Semblanza

Adrián Pujol: mochilero del pincel

Oriundo de Palma de Mallorca, Adrián Pujol se siente tan criollo como los paisajes caribeños que pintó con frenesí inusitado. Contornear la naturaleza in situ lo define, modalidad con la que abordó el Golfo de Santa Fe, Choroní, Margarita, El Ávila. Roza los 70 años en la búsqueda incansable de la creación. Y aunque ahora el “Pujol viajero” haya dejado atrás su mochila, sigue siendo referente mundial del paisajismo venezolano

Fotografía: Anastasia Camargo
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Luz trabaja y luz irradia. En sus obras, en su mirada, con una dualidad etérea con la que obran y viven los artistas. Los cristales que mejoran su visión frenan, aunque no del todo, aquel brillo característico de su mirada, observadora, detallista, hasta juguetona. “Además de que tiene unos ojos brillantes, tiene una sonrisa permanente siempre”, comenta Ivanova Decán, curadora de arte y una de sus amistades más cercanas desde los ochenta. A sus 67 años, Adrián Pujol es un hombre dinámico, enérgico, de esos que aparentarían tener 20 menos, pese a esas canas y arrugas que lo delatan.

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Pujol es un artista plástico víctima de la sensibilidad que encontró en la naturaleza, en la que estuvo absorto desde comienzos de los 80 del siglo XX. Pintor de El Ávila por casualidad, pero pintor por decisión propia, Pujol contorneó paisajes cual cirujano opera corazones, desde dentro. Así como se deslizó de Boston a Los Roques, de Estambul a la Península de Araya, lo hizo con los espacios de la Sala Mendoza, la Galería de Arte Nacional (GAN), el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, la Fundación Corp Banca Centro Cultural y el Trasnocho Arte Contacto (TAC). El “Pujol viajero” como lo bautizó el poeta venezolano, Eugenio Montejo, en Pujol viajero. Pinturas de Adrián Pujol (2005) no fue de gratis. “Un día haremos otro libro”, recuerda que el entrevistador le comentó, pero la muerte pautó antes la entrevista. En la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Palma y la Escuela de Bellas Artes de Barcelona y de Cádiz encontró sus primeras herramientas; en Venezuela, su puesta en escena.

Su quehacer artístico traspasó fronteras, desdibujó latitudes, invadió espacios inusitados y los trajo consigo en cada pieza; presenciarlo es fascinación, intriga y concentración. “Coincidíamos en Margarita y a veces me escapaba a verlo. Toma el lienzo, lo tira al suelo y comienza a pintar. Ahí le cae arena o pequeñas hojas que se funden con su pintura. Lo hace con gran seguridad, se introduce en esa atmosfera”, comenta Decán, compañera de incontables almuerzos, cenas y conversas. Tan adentrado se encuentra en sus frenéticas sesiones de trabajo que en ocasiones la noche o la lluvia lo sorprenden y debe guardar su creación a base de pinturas al agua y acrílico y sacrificar el resultado in situ por falta de secado. No le molesta que se empapen de la naturaleza con la que él mismo se enchumba, en la que se abstrae. “Simplemente me plantaba ahí como me plantaría en una entrevista. Con el ‘cara a cara’ con la naturaleza empiezan a suceder las cosas. La pintura, más que nada, fluye”, explica Pujol.cita4

Hojas, corteza, plumas, tierra, arena, incluso sus mismas huellas, las acepta como su valor agregado entre ese afán de olvidar el caballete y desafiar las variaciones climáticas. La perfección no le interesa ni le mortifica, ni en su obrar ni en su vida. Atrapado en un éxtasis que puede durar hasta cuatro horas, Pujol puede dar por terminado un cuadro en una sola y comenzar uno nuevo, con pinceladas rápidas y gruesas que se deslizan con facilidad sobre un lienzo sobreviviente a la absorción y enfoque de su creador, inquilino momentáneo de los parajes. “Su trazo, uso de la paleta, sus paisajes no se parecen a ninguno en este país”, dice la curadora de arte, a lo que Rafael Arráiz Lucca, escritor venezolano con quien acumula casi 40 años de amistad, agrega: “Es difícil imaginar un paisajista en la Venezuela actual mejor que él”. Pujol se reconoce a leguas, aquí y en Pekín, como si fuese un mundo en sí mismo.

