Permiso para pecar

Huérfanos al mediodía y en la cena

 La niñez y la adolescencia –siente uno y no está solo en la reflexión– han sido abandonadas por la gastronomía moderna

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Los mercaderes de la silueta perfecta, los fogoneros de la comida chatarra, los magos del mercadeo de la moda y los vendedores de ilusiones capaces de afirmar que la felicidad se puede enlatar o consiste en no comer, gozan con ese abandono.

Abuelos, papás, profesores y el sentido común han sido sustituidos por logotipos, slogans, jingles, espejos y videos.
En ese enorme segmento de la sociedad, la cultura de la nutrición con sabor, herencia y fundamento pierde por paliza ante el gusto teledirigido.

La gastronomía moderna, cuando de alguien muy joven se acuerda, pareciera que es de los más pequeños del hogar. Lo que estaría muy bien. Pero no es así. Ahora se organizan algunos concursos para el segmento infantil en la televisión y la gente cree que el mundo de los niños está cada vez más cerca de la cocina y la sabiduría.

Entre los pequeños que juegan a cocinar y los adultos jóvenes que cocinan para sobrevivir, quedan como sándwich los adolescentes entre los 12 y 19 años. Esa es la etapa –sostienen los especialistas– en que se forma el gusto.

Por eso, en la desesperada carrera cotidiana contra el tiempo que libran las mamás y los esfuerzos de los nuevos “súper-papás”, los adolescentes se quedan diariamente sin guías, sin cacerolas ni sartenes. Sin referentes en sabores y recetas confiables. Sin cocina caliente.
De su alimentación se encargan la nevera, las cantinas de escuelas y liceos, las panaderías, la fuente de soda de los amigos y los atractivos y publicitados paquetes de chucherías. Y el hambre, que jamás abandona a un cuerpo joven, se calma con bocados. En ellos llora desconsolada la nutrición, diariamente tiroteada por la fama y promoción de las dietas.

La hamburguesa, hoy, es un plato. La ensalada, una comida. Los adolescentes comen mal. Lo peor es que parecen estar contentos con lo que comen.

Sentados en la mesa, los jóvenes importan porque no quieren sentarse. Los atrae más el celular inteligente. Desconciertan a los abuelos: los nietos no lloraron porque en menos de 15 años los dejaron sin cena. Inventaron ser felices comiendo parados, acostados o en movimiento. Sustituyeron los cubiertos por los dedos, la copa por el pico de la botella. El smartphone y la televisión llenan el espacio de la cena en mesa familiar que se acostumbraba en el pasado cercano.

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