco faltaban bebidas como el chocolate, el aguamiel con infusión de hierbas, el clásico masato de arroz con geranio y la chicha de maíz andina.

A la manera de Caracas

Si la provincia era prolífica en gastronomía semanasantera, la capital no lo era menos. En la ciudad de techos rojos, campanas al vuelo y fervientes creyentes, se imponían los hervidos, el pescado frito y en escabeche.

Recuerda Armando Scannone que el carite sierra o el pargo del litoral central eran los más demandados. El pescado frito en ruedas o con aceite, vino o vinagre, hojas de laurel y otros ingredientes, conformaba el plato principal junto con el plátano maduro asado o en torta. Los buñuelos de yuca o de apio eran otros de los condumios más solicitados.

El hervido de pescado, por su parte, tenía sello 100% caraqueño. “Papa, auyama, yuca, apio y repollo formaban parte de la receta, al igual que la batata que se cocinaba aparte para no enturbiar el caldo, que debía ser muy clarito. No llevaba ni ñame ni ocumo. Entonces no se apreciaban mucho ambos tubérculos. En el hervido oriental sí se utilizaba el ñame y, en contraparte, no se añadía apio”, resalta Scannone.

La irrupción del mero fue posterior a 1960 y llegó de la mano de los europeos. “La aparición de los restaurantes españoles de La Candelaria -aclara el cocinero- fueron determinantes en su difusión”.

Los postres son un apartado mayúsculo en estas jornadas de recogimiento. Imprescindibles eran el Majarete y el Arroz con coco, que se comían en el almuerzo del Jueves Santo. El dulce de lechosa y las frutas en almíbar también gozaban de devotos.

Cabe destacar que tanto en Caracas como en el resto del país todavía hay fieles que mantienen el ritual de elaborar recetas familiares en la Pascua, pero los usos y costumbres han cambiado y mucho. Y es que como concluye Scannone, “ese recuerdo y tradición se deberían retomar. Tenían razón aquellas gentes en el hecho de que los mejores platos de esos días eran a base de pescado. Si se volviera a esas recetas en Semana Santa, sin duda, se comería mejor”.

Publicidad
Publicidad