Obrar en el nuevo mundo
Nació el ocho de septiembre de 1948. A despecho de ser nativo de Palma de Mallorca, España, Adrián se sabe y siente venezolano. Como a cualquier criollo, escuchar Alma Llanera le genera una adrenalina que recorre su cuerpo como una reacción efervescente. “Uno está hasta aquí del nacionalismo, pero la música va más allá de eso, es el espíritu de un país”, comenta. Aunque su hablar lo delata, pues los pretéritos compuestos surgen en sus conversaciones como a cualquiera de sus paisanos. “Cuando voy a España me preguntan de qué parte de Venezuela soy”, comenta jocoso, con un vocabulario refinado al que se le escapa ocasionalmente uno que otro “peo”.

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Pero no siempre fue uno más del país, nunca se imaginó contorneando sus paisajes o viviendo en un lugar del que no tenía una referencia geográfica clara. Independencia y aventura se materializaron en un viaje a lo ignoto, tras la propuesta del abogado, sociólogo y amigo caraqueño Jorge Cáceres Soto. El 14 de septiembre de 1974, con 26 años recién cumplidos, llega pues a la otrora “Tierra de Gracia” —mejor calzada la expresión es imposible, otro europeo la acuñaría en 1493. Desconocido, terruño pujante de posibilidades y signado por un boom petrolero y una economía avasallante despertó en Pujol reacciones focalizadas en “la deshumanización de una ciudad donde el urbanismo estaba pautado por el carro, el poco contacto con el ser humano”, hecho que se sacude en su exposición El Laberinto (1985) con gráficas de carros y objetos. “Era un pajarito en grama, me pasaba cuando exponía con mis colegas en la Sala Mendoza. Ellos tenían la idea de lo conceptual y el performance y yo pintaba los muros”, admite el pintor.

Tampoco imaginó que El Ávila sería su musa por casi 20 años. Aquel cerro caraqueño que asociaba con Ávila de Castilla por su nombre, protagonista de la vista que tenía en la quinta en Las Mercedes donde vivía, objeto de su primera exposición presentada en la Escuela de Administración Pública en 1975. En aquel entonces, “era una especie de silueta ajena, en el sentido de que no significaba nada en particular para mí. Era, sencillamente, una montaña, un motivo pictórico que tenía a la mano”, le confiesa a Montejo. Sin embargo, su visión cambia radicalmente en los ir y venir por sus trechos con Pulgo, su fiel y obediente cocker. “Yo tenía años subiendo y me di cuenta de que era pintable y merecía ser pintado desde allí, desde su intimidad. En 1986 me doy cuenta de que esto es posible, pero no sé cómo hacerlo”, explica. En 1999 comienza a crear lo que sería Ávila íntimo (2001), exposición que refleja año y medio de ejecución en lienzos de 2 metros cuadrados. Y a pesar de ello, no se considera amo y señor de sus curvas, de su flora, de sus claroscuros, de una hojarasca que no se mustia. “No soy especialista de El Ávila, soy pintor viajero. Me considero en un sentido más amplio de la pintura, más holístico. Mi interés es la construcción de imágenes”, explica.

ObrasPujolImágenes que no saltan de la naturaleza únicamente: los perfiles de sus allegados componen un catálogo de 170 retratos hechos entre abril de 1997 y julio de 1998. Carlos Hernández Guerra, Corina Briceño, Carlos Zerpa, Rafael Arráiz Lucca, Reinaldo Armas, la recientemente fallecida Luisa Richter; una amplia gama de caras de personalidades de las artes venezolanas untó al óleo —incluso él mismo con autorretratos. “La gente aparece sin ningún atributo, son sus rostros. Consideraba que era el formato de una época democrática donde se equiparaba a todo el mundo por igual”, explica. Sus tableaux reposan en lugares inusitados, desde las casas de sus retratados hasta el Palacio de Miraflores. “Jaime Lusinchi me pidió, junto a otros artistas, un mosaico para el centenario de Simón Bolívar. Esas cosas me parecían un poco extrañas y terminé haciendo un niñito liberando una jaula de pájaros en el jardín de la casa natal”, cuenta.

