Gente del oficio

Manuel Pino, un cirujano con bisturí grande

Fotos: Diana Baldera
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En el Mercado Municipal de Chacao, Manuel Pino vende quesos para hacerle honor a una larga tradición familiar asociada al comercio de comida. Lo dice entre dientes, pero ahora los caprichos de la genética atentan contra su dinastía

Aquella mañana su mamá quiso pasear más allá de las sombras amables que aún cubren parte de la Plaza Bolívar. A pesar del recio sol mañanero, la señorita vestía su mejor pinta porque en unas horas tocaba ir a misa para completar la rutina dominical de todas las familias ricas de la plaza. Pero ese día, la Caracas templada de los años 30, le tenía una sorpresa y en un desvío hacia el Mercado de San Jacinto vio a un pulpero muy bien vestido, suerte de Carlos Gardel criollo, que la miró fijamente. Ambos sonrieron.

Mucho antes de que Ligia Elena consiguiera su trompetista, los papás de Manuel Pino se casaron a escondidas en medio de la conservadora sociedad caraqueña de la época y casi de inmediato comenzaron a garantizar su descendencia: 19 hijos en total, larga lista a la que Manuel llegó de último dentro de una casa en La Pastora.

Hoy, después de más de cuarenta años, él le hace honor al buen vestir de su padre, quien iba en traje a su abasto del Mercado de San Jacinto. Con el tiempo llevó su elegancia al Mercado de San Martín, precisamente cuando el pequeño Manuel comenzó a involucrarse en el negocio familiar. No fue el único. De sus 18 hermanos, cuatro se ganan la vida vendiendo algo en distintos mercados de la ciudad, pero nadie es un “quesólogo” como él, aclara y se ríe sin reservas mientras ofrece un pedazo de queso guayanés a una señora que pisa los 70 años y le habla con sorprendente familiaridad.

Es normal: lleva 30 años vendiendo lácteos y asegura que más de uno lo viene a buscar hasta el nuevo Mercado de Chacao, clientes acostumbrados a la calidad de los productos que vendía en San Martín.
Luego de tres décadas involucrado en el negocio del queso, el señor Manuel hace un análisis del país a través de los cambios que ha habido en el rubro de los lácteos: “Antes, los mercados manejaban productos subsidiados y productos más caros, por eso venía a comprar todo el mundo.

Ahora Mercal ha hecho que las cosas se nos compliquen mucho y es casi imposible volver a tener las ventas que había antes. Imagínate tú que en los setenta un hermano mío llegó a vender 2500 kilos de queso en un fin de semana”, cifra que se escucha lejana, tan distante como la Caracas de sus padres. Ahora el Estado compite con los pequeños comerciantes y el resultado es evidente para él.

Dentro del puesto “La Maravilla de Manuel Pino”, con la corbata perfectamente anudada y un sombrero de cogollo por el que se le bautizó como “Zelaya el bueno”, la voz chillona y el griterío se apagan por un rato, luego de aclararle a un octogenario italiano que él vende queso de búfala porque los búfalos no se ordeñan.

Pino confiesa que si por él fuera estaría ejerciendo de técnico en electro-auto que consiguió cuando era joven, pero le ganó la ambición de ser su propio jefe y no rendirle cuentas a nadie. Por eso, a diferencia del ritmo que marca la mayor parte del Mercado de Chacao, Pino sólo abre de miércoles a sábado, nunca antes del amanecer: “A las 7 de la mañana, familia. Nosotros somos cirujanos de bisturí grande y tenemos que descansar.”

Tras dos generaciones y cinco familiares vinculados al comercio de alimentos, es normal que uno pregunte por la continuación de esta dinastía quesera. Tema delicado. La hija mayor del señor Manuel tenía que ser hijo, pero los cromosomas no lo ayudaron y renunció a la idea de que su primogénito siguiera el negocio, que “está hecho para hombres”.

El segundo nació varón, sólo que los libros lo convirtieron en intelectual y su afición por la geografía y el petróleo lo alejan del queso cada vez más. Queda un tercero, sí, un vástago de cinco años que parecía cumplir con los requisitos. Pero, ¡ay!, la genética. El muchacho sufre de intolerancia a la lactosa y aunque disfruta con los quesos de cabra y búfala que vende su padre e incluso come a escondidas algunos quesos de mano que terminan haciéndole daño, todo señala que ese es un obstáculo difícil de superar.

Sin embargo, como aquél que se aferra a su última esperanza, Manuel Pino quiere creer que el legado seguirá. Dice que la intolerancia a la lactosa se le irá en cualquier momento, que para vender queso no hay que comerlos todos, que alguien se inventará una pastilla tarde o temprano… Lo dice nervioso, titubeando por primera vez. Un cliente se acerca: “Este es el lugar marchante, no te olvides”, dice a todo gañote y termina vendiendo un par de kilos de queso de año. Está claro, en “La Maravilla” no hay tiempo para lamentos, no hay tiempo para genética.

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