Literatura

Algunas viñetas de ausencia. Preguntas sobre nuestra invisibilidad literaria

Como muchos otros, el mito de nuestra recién adquirida visibilidad exige una revisión. Lo más intrigante es que no sea exclusivo de los seguidores del oficialismo, capaces de atribuir cualquier conquista en materia de cultura a las políticas de la Revolución Bolivariana

Fotografía: Fabiola Ferrero
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Es bien sabido que las naciones se construyen a partir de sus relatos comunes. Y que en ese sentido, los gobiernos se sustentan en fuerza de convencer a una mayoría de su narrativa de país específica. El chavismo fue un hábil fraguador de mitos, en lo concerniente a sus orígenes, a sus luchas y a sus razones de ser, y quizá por eso la hegemonía comunicacional fue siempre uno de sus cometidos. Uno de esos mitos del chavismo se resume en la premisa de que “los ojos del mundo están puestos sobre Venezuela”: una formulación mesiánica, narcisista, que logró convencer a unos cuantos. Entre ellos, he allí lo paradójico, a irreconciliables opositores al régimen. Lo cierto es que la relevancia y veracidad al menos en términos culturales de esta premisa chavista, cuyo único sostén es el bullicio precoz de la prensa tanto alineada como antagónica, está en el mejor de los casos por demostrarse. Iré mostrando aquí algunas viñetas que sugieren más bien lo contrario.

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Un compañero argentino que se dedica a escribir reseñas discográficas me pidió recomendación de algunos grupos musicales contemporáneos de mi país. Me dijo, con divertida sorpresa, que no conocía músicos venezolanos más allá de Simón Díaz y Los Amigos Invisibles, recomendados por otro amigo venezolano que tuvo alguna vez. Y al ser fanático del orden y la categorización, a mi compañero le resultaba extraño no poder sumar otros nombres a la lista. Más simpática aún fue su extrañeza al enterarse de que Franco de Vita y Ricardo Montaner, ambos muy conocidos en Buenos Aires, eran también venezolanos. Por lo visto los asumía como italiano y argentino respectivamente. ¿Y por qué no son más conocidos los grupos jóvenes y las tendencias recientes?, quiso saber, intrigado por el hecho de que yo conociera tantas de las bandas del legendario rock argentino. Mi explicación, que es tanto un lugar común como una lectura posible, fue que la cultura de la importación, producto del manejo que por décadas hicimos del petróleo, nos enseñó a despreciar lo propio en favor del consumo de lo extranjero. Algo también aplicable a otros campos del vivir, como al campo literario, probablemente. No en balde nos tomamos el discurso de la integración latinoamericana mucho más en serio que otras latitudes, o nos enorgullecemos de tener uno de los más grandes premios de novela del continente, a pesar de que lo haya ganado un venezolano en una sola ocasión. Y esto algo a lo que, también hay que decirlo, el chavismo supuestamente venía a ponerle remedio.

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A los pocos meses de mudado a Buenos Aires, tuve la sorpresa de recibir una primera mención en el XIII Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, auspiciado entre el gobierno argentino y el cubano. El ganador, como suele pasar, fue un novelista sureño. Pero eso no empañó la alegría de ser el primer venezolano premiado en la trayectoria del concurso. Sobre todo considerando lo absurdamente difícil que fue enviar mi material desde Caracas a La Habana: huelga de Ipostel con cancelación de envíos al extranjero, imposibilidad por decreto gubernamental de envíos a Cuba por medios privados, etcétera. Con la noticia llegó también una invitación para asistir a la Feria del Libro de La Habana, en donde se daría presentación al volumen en donde figuraría mi cuento. Ni soñando mi presupuesto me permitiría emprender ese viaje a Cuba, así que acudí al consejo del libro en el Ministerio del Poder Popular para la Cultura y también a nuestra Embajada en La Habana. Del primero obtuve, después de un cambio imprevisto de director, una negativa discreta, comunicada por amigos cercanos que trabajaban adentro. La razón, no hace falta decirlo, poco tiene que ver con mi talento literario. De la segunda, después de enviar carta a nuestro Excelentísimo Embajador Alí Rodríguez Araque, fue la total indiferencia. La entrega del premio se produjo en mi ausencia y un emisario diplomático recibió en mi lugar el diploma, que luego mi madre buscó en la Cancillería en Caracas. Dos ejemplares del libro publicado, en cambio, llegaron a mí a Buenos Aires en las manos generosas de la organizadora del concurso.

