Crónica

Crónica de un 5 de julio, barbarie contra el Parlamento

En las entrañas de la Asamblea Nacional se escuchó un discurso rabiosamente antimilitarista, en boca de la historiadora Inés Quintero, invitada como oradora de orden; pero en minutos se desató el pandemónium de la violencia, adosada con complicidad. Desde adentro, el miedo se combinó con dolor ante una república moribunda que mostró su sangre

Fotografías: EFE y AP
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“¡Corran, corran, entraron los colectivos! ¡Están disparaaaaando!”.
Una bala sube rauda al segundo piso de la Asamblea Nacional (AN), rompe el vidrio de la ventana de las oficinas del Archivo Histórico, apenas lame el antebrazo de Wilfred Bernáez, el jefe de investigaciones, que, desprevenido, da gracias a dios de que no le dieron en el corazón, mientras exhibe el rosetón que le abulta el bíceps. Más impacta, sin embargo, la telaraña de hilos de sangre que le chorrean su camisa. Tras abrir el indignante boquete, las astillas de cristal se le han incrustado en el cuello con saña, como perdigones. El zaperoco se ha desatado y avanza líquido. Y gaseoso. Lo que oye desde su cubículo es angustiante, un jaleo colosal que ocurre en sus narices.
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Los que están abajo, en el patio, se han convertido en presas de los camisasrrojas que acaban de pasar con la venia de la Guardia Nacional -les abren- y apenas dan dos pasos enloquecen como si les acabaran de anunciar el inicio de la temporada de caza. El jardín del palacio y los corredores colindantes de la plaza central se convierten en su coto; en bestial arena de lucha. Ayes, más detonaciones, morteros que estallan atronadores, gritos que son pedradas: «¡Coñoetumadre, coñoetumadre, coñoetumadre, maldiiito!» Vienen por los diputados de la derecha. Hay que reducirlos, creen los de pensamiento reduccionista. Cinco resultan heridos.
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La presidente de la Academia de la Historia, historiadora, profesora y prolífica autora Inés Quintero acaba de terminar su conmovedora alocución, como oradora de orden de la sesión extraordinaria de la AN, a propósito de los 206 años de la declaración de la independencia de Venezuela. Habla de la significativa conquista venezolana: la de la libertad, y habla de la República y de sus amenazas. De cómo fue asaltado el Congreso por las huestes de José Tadeo Monagas en 1848. Como telón de fondo, truenan explosiones agoreras.
En las afueras del hemiciclo, pugnan por entrar los que operan como brazo armado oficialista. Están proveídos de rencor, además, de pistolas, tubos, palos y morteros, súmese la artillería en que convierten su propio cuerpo, son hombres puños, hombres puntapiés, vale todo. Por fin les abren las puertas los guardias a cargo, no les piden carné de prensa, cédula de identidad, nada. Ninguno sube al Salón Elíptico a ver el Acta de la Independencia, nadie pregunta por qué no hay altoparlantes afuera con los cuales escuchar las palabras esclarecedoras, comprometidas, impecables de la primera mujer en dirigir la Academia. Entran para desguazar. Romper. Vengarse de los que creen que los oprimen. Exhiben una bárbara avidez. Hieren, hiere.
Los empleados de la Asamblea intentan defenderse inútilmente.  Siete de ellos son lesionados. Los periodistas no llevan menos. Apostados allí, sin moverse para el registro en primera fila –los camarógrafos y reporteros gráficos parecen estatuas, corajudos-, también llevan lo suyo. A una reportera le propinan con un tubo un golpe atroz en la muñeca para que suelte el celular, parte del botín. Corre la voz de que a otra también la acaban de atacar para que se deshaga de su micrófono, el que aprieta con sus dos manos como si fuera una boya. En realidad cree a pies juntillas que es su salvoconducto, la herramienta para decir la verdad en la que se dignifica y libra por todos. “Dáselo”, le aconseja el compañero de equipo. Es historia, no es cuento, como dirá Quintero en su micro radial: Qué valientes los que resisten. Y qué valientes los colegas. Con cascos y petos antibalas, preparados para lo que viene con el paquete noticioso, el albur diario de balas, se quedan aun cuando los del llamado colectivo La Ceiba les ofrecen salvoconducto. Permanecen hasta el final, para que quede constancia del movimiento, de las caras, de las fauces. Osmary Hernández debe temer con el logo de CNN que detestan indistintamente Maduro y Trump. La hermosa fuente, no de información, se mantiene indemne escupiendo curvos buches de agua en medio del jaleo.
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“A partir de la declaración de la independencia, se transformó para siempre la historia. No fuimos más súbditos, sino ciudadanos libres. A partir de esa resolución quedaba el Estado en libertad para decidir su destino. La base de legitimidad pasó al pueblo. Quienes refrendaron esa primera Constitución, lo hicieron con la legitimidad que el propio pueblo les entregó. Mi reconocimiento absoluto a todos los venezolanos que han contribuido a que 206 años después se mantenga la República”, conquista aplausos en el hemiciclo, de bote en bote, Inés Quintero.
