Crónica

Ciudad Universitaria de Caracas: cuando el arte es materia

Un recorrido a pie por el oasis concebido por el genio Carlos Raúl Villanueva, hecho como síntesis de las bellas artes en espacio privilegiado, y recorrido más allá de sus muros mientras se descubren sus secretos, incluyendo la complicidad entre el arquitecto y Alexander Calder

Fotografías: Felipe Rotjes
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Ciento cincuenta caracadictos son puntual cofradía que parte de la boca de la estación Ciudad Universitaria del Metro para reconocer la Ciudad Universitaria y Los Chaguaramos. La sede de la Universidad Bolivariana, enfrente pero sin conexión por la impertinente prolongación de la autopista Valle Coche, que se incrusta en el medio, que se abre espacio a codazos entre las tapias, y sobre —o hace zozobrar— la quebrada, puede verse como la apariencia, solo como la piel tan cercana como distante que albergó otros contenidos.

Antiguo edificio de la Creole Petroleum Corporation —en algún momento la principal empresa del ramo, instalada en el primer país exportador de crudos del mundo—, fue su diseño, firmado por Lathrop Douglass (1947-1954), arquitecto experto en oficinas eficientes, algo único en el catálogo de la modernidad. Construido el edificio en estructura de acero y concreto armado, está plantado mirando hacia el Norte y, control climático mediante, considerando la puesta del sol al Oeste y en la trayectoria de los vientos de Este, de manera que atrajera la brisa natural: solo en los pisos bajos habría aire acondicionado. La cafetería estaba fuera del edificio, pero fue incorporada luego que quedó clara la rutina de la idiosincrasia: “descanso y trabajo no son considerados por la tropicalidad como asuntos divorciados”, sonríe a la pléyade de urbanitas el profesor Jorge Vellota, coordinador de Arquitectura de la Universidad Simón Bolívar.

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La caminata devora aceras maltrechas, imágenes de postal y de asombro —allá las Tres Gracias, acá unos autobuses descascarados en un territorio de olvido— hasta llegar la sede de la Toyota, “un edificio de contundente fachada de ladrillo que cae líquida en la ciudad”, hace poesía Vellota, y a cuya altura hace contrapeso otro más bajo, otrora de pulcra cristalería, donde se exponen los vehículos, distintivos de la vida moderna. “La publicidad de 1952 del diario local El Universal sumaba siete veces más promociones a favor de carros estadounidenses que en The New York Times en el mismo año”, añade. “Eran tiempos en que se fumaba en los hospitales”, redondea.

Mas, ocurre, aunque parezca cosa de Ripley, y dé pesar a los defensores del transporte público y de la vida a pie, que el carro y su presencia en cualquier estacionamiento contribuye con la seguridad. Vacíos, los aparcaderos convidan más al crimen, agrega la arquitecto María Isabel Peña, de CCS-City-450, encantada con las columnas en forma de hongo del icónico edificio de Toyota, ese cuya fachada estaba también en la publicidad de entonces como parte del paquete de la modernidad. La modernidad era tendencia y esa tendencia era la línea. Todo la tenía o la exhibía. La silueta devino contenido.

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Solazo mediante, a propósito de movilidad, en el itinerario habla ahora la especialista en la materia Nathalie Naranjo, del acceso a la universidad, cada vez más constreñido por razones de seguridad, sin suficientes pasos peatonales desde las bocas de Metro o la calle, incómodos para quien llega en silla de ruedas o con muletas. “Un tema, pues, para pensar el espacio público, un tema de inspiración para el concurso”, añade María Isabel Peña, egresada de la UCV y quien fuera cabeza del Instituto de Urbanismo. CCS-City-450 promueve un concurso sobre el espacio público, diez ocurrencias serán premiadas ¡y tres ejecutadas! “La celebración tiene varias vertientes, y la idea es que deje huella”. El concurso y la biblioteca virtual que ya está activada lo son.

“Están entrando a una obra de arte, sin duda la más importante de Venezuela, y me arriesgo a añadir que, quizá, la más importante de América Latina”, da la bienvenida al Aula Magna el profesor y premio nacional de arquitectura Juan Pedro Posani. Así, con justificada devoción, termina este mediodía el cuarto de los doce recorridos urbanos concebidos por CCS-City-450, ocurrencia para palpar la ciudad, caminarla con los pies que la leen. Forma de celebrar el aniversario de Caracas y de confirmar que estamos en pie de lucha por ella, de restearnos con la posibilidad de vivirla en libertad, de estar con ella y de poder ser en ella, de desafiar el estropicio de los muros, de las cortapisas, del miedo, el mensaje es: otras circunstancias son posibles y otras emociones también, y en efecto.