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Como muchos otros, el mito de nuestra recién adquirida visibilidad exige una revisión. Lo más intrigante es que no sea exclusivo de los seguidores del oficialismo, capaces de atribuir cualquier conquista en materia de cultura a las políticas de la Revolución Bolivariana, lo que alguna vez se llamó la revolución de la conciencia. Muchos de quienes nos consideramos oposición, venezolanos pero también extranjeros, hemos circunscrito nuestro panorama interpretativo de lo nacional a la experiencia histórica de la Revolución Bolivariana. Las evidencias literarias están: la aparición de la alegoría política detrás de la mayoría de los relatos, o que el triunfo reciente de escritores opositores en Europa esté vinculado a su talento para representar la realidad de la Venezuela del chavismo, tal y como lo estipulan los veredictos del jurado que los premia y de los editores que los promocionan. Claro que esto último no debería sorprendernos demasiado y tampoco es materia exclusiva del caso venezolano: las literaturas de los países subalternos suelen ser interpretadas en tanto postales políticas, forzadas a interpelar la realidad anecdótica de sus países de origen, más que a proponer mundos posibles que aspiren a vincular lo universal con, obviamente, la experiencia vivida. ¿Quién ha visto promocionar a un escritor europeo o norteamericano a partir de su capacidad para recrear fielmente la actualidad de su país? ¿Cuál de ellos necesita de un argumento exotista o una coyuntura histórica acompañando la venta de sus libros?

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La voracidad de la propaganda oficial, eso lo sabemos, deja un margen estrecho, asfixiante, para aquello que no pliegue su talento a la insignia roja; pero tal vez bordee un precipicio semejante una literatura netamente “de oposición”, comprometida con la denuncia del descalabro y que, paradójicamente, encuentra en el chavismo el mayor de sus leit motivs. Muchos, como el crítico Carlos Sandoval, lo interpretamos como un retroceso literario, que apunta de nuevo a los textos con moraleja política del siglo XIX. Como en un mal sueño, todo en nuestro imaginario parece apuntar monotemáticamente a la figura de Chávez, incluso lo que ocurra en países vecinos o no tan vecinos, provistos de sus propias y robustas historias políticas y culturales, con cierto afán victimista de volver nuestro padecimiento un lugar común continental. Y si no defendemos nosotros nuestro derecho a la libre ficción, a la singular exploración de lo humano, a entender el momento histórico como algo más denso que la noticia del día, ¿quién podría salvarnos de ser siempre para bien o para mal los hijos del chavismo?

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Un compañero de estudios, editor graduado de la Universidad de Buenos Aires (UBA), lleva un modesto taller literario en la salita de su casa en Villa Bosch, localidad vecina en el conurbano bonaerense. Lo integran vecinos entusiastas y estudiantes universitarios, lectores furiosos de todo lo que mi amigo les comparte. Eventualmente me invitó, un poco en broma, a visitar su taller en calidad de escritor extranjero y compartir un rato con su gente, con la condición de que le instruyera también en algún par de autores venezolanos que pudieran leer primero y hacer algún tipo de contexto. Más por su importancia histórica que por otra cosa, le sugerí a Gallegos y a Meneses, los dos polos de nuestra narrativa contemporánea. A ninguno lo había oído nombrar. Le conseguí un par de cuentos por internet y le di uno mío brevísimo de mi primer libro, sintiéndome una especie de igualado.