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Pujol viajero e íntimo
Pinturas, retratos, dibujos, grabados, cerámicas, mosaicos; en todo su arte se encuentra independiente. “Hay otras esferas en las que uno no es libre, que tengo que calarme como todos, pero en mi espacio de creación lo soy. Ahí acciono la libertad absoluta. Ahí no tengo ninguna responsabilidad pública”, dice. Pujol es desenvuelto, como un reflejo involuntario de su obra, natural como los pinceles que recorren sus lienzos. Así, se pasea entre la banalidad de la vida citadina. Escoger entre peras o manzanas, tomates o papas en los mercados de Caracas. Fungir de pez en piscinas, tal como lo hace todos los días desde hace siete años, donde medita y ve “manchas de colores”. Nada. Y aunque es libre en su creación y libre en su proceder, su gestualidad, su hablar, Pujol —la paradoja y el asombro— también se sabe callar ante lo incómodo. Ante lo que considera no debe ser expuesto, porque es su asunto y del lecho. El amor, que lo tiene y lo acompaña. Lo guarda. “Es un hombre de parejas estables, no de desequilibrios personales, de estar saltando de acá para allá”, cuenta una fuente cercana y confidente. “He sido amigo de sus parejas. Él no le para a eso”, explica Carlos Zerpa.

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Pujol manipula sus telas con la misma naturalidad con la que ensaya y empuña la tinta, la mancha, con confianza, sin guantes ni mayores cuidados, sin ademanes amanerados ni exagerados. Alberga al menos un centenar de ellos en el taller de su casa, que le brinda un perfil privilegiado del cerro que fue su inspiración en Ávila íntimo. Y mientras su vida artística prácticamente se concentra en formatos apaisados, fuera de talleres está dispuesto a sangrar imágenes con el formato cuadrado de la red social de fotos del momento. “Hago fotografía que antes no hacía, desde hace una década. Todos los días edito una en Instagram. Es un vehículo arrechísimo”, confiesa. “No es de extrañar que se le vea con una cámara o iPad en mano desde hace unos años para acá”, según cuenta Zerpa. Imágenes por doquier, píxeles, aunque no en la pantalla chica, no le gusta ver televisión.

Imágenes que actualmente se apartan de la naturaleza reflejada dentro de la naturaleza. “Ya no podría irme a pintar como lo hacía antes, no se sabe con qué sorpresas te podrías encontrar”, confiesa. Imágenes que ahora se cuelan en la abstracción, esa que rechazaba en su juventud y que le picaba el ojo cuando pintaba cielos, su “abstracción máxima” en su etapa paisajista. Fragor (2011), exposición inédita de 16 piezas que ningún museo o sala ha albergado aún, surge de presenciar la obra Batalla de Carabobo de Martín Tovar y Tovar en el Congreso de la República por 20 minutos, trazar cuatro dibujos y desarrollar uno de ellos en pintura. “Ya no es percibir las cosas y traducirlas inmediatamente, sin ningún tipo de reflexión, sino algo intuitivo, más reflexivo. No te tiene que extrañar que yo hable de unas batallas en esos momentos porque en la mente nuestra contingentemente tenemos la propaganda. Pareciera que todo es una batalla”, se lamenta.

Ese “Pujol viajero” acuñado en sus años mozos parece seguir vigente mientras emprende su viaje personal, su lucha constante. Arráiz Lucca confirmó su incansable proceder en una entrevista en 2009. “Su vida y su profesión son una misma, son indisolubles”, ratifica. Su batalla, “individual y con mi propio hacer”, ahora y siempre la libra.

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Desde el domingo 2 de octubre, Pujol presenta por primera motivos pictóricos alejados del paisaje. En la exposición Adrián Pujol. Apuntes abstractos, en Beatriz Gil Galería, de Las Mercedes, el artista exhibe pinturas nacidas de su acercamiento a la modernidad encarnada en la Quinta Villa Planchart (El Cerrito), de Caracas, y dibujos realizados por él mientras hablaba por teléfono desde 1997.

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