Gente del oficio

Los quesos de Eva y José María Padial

La comunidad gastronómica venezolana pasa por un momento triste. Ha fallecido José María Padial, uno de los mejores productores de quesos artesanales en el país. En su honor, recordamos la entrevista que nos concedió para este medio. Paz a sus retos

Fotos Patrick Dolande
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Muchas veces la gente se empeña en seguirle el paso a la música que se le toca, pero a veces es mejor dejarse llevar hasta acompasar las movidas. Este pareciera haber sido el son de Eva Josko y de José María Padial, fabricantes de los Quesos Artesanales de Turgua o, como se les conoce, los quesos de cabra de José María.
Casados en segundas nupcias, cada uno, decidieron comprar una propiedad en Turgua para escapar del mundanal ruido caraqueño. Como era un terreno escarpado, el capataz que los ayudaba con éste pidió permiso para ubicar allí unas cabras de manera que, dada la crisis que a todos afecta, pudiera utilizar la leche para sus hijos.
Corría el año 1997 y el líquido restante empezó a hacerle guiños a la señora Eva, quien decidió experimentar. Haciendo camino propio “Si tuviese que tender un puente entre mi ocupación actual y el origen de mi gusto por los quesos, tendría que ser uno bien largo”, bromea Eva y sigue: “porque tendría que llegar a cuando tenía 7 años y vivía en Bratislava —antigua Checoslovaquia—, y nos íbamos de vacaciones a la casa de unos tíos abuelos en el campo. Ahí veía cómo ellos tenían guindadas unas bolsas llenas de queso que me parecían inmensas y cuyo olor me desagradaba”, mientras ríe de nuevo. De resto, nada en su vida en los Estados Unidos —adonde hubo de emigrar tras la Segunda Guerra Mundial—, ni posteriormente en Venezuela —adonde llegó con su primer esposo, un venezolano que conoció en EE.UU.—, le haría pensar que hoy por hoy idearía y fabricaría los quesos de cabra que le vende a lugares de comprobada solidez gastronómica como Antigua, Mokambo, Atar, el Rey David, la embajada de Francia, la Alianza Francesa y otros pocos supermercados donde dice que: “Saben tratar mis quesos adecuadamente”.
“Ya tú sabes, loco, el límite son los franceses. Si ellos los aprueban, los quesos son buenos”, suelta risueño desde otro rincón de la amplia mesa José María, un argentino expatriado por insurgente en contra de la dictadura. “Fui guerrillero, ché”, se envanece quien ha estado escuchando hablar a su esposa mientras revisa montañas de facturas.
La universidad de la vida Eva no tiene experiencia académica en el campo de la cocina o en la fabricación de quesos. “Los únicos quesos que he visto hacerse —porque de los de chica huí espantada por el olor— son los fabulosos quesos de mano en San Sebastián de los Reyes. De resto, toda mi formación ha sido autodidacta, gracias a esta niña”, dice sonriendo y golpeando amablemente su computadora portátil, por medio de la cual ha accedido a numerosos foros en Internet de productores de quesos de cabra. “Ahí he hablado con veterinarios, sobre las cabras, sobre la leche, sobre todo el proceso y ha sido magnífico”, confiesa.
Esta internacionalista jubilada —con libros publicados y años de experiencia en cuanta universidad hay en esta ciudad— dice, entre risas, que contaba como jueces a sus amigos, quienes probaban el producto de sus “juegos” culinarios, y la alentaban a no parar nunca.
Hoy en día, Eva y José María Padial producen el típico queso de cabra fresco, más otros tipos entre los que se encuentran el Cedral y el Lingote —ambos parientes lejanos del Camembert—, el Neblina —semi- madurado y poco ácido—, el Tepuy, el Estrella —con anís molido y una leve capa de ceniza o carbón—, el San Benito —bastante negro— y el Tronco —recubierto de carbón y bastante fuerte—.
De repente, José María levanta la cabeza de sus papeles y comenta: “El otro día estaba escuchando un programa de John Lennon en la radio, ¡Lennon es un Dios ¿eh?!”, exclama y continúa: “y me puse a pensar en la frase que hizo famosa: esa de que la vida es lo que te pasa mientras planeas tu vida”, recuerda y hace una pausa que su esposa escucha atentamente. “¡Y es cierto, chamo!”, asevera José María con acento argentino, y satisfecho por las tareas cumplidas suelta: “¡Qué bonito, ché!”.

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