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Me presenté a la velada unas tres semanas después, luciendo mi mejor cara de invitado especial, y fue una muy grata experiencia, llena de chistes sobre “la tonada caribeña” que a los argentinos les parece siempre de telenovela. No hizo falta tocar el tema de Hugo Chávez. Nadie preguntó por él, ni quisieron saber mi postura, ni se interesaron más allá de mi anecdotario. O al menos hasta que quisieron saber en dónde comprar alguno de mis libros. La respuesta que siempre doy, las veces que me han formulado esa misma pregunta, suele ser el preludio a una explicación que no muchas personas entienden: “No se puede. En ninguna parte”. “¿Y en alguna revista venezolana?”, insistieron algunos. “Hay cosas sueltas en Internet”, les dije yo, pensando en la inaccesible Revista Nacional de Cultura. Cuánta falta nos hace un mayor empeño en el libro digital y su proyección foránea, como insistía Marianne Díaz Hernández en nuestro paso por Monte Ávila Editores bajo la administración de Carlos Noguera. Pocos le hicieron caso. Yo nunca estuve entre ellos.

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Asistí por primera vez a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en su edición de 2015, cuando su país homenajeado era México. No hace falta aclarar que para alguien de Letras la feria era una de esas bondades prometidas de la mudanza a Argentina; pero al mismo tiempo abrigaba la rabiosa esperanza de asistir a un evento organizado bajo mi bandera: alguna presentación de libros, no digamos ya de algún autor conocido, quizá alguna degustación gastronómica (¡ojalá!) o incluso, en el peor de los casos, alguna charla sobre las maravillas imaginarias del socialismo del siglo XXI. Pagué la entrada a la feria con una candidez semejante a la de quien se cita con una amante que quiso mucho y dejó marchar antes de tiempo. Cuál sería mi sorpresa, y también mi desilusión, al constatar después de dos vueltas completas a la feria y de interrogar inquisitivamente el programa, que Venezuela no figuraba entre los expositores oficiales de ese año. Estuvo Cuba, estuvo Colombia, estuvo el país invitado y estuvieron otros más; pero de Venezuela no vi ni un afiche —de Chávez o del Salto Ángel, en esos momentos de soledad me daba lo mismo—, ni una muestra de las editoriales estatales con su oferta de libros masivos, ni los de la Cámara del Libro, ni siquiera una pantomima de la Embajada, nada, absolutamente nada. Venezuela estaba ausente de una de las ferias internacionales del libro más importantes de América Latina, justo la de uno de sus pocos países aliados: la Argentina de la administración Kirchner.

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Hay quienes afirman que nuestra historia petrolera fue muy benévola con nosotros y no permitió, sino hasta el presente, el desarrollo de una narrativa robusta que hiciera las veces de memoria alternativa de la nación. No sé si estoy de acuerdo con esa explicación, que asume al arte narrativo como la elaboración de un trauma vivido. Tiene sentido, igual, de cara a nuestra excepción en la década monstruosa de dictaduras suramericanas en los 70; pero es un razonamiento cómplice, tal vez de manera involuntaria, de ese otro mito que intenta establecer la Revolución como proceso inaugural de nuestro país, cosa que afirman sus más atrevidos seguidores respecto a la salud pública, la educación pública o incluso la atención social a los pobres, proyectos nacidos en la democracia petrolera y que el chavismo supo tomar como propios.