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Obra icónica del arquitecto Carlos Raúl Villanueva con el concurso de sus amigos, un puñado de celebérrimos artistas del país y extramuros dispuestos a apostar a la trascendencia en favor del estudiante, de la ciudad, del mundo —desde el año 2000 es patrimonio de la humanidad— el ingreso a la Universidad Central de Venezuela siempre deviene embeleso, honor que comienza con ¡oh! e incluye quitarse el sombrero, y ponerse la baba en las comisuras. Carencias mediante, da vértigo tanta belleza junta; marea tanta intensidad suspendida como energía casi tangible y eco perceptible en el aire que baten las habituales guacamayas; asombra el rimero de episodios que activa la memoria en las esquinas y pasadizos llenos de historia, que archiva el inconsciente colectivo; se desmayaría Jung.

El recorrido incluye también la Casa del Profesor Universitario donde hay acopio de la historia y de los sueños de lo necesario por hacer, luego, por entre caminos, al aire libre, queda atrás Tierra de Nadie, después, por entre pasadizos de techos bajos que te empujan al aula, te hipnotiza de pronto la visión inesperada del Ávila, que surge intempestiva y gloriosa en un no encuentro de dos paredes que se quedan a cierta distancia, para complacer a Villanueva, el arquitecto que ha concebido, generoso, este guiño.

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Es casi un rito persignarse en el edificio de la Facultad de Arquitectura, y conviene una parada en el Clínico, hospital tomado por el oficialismo —sus fotos del culto dan cuenta de la colonización—, esa construcción que a Villanueva le parecía demasiado contundente, por lo que invitó a Mateo Manaure a darle color. “Se trata de un concepto importado, no sabíamos diseñar hospitales de tal calibre, así que fue imaginado fuera del país, la participación del arte fue la salvación que Villanueva encontró, el arte como eterno aliado de la arquitectura, como eterno aliado suyo”, acota Juan Pedro Posani, testigo de excepción.

Se habla de paisajismo, de las recomendaciones dadas para el acceso a través de caminerías en zigzag —“los humanos caminamos haciendo sinuosas curvas, y así volteamos, nos incomoda hacerlo en ángulo recto”—, de la incomunicación deliberada desde que se cuestionó el tono con que se pintaron las fachadas del señero hospital, de que se necesitan 20 árboles para reponer los que van muriendo, y de que “ya deberíamos tener los huertos rebosantes, pero faltan recursos y por añadidura, no solo se desmantela el Jardín Botánico, que con voluntarios comienzan sus especies a tener respiro; nuestros huertos también han sido azotados y nos faltan herramientas para detener el desmán”, información que conmueve y ha de mover a todos. ¿Quién no es doliente del verde?

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Mantenimiento y carencias, creatividad y lealtad, anima, asimismo, la restauración del móvil de Alexander Calder, discos suspendidos que vuelan e hipnotizan en un eterno y siempre singular giro, y el realizado a dos obras más del autor estadounidense, tan vinculado a la UCV y a Caracas: Estalagmita y Estable con hoja horizontal. El arte y la arquitectura en fiel coyunda, en feliz complicidad y Calder como leitmotiv. Como pertenencia, y distinto culto. “Vino muchas veces a Venezuela, una de las más felices, sin duda, cuando el Museo de Bellas Artes abrió con una exposición dedicada a él, en 1955, 61 obras que se vendieron todas en una hora, una por minuto”, comenta Juan Pérez, experto restaurador, acompañado por la gente emprendedora de Copred, también en búsqueda de financiamiento para mantener. Preservar.

“Calder y Villanueva eran muy parecidos, quizá por eso congenian tan bien, se parecían en todo, en el sentido del humor, en la simpatía, en la creatividad, en el genio, en la vitalidad, en la avidez por devorar los placeres de la vida, incluso físicamente, sus familias también se hicieron amigas”, dice Juan Pedro Posani al cierre del recorrido.

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Juego de luces que hacen los luminitos, pruebas de audio que significa hablar sin micrófono, queda claro que el Aula Magna fue concebida como espacio para acunar el sonido, la música y la voz, conciertos y conferencias, no para el teatro por la forma cónica que va del escenario a la platea. “El público siempre puede ver por la inteligente disposición de las sillas”, añade Posani, “pero sobre todo admirarse con las Nubes de Calder, que son un milagro, en este país donde estallan siempre, no siempre se mantienen, pero abundan, y un milagro singular sin duda es la manera como logró Villanueva hacer flotar estas piezas, con lo que se ganó un apodo maléfico. “Así le dijo Calder: si lo consigues es porque eres el diablo”, sonríe quien trabajó con ambos.

“Esto es nuestro, responsabilidad de cada venezolano. Es nuestro milagro y debemos venerarlo”.

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