Perfil

Alfredo Chacón, sin mover los labios

El poeta venezolano dejó las artes visuales en su adolescencia para dedicarse a la escritura. Hijo de un diplomático y una ama de casa, tiene ya más de 50 años en el oficio. Una vida de amores y afectos

Fotografía: Anastasia Camargo
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Esta es la historia de un hombre que se dedicó a escribir.

Mi familia vivía en un caserío donde no había escuela ni médico. Ese pueblo se llamaba Puerto Páez. Mi mamá tuvo que ir a San Fernando de Apure en 1937 para poder darme a luz. Nací en el lugar donde menos he vivido. Suelo bromear al decir que soy un llanero tan falso que no sé nadar, ni montar caballo ni bailar joropo. Una embarcación con un motor fuera de borda en la que mi padre atravesaba el río Meta para hacer de Cónsul de Venezuela en Colombia es algo inseparable de mi memoria de esos años. Su largo recorrido diario del hogar al trabajo. También las letras y los dibujos de los libros con los que mi madre, ama de casa, me enseñó a leer. Allá, en Puerto Páez, tuve mis primeros y más radicales contactos y arraigos no conscientes con lo humano y lo natural. La relación afectiva con mi familia gestó en mí, sin saberlo, una sensibilidad que luego desarrollaría.

A los siete años me mandaron a estudiar en casa de unas tías. Primero, en Los Teques; luego, Maracay y Valencia; después, Caracas. Una cosa que le debo a mi paso por Aragua es la iniciación en la fiesta de los toros. Mi papá me llevaba de niño a las corridas. Vi a «Manolete», a «El Cordobés». Ya más grande sentí mayor afinidad por la creación. Ese llamado de las artes se materializó en la pintura, quizás influenciado por un tío, Pedro Francisco Chacón, que se dedicaba a lo mismo. Yo llegué incluso a exponer en un salón que se hizo en el liceo Pedro Gual de Carabobo, que era donde estudiaba. Pensé que ese sería mi camino hasta que descubrí la escritura. Desde los artículos de prensa de Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri e Ida Gramcko hasta la literatura de Dostoyevski u Octavio Paz. Mi ser no tuvo duda de responder a ese atractivo. Nunca más mantuve relaciones íntimas con la plástica.

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Mi primera publicación es de 1953 y apareció en un número aniversario de El Carabobeño. Yo tenía 16 años. Ese artículo era una simulación de un encuentro con el pintor Feliciano Carvallo. Fue un nuevo nacimiento. Se publicó antes de mudarme a la capital del país para graduarme en el liceo Fermín Toro. Me vine de Valencia el 3 de agosto de 1953. Aquí, en Caracas, establecí contacto con Oswaldo Trejo, que era parte del comité de redacción de la revista Cruz del Sur. En 1955 aparecieron en ese mismo medio mis primeros poemas, que nunca he recogido en un libro. Ya en la Universidad Central de Venezuela (UCV) estudié Sociología y Antropología, que se daban juntas, y Filosofía. Por las mañanas, una; por las tardes, la otra. Presenté hasta ocho exámenes en un día. Dejé la Filosofía al tercer año porque se me complicó la vida. Nunca pensé en cursar Letras. Mi familia quería que fuera médico. A mí me interesaba más aquello que forma la materia prima, que contribuya a enriquecer mis horizontes.

Al recibir mi título de sociólogo y antropólogo, quise trabajar como profesor. Sólo que tras la caída de Marcos Pérez Jiménez recibí una beca que me llevó a un postgrado en el Instituto de Etnología de la Universidad de París. Pasé dos años allá, entre 1958 y 1960. En Francia cumplí un anhelo de siempre. Teatro, cine, artes. En Francia conocí la dimensión cultural de la política. En Francia terminé de escribir mi primer libro, Saloma, que había comenzado en Caracas. Se publicó en 1961. Luego vinieron Materia bruta (1969), el Premio Bienal José Rafael Pocaterra (1980) o el Mariano Picón Salas (1991), entre otras publicaciones y reconocimientos que me motivaron aún más. Hace poco presenté Sin mover los labios (Oscar Todtmann Editores). Ya son más de 50 años en el oficio. La pasión por la poesía es una cosa que por fortuna puede estar a salvo de las decepciones de la vida. No se deja de escribir por miedo al fracaso. Yo escribía mientras trabajaba en otras cosas: fui profesor universitario hasta jubilarme, director de la Escuela de Sociología, director del Instituto de Investigaciones de la Comunicación de la UCV, director del Celarg, director del Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón, presidente de la Fundación Biblioteca Ayacucho.

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También hice amigos y amores. Elsa e Ida Gramcko, Alfredo Silva Estrada, Sonia Sanoja, Elizabeth Schön, Antonia Palacios, Alejandro Otero, Oswaldo Trejo. Entrañables que me acompañaron desde siempre. Mis cercanos suelen hablar de las 15 mujeres de Alfredo Chacón. No fueron, o no han sido, tantas. En realidad, sólo seis. En los últimos meses de mi estancia en París, Elizabeth Burgos y yo estuvimos emparejados con proyectos matrimoniales que, al final, no se dieron. Después, sí me casé con Tecla Toffano, con Luna Benítez, con Maruja Dagnino y con Valentina Marulanda. Por separado, claro está. Ahora ando con Yvonne Adler, con quien planeo otra boda. Tengo tres hijos: de mi primer matrimonio nacieron Claudia Chacón y Karla Toffano; con Luna Benítez, salió Juan David Chacón. O «Onechot». El fallecimiento de Valentina fue doloroso. Tanto que redefinió mi relación con la muerte. Ya la veo como un componente esencial de la vida. Creo que, antes de morir, a mí se me unirían en un chispazo todos los afectos que hice en estos años: mis amores y admiraciones. Ese sería el recuerdo que me llevaría al repasar mi historia.

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