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Semejante explicación es brutalmente injusta con quienes padecieron las democracias de la llamada “cuarta república”, y compra sin querer el discurso de patria ex nihilo ofrecido por Chávez, sólo que de signo contrario. A menudo ocurre que la memoria del país se debate entre la afirmación de que la Venezuela antes de Chávez era una especie de Rusia zarista, o la nostalgia que se trataba del Jardín del Edén. ¿No es esa reconstrucción de la memoria y del acervo íntimo de nuestro relato-país, justamente, la labor misma de los escritores, la de ofrecer imágenes alternas para pensar lo propio, para hacerse las preguntas que nadie formula en televisión? ¿Sería esa tal vez la misión pretendida por la Novela Histórica, floreciente en las últimas décadas del país, pero que fue también sentenciada a buscar figuras políticas que oponer dialécticamente a la de Hugo Chávez? ¿No fue esa la tarea emprendida por los narradores de la clase media, cuando asumieron la emigración como posibilidad narrativa frente a un relato-país en el que fueron invisibilizados por la dicotomía pobres-oligarcas? ¿Y acaso no les hizo la desabrida etiqueta de “literatura del exilio” el flaco favor de reconvertir sus textos a la misma eterna diatriba política? ¿No es eso mismo este intento de reflexión en viñetas, que termina una vez más mordiéndose la cola, pensando en Venezuela a partir también del chavismo?

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¿Será cierto entonces que no hay lugar hoy en día para ficciones interesadas en otros aspectos de nuestra cultura, sin que sean por ello tildadas de escapistas? ¿Es realmente imperioso que nuestros hacedores de ficciones se abran paso a nivel nacional o internacional como reporteros de guerra, como si todo lo demás que pudiese decirse de nuestro país resultara anecdótico, secundario? ¿Tiene sentido reclamar hoy “la novela del chavismo”?

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Listado de libros de autores venezolanos disponibles en Buenos Aires, según arqueo realizado en persona y recientemente, en distintos tipos de librerías de la ciudad.

  1. La enfermedad (Anagrama, 2006) y Patria o muerte (Tusquets, 2015) de Alberto Barrera Tyska. Puede vérsele en librerías comerciales y cadenas del libro, así como en librerías de autor.
  2. Las lanzas coloradas de Arturo Úslar Pietri, ediciones ancianas de Paidós o del diario Clarín, en librerías de viejo, de remates y saldos.
  3. Canto de penumbra de Hanni Ossott, con prólogo de Ana Nuño, en una edición española (Reverso ediciones, 2004) que nunca había visto en Venezuela. Se consigue en un par de librerías de remates y saldos de la avenida Corrientes.
  4. Mariana y los comanches de Ednodio Quintero (Candaya, 2004) en librerías de saldos, junto a un lote en liquidación de esa editorial española.
  5. Happening de Gustavo Valle en su edición argentina, en librerías comerciales y de autor.

Poco más puede conseguirse en manos argentinas. Ninguna edición de fabricación nacional, ni siquiera de las ediciones masivas del Gobierno; a lo sumo algún tomo suelto de la época cuartorepublicana de la Biblioteca Ayacucho. De la agonizante Monte Ávila Editores, en cambio, nada en absoluto, como no sean las fotocopias de sus antiguas traducciones de pensadores europeos y latinoamericanos, provistas por algún profesor de la universidad.

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¿Venezuela?

Catherine Fulop, José Luis Rodríguez, Hugo Chávez. Petróleo. Un equipo de fútbol que nunca gana.

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En lo personal, no creo que seamos más visibles que antes. El Gobierno Bolivariano sí lo es. La imagen omnipresente de Chávez –el gigante, lo llaman sus seguidores- aplasta cualquier otro tipo de representaciones de lo patrio, como no sean las inocuas y folklóricas postales turísticas que a menudo le servían de decorado, y cuya máxima inventiva lo constituyó el triste “Cheverito” con que pretendieron resucitar el turismo. Tal y como el petróleo tiende a monopolizar la economía, a falta de estructuras robustas de producción que lo confronten, el chavismo ha monopolizado el relato-país, ocultándonos aún más bajo su cortina roja, bajo el ensueño revolucionario con que en otros países nos asocian ingenuamente, o esa caricatura en que devino la Revolución Bolivariana. Y no parece haber muchas alternativas, ni siquiera en la oleada creciente de migrantes venezolanos en Suramérica. Tal vez porque el trauma, como bien lo apunta el psicoanálisis, es ese evento doloroso que incluso si se puede olvidar, continúa y continúa apareciendo.

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