Vida sana

¿Qué significa comer saludable en nuestros días?

Desde que le colocamos el adjetivo “saludable” a nuestra alimentación hemos tenido que aprender de una manera muy poco intuitiva, a reconocer lo que es bueno para nuestro cuerpo de lo que no lo es. Nuestro antepasados sólo debían seguir su instinto, el ciudadano de hoy debe aprender a descifrar complejas tablas y etiquetas con nombre que nisiquiera sabe pronunciar. Una utopía al mejor estilo de Thomas More

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Ahora más que nunca y con la pandemia de la obesidad sobre nuestras espaldas, hablar de alimentación saludable parece una necesidad que clama a gritos ser administrada en altas dosis a todos los ciudadanos que viven en el planeta. Es en otras palabras, educar en materia de alimentación y nutrición como materia obligatoria en todos centros de estudios. No obstante, el tema parece una “utopía” al mejor estilo de la célebre novela de Thomas More, pues el concepto es cada vez más etéreo con tanta información que circula a través de los cientos de medios sociales que consultamos a diario.

Cuando hablamos de Alimentación, nos referimos a un grupo de actividades “conscientes” y voluntarias que van desde la elección de los ingredientes, pasando por la preparación y el servicio y culmina con la forma en la que ingerimos los alimentos para garantizar la ingesta diaria de energía necesaria para el desarrollo de los procesos vitales.

El hombre prehistórico (del cual heredamos y mantenemos varias costumbres relacionadas al acto de comer) se preocupaba sobre todo por la cantidad de alimento, ya que su mayor interés se basaba en la supervivencia, mientras que el hombre actual dispone de muchos más recursos con muy poco esfuerzo, por lo que se ha permitido centralizar su elección en la calidad. No obstante, también son parte esencial en la toma de decisiones las costumbres, tradiciones, creencias, estilos de vida en general al saber culinario del entorno donde se vive.

El hecho de elegir según la calidad, no implica que comamos mejor, dado el creciente número de enfermedades relacionadas con la alimentación en la actualidad.

Esta “transición” nos ha tomado unos cuantos siglos, pero no los suficientes como para que nuestros cuerpos evolucionen a la misma velocidad, razón por la cual estamos viviendo una de los peores tiempos de la humanidad, pues los avances en la ciencia nos han permitido vivir más tiempo pero nuestra alimentación parece estar jugando para el bando contrario.

Vivimos por años con una pésima calidad de vida… ¡si a eso podemos llamarle vida!

La idea de que estamos atrapados en cuerpos de la Edad de Piedra en un mundo de comida rápida está impulsando a muchos a revisar cómo comían nuestros antepasados, con la premisa de mejorar nuestra calidad de vida. No obstante, hace ya mucho tiempo que dejamos de ser cazadores, por lo que pensar en una dieta “paleo” en si misma carece de sentido en nuestros días, con trabajos sedentarios de oficina con más de 40 horas a la semana frente al computador y carros que nos trasladan kilómetros hasta nuestras casas.

Allison Broks, paleontóloga de la Universidad George Washington comenta al respecto: “¿Cómo obtenían su energía los cazadores cuando no había carne disponible? Resulta que «el hombre cazador» siempre estuvo acompañado por una «mujer recolectora de forraje», quien con la ayuda de los niños, aportaba más calorías a la alimentación de la comunidad durante los tiempos difíciles. Cuando la carne, fruta o la miel eran escasas, las tribus dependían de «alimentos de retorno»

paleo

Por su parte, Amanda Henry paleontóloga del Instituto Max Plank compartió lo siguiente para una investigación de National Geographic “Se han encontrado gránulos de almidón en los dientes fósiles y en herramientas de piedra, lo que sugiere que el ser humano ha consumido cereales y tubérculos, durante al menos 100.000 años, tiempo suficiente para desarrollar su capacidad para digerirlos”.

Con este escenario, queda más claro que la alimentación es y será siempre la contribución de diversos grupos y no dependiente de un exclusivo tipo de alimentos. Entonces, ¿por qué tuvimos que incorporar un adjetivo como “saludable” a la palabra alimentación? Eso, aunque no lo relacione en este momento, se lo debemos a la guerra y al cambio violento de nuestro estilo de vida, que lamentablemente no nos ha permitido (y esperemos que eso no suceda) adaptarnos a la comida ultraprocesada.

Desde el desarrollo de la temida margarina en los tiempos de la Revolución Francesa, pasando por los enlatados durante la revolución industrial y la necesidad de alimentos deshidratados para mantener a las tropas en II Guerra Mundial, la ingeniería de alimentos ha sido capaz de desarrollar alimentos para las condiciones más adversas a las que se puede someter un hombre en tiempos de guerra y luego pretendimos adaptarla a nuestro día a día, cuando los requerimientos calóricos distan muchísimo de las condiciones en combate.

Así, nos hemos visto en la necesidad de clasificar a los alimentos en dos grandes grupos: Los saludables y los que no lo son, dando por sentado que vivimos en un mundo lleno de opciones donde ya no nos toca elegir de manera intuitiva (como el hombre paleo) entre lo que nos alimenta o nos envenena, sino entre lo que nos provee de nutrientes necesarios y lo que no, sin darnos la oportunidad de aprender cómo hacerlo, pues la intuición parece no ser suficiente y el vacío académico lo deja todo en el aire.

En muy poco tiempo nos ha tocado distinguir entre sabores “natural” e “idéntico al natural” o entre “azúcar” y “jarabe alto en fructosa” o entre “sal” y “Glutamato monosódico” por decir algunos de los tantos términos que hemos tenido que aprender a digerir en muy poco tiempo y con muy poca ayuda.

Parece ser que entonces la alimentación saludable no es una única receta para todos, sino un grupo de experiencias que funcionan en ciertos y determinados entornos y bajo ciertos estímulos. Hablar entonces de alimentación saludable en nuestros días supone un esfuerzo por re-aprender a reconocer entre lo que me proporciona nutrientes y lo que de cierta manera “nos envenena” o nos priva de una vida longeva y plena, algo con lo que no contaban nuestros antepasados que tuvieron sus propias luchas frente a una simple gripe o a la ausencia de un refrigerador en casa.

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