Así somos, con gusto

Gambas o camarones al ajillo

He aquí una palabra cuando menos curiosa: gamba. En italiano, y por derivación también en español de argot, significa pierna, pata; en español normal, sin embargo, una gamba es un crustáceo; y un crustáceo muy popular entre los consumidores españoles

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Por Caius Apicius| Foto: www.stockvault.net
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Que, cuando viajan a Latinoamérica, se arman un no pequeño lío, porque allí se llama camarón a mariscos que en España reciben diversos nombres, desde camarón, que es otra cosa, a gamba, langostino… sin hablar de las cigalas, con las que nos meteríamos en un lío de grandes proporciones.

Gambas, pues. Crustáceo decápodo (diez patas) y macruro (de cola o abdomen largo). Nadador. Hay varias especies. Y, naturalmente, en torno a ellas se ha desarrollado toda una teoría culinaria. Son muy utilizadas y apreciadas, entre otras razones porque las hay baratas aunque las ilustrísimas se cotizan altas.

Para tomarlas solas, hay tres fórmulas que se imponen a las demás: simplemente cocidas, que para muchos es la que más justicia les hace cuando tienen la calidad suficiente como para no necesitar maquillajes; a la plancha, muy popular; y al ajillo que requiere una mínima preparación y que es la receta preferida de los partidarios del mínimo esfuerzo, ya que las gambas llegan al comensal peladas y no hay que pringarse los dedos para comerlas.

Las gambas desde luego son el marisco más habitual en los arroces o paellas de marisco, en los salpicones o ensaladillas de lo mismo, en las sopas marineras… Es un sabor normalmente agradable, una textura convincente y, ya digo, un precio conveniente.

Primera recomendación: huyan de las gambas (camarones) que hayan sido congeladas y descongeladas. Cómprenlas, si tienen acceso a ellas, frescas; si no, congeladas. Nunca descongeladas. Procuren cerciorarse, en lo posible, de la proximidad de su procedencia; dejen el marisco japonés para los nipones y el del Pérsico para los persas. Ustedes, el de sus costas.

Supongamos que tienen ustedes medio kilito de gambas honradas, es decir, superfrescas: esto, insistimos, sí que es imprescindible. Pélenlas, en crudo, y sáquenles el intestino, que es esa especie de venilla negra que recorre su cola. Esto es también importante, aunque sean pocos los que lo hagan. No se puede limpiar algo a medias: si se limpia, se limpia. Y si no, no se come.

Piquen tres o cuatro dientes de ajo y échenlos en una sartén en la que habrán calentado medio vaso de aceite de oliva. Pongan también un par de pimientitas de Cayena.

En cuanto los ajos empiecen a ponerse dorados, que no morenos, añadan las gambas, que habrán salado previamente y háganlas, como mucho, un par de minutos; basta con que cambien de color y se pongan blancas. Y ya está. Reparten en cuatro cazuelitas y buen aperitivo.

Pero vamos a hacer todo un plato. Para ello no hay más que cocer al dente unos spaghetti -yo prefiero, para esto, los finísimos capellini– el tiempo que les indique el paquete.

Escúrranlos bien, distribúyalos en cuatro platos… y mézclenlos con el contenido de la sartén. Si acaso, espolvoreen por encima, como último toque, un poquito de cebollino picado y ya verán qué cosa más rica.

La pimientita de Cayena se puede sustituir por guindilla o sus ajíes o chiles preferidos; sean, en todo caso, prudentes: no se trata de arrasar el paladar con picante, sino de dar un toque más o menos canalla al conjunto. Pero ustedes sabrán cómo es su relación con el picante. Procedan en consecuencia.

Pero disfruten de estas gambas al ajillo: son un aperitivo muy español.

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