Crónica

Cruzar la frontera para sobrevivir al hambre

Por la frontera colombo-venezolana, después de un año cerrada, pasaron más de 30 mil venezolanos. En esta oportunidad, el contrabando o las compras de lujo a Cúcuta no fueron la razón venal. Miles cruzaron impelidos por el hambre. Viajaron por la necesidad de abastecerse con productos de la cesta básica. Una jornada desoladora que desveló la magnitud de la crisis inflacionaria y de desabastecimiento que asola al país. El pueblo le envió a Maduro un mensaje: la revolución en materia alimentaria también fracasó

Texto: Dulce María Ramos | Fotografía de portada: EFE | Fotografías dentro del texto: AFP y EFE
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Después de casi un año, la frontera entre Colombia y Venezuela por Cúcuta es abierta por unas horas. Llegué a las ocho de la mañana al Terminal de buses en San Cristóbal, Estado Táchira. Desde las seis, las personas hacían la cola para poder irse en alguna de las diez unidades disponibles para llegar al Puente Simón Bolívar por solo 200 Bs. y comprar comida. También, se podía conseguir carros por puesto que cobraban 1.500. La señora Carmen iba con su hijo: “¡Mírame, estoy acabada! Yo pesaba 86 kilos, ahora peso 53. Estoy cansada de comer todos los días arepa, sin relleno, y tomar café sin azúcar. A veces le tengo que pedir a la vecina una cucharada de aceite para cocinar las arepas en el budare”. De repente, llegó un autobús vacío, el chofer gritó: “¡Súbanse!”. La gente corrió, olvidó el orden de la fila; un vehículo que normalmente hace 60 pasajeros llevaba cien entre hombres, mujeres y niños. Todos iban ilusionados, quieren comprar azúcar, pasta, granos, leche, desodorante, champú. Están agotados de las colas, la escasez, de la dieta de Maduro, le daban gracias a las mujeres de blanco por el milagro.

citafrontera2“¡Mija, y su camisa blanca!” Me dijo la señora Carmen en el bus, le habían comentado que solo pasarían el puente las mujeres vestidas de blanco. Su hijo estaba preocupado por no acompañar a su madre, en caso de no dejarlo pasar. En el camino un guardia nacional nos paró: “Ustedes no pueden circular. Va mucha gente en este transporte”. El chofer trataba de explicarle, los ocupantes empezaron a gritar por las ventanas: “¿No vio las noticias? ¡Vamos a comprar comida!”. El guardia se retira. Seguimos rodando. A lo largo del trayecto se podían ver varios autobuses parados y los guardias nacionales solicitando la cédula y revisando las pertenencias de los pasajeros. El viaje transcurría con canciones de Jorge Celedón, el señor de al lado me cantaba: “Uno quiere pa’ que lo quieran, uno ama pa’ que lo amen. Uno no da la vida entera pa’ que lo engañen, pa’ que lo engañen.”

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El vallenato hacía olvidar el calor. Empezamos a quitarnos los abrigos. A pesar del hambre y lo incómodo del viaje, había esperanza. Una chica con sus dos hijos llama a su madre para avisarle que ya está cerca de Cúcuta. Isabel me contaba sobre las noticias que vio anoche en la tele y las razones de estar ahí: “Yo me paré a las cinco de la mañana, mi tía estaba muerta de miedo, que si nos hacen algo mientras pasamos. Yo le dije: ‘Mente positiva tía’. Y mira aquí estamos, con tal de hacer mercado”. María me daba consejos para rendir la harina de las arepas con auyama o yuca. Mientras escuchaba el relato de Isabel y María, miré por la ventana, muchos querían subir pero ya no había espacio en el autobús, otras personas nos saludaban, sonreían, en ese momento fuimos pequeños héroes en una especie de huida a Egipto, buscando la libertad, la dignidad perdida de un país humillado por una revolución bolivariana. La revolución fallida.

Ya nadie hablaba. Los pasajeros contaban desesperados los minutos, así que tomé el libro que llevaba en mi bolso Corea: apuntes desde la cuerda floja de Andrés Felipe Solano, leo: “La comida aparece con frecuencia en las novelas de posguerra. Muchas escenas se desenvuelven alrededor de los platos. Una nación obsesionada con la comida es la consecuencia de un país que padeció hambruna”. A veces los libros dan respuestas: Venezuela vive en una hambruna. Se observan, a diario en las calles, niños y adultos buscando alimentos en las bolsas de basura, lo que sucede en la frontera es una respuesta al Gobierno, una respuesta pacífica: los padres quieren alimentar a sus hijos.

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Después de dos horas, llegamos. “¡Vayan a comprar comida y regresen rápido!”. Exhorta el chofer, quien rápido toma la marcha para traer a más venezolanos. Ya eran las diez de la mañana, la cola era corta, el gran número de personas ya había cruzado a pie. Pasaban niños, hombres, mujeres con o sin franela blanca, los rumores y temores de la compra limitada de alimentos se disipaban, muchos sacaban sus celulares y tomaban fotos. Los guardias nacionales nos recibieron con malas caras, algunos retrasaban el paso. Una madre le decía a su hija: “Ya sabes, cuando veas al guardia le cuentas que vamos a comprar mucha, mucha leche”. La niña, de cuatro años, de piel blanca y con dos colitas, saltaba y cantaba de alegría como si asistiera a su fiesta de cumpleaños. Antes de la entrada, una mujer tenía una pancarta agradeciendo a Colombia su ayuda a Venezuela.

En momentos como estos, los países hermanos, separados por el odio fomentado de la política, demuestran que la solidaridad es lo primero. Antes de la entrada al puente nos recibe un mural de Bolívar y una pancarta de Maduro con una camisa y una boina también roja, alzando el puño al cielo. La gente huye de esas imágenes, comparten conmigo la misma historia: comprar comida, artículos de higiene personal, conseguir algunas medicinas para sus familiares. Ninguna de las autoridades requisó los bolsos o pidió algún tipo de documento. Una señora, que ya había regresado de comprar, estaba cargada con dos bolsas grandes y gritaba a lo largo del puente, llena de felicidad: “¡En Colombia hay comida bastante! ¡Compren, compren!”. Otra miraba el río con tristeza, recordó cuando tuvo que cruzarlo el día que cerraron la frontera. Una señora mayor que iba a mi lado, en medio del llanto, me dijo: “Yo no voy a comprar comida, tengo un año que no veo a mi hija”. Otra chica, muy joven, se quejaba en voz alta: “Me siento presa, ¿por qué tenemos que vivir así?”. Los funcionarios colombianos dan la bienvenida con una sonrisa.

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Un funcionario de inmigración colombiana, que por seguridad reservó su nombre, me contó, cuando sellaba mi pasaporte, que en la época que trabajó en el puente fue testigo de los negocios de la Guardia Nacional Bolivariana (GBN) con las personas que traían productos venezolanos a Colombia, justo a la medianoche y durante la madrugada en las famosas trochas. El cierre de la frontera solo fomentó el tráfico de comida.

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Hacer mercado como antes

Ya en Cúcuta, tocaba pagar un transporte hasta el centro. Cobraba 1.400 pesos, unos 650 bolívares. Los venezolanos llevaban sus bolsos llenos de dinero, repasaban sus listas de compras pero al llegar a las casas de cambio se desilusionaban, tantos billetes para recibir tan poco. El cambio hoy era 2.40. Por cada 100 mil bolívares daban 240.000 pesos. Es decir por 1000 billetes de 100 bolívares daban cuatro billetes de cincuenta mil pesos y dos billetes de veinte mil pesos, y con esa cantidad no se podía comprar mucho tampoco. El calor a 30 grados, calles llenas de venezolanos que eran fáciles de ubicar por sus bolsas llenas de arroz, aceite, papel higiénico, pasta de dientes, toallas sanitarias, granos y otros artículos de primera necesidad. La seguridad policial era alta, especialmente en los supermercados, ante la avalancha tenían miedo que ocurrieran saqueos o alteración del orden público. Afortunadamente la jornada fue en calma.

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En el Supermercado Maxi Ofertas, las filas para pagar eran largas, los carritos estaban llenos de productos. Un vigilante me contó que las ventas de hoy son atípicas, la mayoría de los clientes eran venezolanos, llevando de todo; de hecho ya se veían algunos estantes vacíos. Caminando por los pasillos, las mujeres estaban tentadas de comprar algún cosmético, otras sucumbían a la tentación de adquirir comidas para sus mascotas. Se sentía el acento, el “miamoreo” o “el cantaíto gocho”, la cara de asombro ante tantas marcas, tantos productos, el venezolano había olvidado lo que era hacer un mercado y el derecho a elegir. “¡Mi amor! Llevemos tres pastas de dientes más”. Igual ocurría en el Supermercado Los Montes, este lugar ofrecía con la factura transporte gratis hasta el puente. Las personas sonreían, iban con sus bolsas llenas, comida por algunas semanas para olvidar un poco las colas y la escasez.

El señor José, quien ofrecía productos en la calle, me dijo que vendió mucho, pero me extrañó la presencia de ciertos artículos. ¿Y esos productos venezolanos? “Bueno, mucha gente trajo mayonesa, leche y diablitos para que se los cambiara por otras cosas. Acepto el trueque no bolívares”. El presupuesto destinado a las compras fue variado, para algunos el dinero les alcanzó, otros en cambio llevaron lo necesario. Los alimentos son relativamente económicos pero los productos de aseo personal son costosos.

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En las farmacias la historia era otra, Francisco, farmaceuta de Farmanorte, se quejaba porque las personas preguntaban mucho y compraba poco. “Uno le ofrecía los productos más económicos, les colaboraba. La gente se ponía brava, pensaba que uno los quería abusar. En Colombia los medicamentos son costosos”. Los venezolanos en su recorrido por las farmacias, o droguerías como se llaman a estos lugares en el vecino país, buscaban acetaminofén, aspirinas, medicamentos para la tensión, pañales y antibióticos. Mariana, quien trabaja en la farmacia La Rebaja, escondida de su jefe y mientras me vendía un helado, me decía: “Vino mucha gente a buscar fórmulas para bebés, pero no les alcanzaba. Una fórmula sale en 30 mil pesos”. Al cambio son 15.000 bolívares, prácticamente un salario mínimo.

Tocaba descansar un rato, tanto caminar y el calor. En las plazas se podía tomar agua, jugos o refrescos. Los niños antes de volver a Venezuela podían jugar un rato. Había una plaza muy peculiar, la de Mercedes Abrego, dedicada a una mártir colombiana de la Independencia. Pensaba que en esta historia de Venezuela, en este capítulo de tristeza, las mujeres deben ocupar su lugar, ponerles un rostro como hizo Svetlana Alexiévich, un nombre a las 500 mujeres de blanco, que justo el día de la Independencia, el 5 de julio, cruzaron y se enfrentaron sin miedo a la Guardia Nacional. Ellas hicieron posible lo ocurrido hoy en la frontera.

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Ya es hora de regresar a casa, se calcula que más de treinta mil venezolanos caminaron la frontera, los bolsos que llevaban dinero ahora van llenos de comida. El venezolano regresó a Cúcuta no a comprar ropa o zapatos como lo hacía en la época de la bonanza económica, ahora sus compras sí eran necesarias, vitales. Muchos esperan con fe que el puente Simón Bolívar sea abierto nuevamente en los próximos días. El pueblo en paz le dio ayer un contundente mensaje a Maduro.

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