Faltan pocos minutos para que sea menester cambiarnos el switche, pasar de la reflexión a la corredera, a entrar en ese trance aturdido impelidos por la violencia en los talones a salir al balcón, luego por el piso de más arriba, y por entre oficinas cuyas puertas se abren y cierran de sopetón. Alguien sugiere en el sinsentido guarecerse en un espacio que supone buena concha, al fondo de un pasillo. La puerta está cerrada y la rompe a patadas. “Después se arregla, yo me hago responsable”.
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También hace referencia en su discurso al recurrente desfile militar, ese pavoneo innecesario que se incorporó a la celebración del 5 de julio tras el derrocamiento de Rómulo Gallegos. “Ya va siendo hora de eliminarlo y comenzar a pensar en convertir la fecha en una gran fiesta ciudadana que espero el próximo año podamos celebrar”, provoca vítores Inés Quintero. Los gritos acechan. Otra bala acaba de rozar el afinado oído del trombonista de la banda musical del estado Miranda, invitado a tocar este 5 de julio piezas que suenan marciales, himnos y con lejanas sonoridades al género de salón. “No me dio tiempo a nada, se me encimaron, menos mal que no me pasó nada ni a mí ni al trombón”. Sonríe a la pregunta de por qué no se defendió con su instrumento. “Nooo, el trombón cuesta tres millones de bolívares, mi señora”.
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El baño de damas es una opción que en la desesperación queda descartada, quién sabe por qué; luego nos enteramos de que un cuarteto de mujeres que intentaron escabullirse de los malandros allí fueron atacadas y golpeadas, inspirados en el mismo objetivo político: los celulares. Parece que se llevan cuando menos 15. Por fin nos detenemos en lo que será una segura covacha. Así lo parece, aunque en una silla está guindada la camisa ensangrentada de Luis Heredia, del canal virtual del Parlamento, Capitolio TV. Dijo que lo amenazaron con un puñal pero otro se adelantó y le dio con un tubo. Tubazo, sonríe. En periodismo significa decirlo antes.
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Adriana D’ Elía corregiría después el apelativo. Que no, que no podemos llamarlos colectivos, porque no se reúnen para construir nada, que ellos son mercenarios, paramilitares, violentos pagados; con dinero sin duda. Esa tarde, cuando menos, serían bien servidos con refrigerios. En moto llegaría a la hora de la merienda un generoso mandadero que viene con cajitas felices mientras, ya afuera, cuando las puertas que por fin han sido cerradas, gritan a bocajarro en coro brutal, carrasposo, pedregoso, consignas que son hojillas: ¡asesinos! ¡terroristas! ¡las calles son del pueblo! o ¡Chacao está cagao!
Chacao no es un cacique valiente, tienen entre ceja y ceja que el nombre alude a clasismo, al buen vivir sin mirar a quien, al lacayo del imperio en cuya cabeza, como diría Chaderton, pasa sin problemas una bala porque es hueca. Chacao tiene la culpa de los males económicos, es sinónimo en el inconsciente colectivo o el colectivo inconsciente que desde allí controlan los ricos el país –no parecen estar al tanto de que los ricos son los del gobierno- y acaparan la comida, como dijo en su video Cabezaemango, adalid de los facinerosos. Quién sabe qué había en esos emparedados, algo  para la inflamación –de las venas-, que les subió la adrenalina.
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Son como cien los que entra con puerta franca, con la anuencia de la guardia por la puerta Este de Palacio. Tareck El Aissami lo había sugerido temprano, en visita protocolar al Salón Elíptico. La tradición es que el libro que contiene el acta de la independencia, firmada el 5 de julio de 1811, sea abierto por el Presidente de la República. Como Maduro no va a la Asamblea, tal vez porque el espacio donde están los representantes del pueblo le debe parecer demasiado democrático y plural para su gusto, envió al Vicepresidente que a las 8 y media de la mañana a hacer el gesto. El Aissami, ante las cámaras, invita a todos entonces a hacer presencia para defender la Constituyente que les dará más derechos y les resolverá los problemas de hambre y pobreza causados por la oposición. Es el día en que los ciudadanos visitan con orgullo el hermoso salón con los frescos que registran los momentos cruciales de la guerra. Ay. Entran a hacerla.
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“Desde hace varios años presenciamos una violación flagrante a los derechos republicanos, sin que el gobierno resuelva la crisis”, dice con coraje Inés Quintero en lo que será un discurso planeado para despabilar. También para reivindicar y alentar. “Los estudiantes han sido una presencia constante en la defensa de la vida republicana, así lo expresaron en distintos momentos de nuestra historia”, repasa. Compara. No puedes voltear, el de atrás te presiona a correr más de prisa. Te sientes empujado por una sola certeza, salir de allí. Pero la espera también lo es. Las horas gotean, luego que son echados los pillos, y quedan apostados flanqueando cada puerta y coreando consignas retrecheras, y lanzando morteros y artefactos explosivos ante la mirada de una centena de guardias nacionales que no quieren o se atreven a darles a oler una pizca de gas del bueno, ese que sí ofrecen a los que marchan en otro sentido.
Asombroso. No los dispersan, nadie pide represión solo control, pero no mueven ni una ceja que los perturbe, a los paramilitares. Entre el horror y la dudosa protección solo media una reja. “Dice Diosdado en Twitter que nos tendrá aquí hasta el sábado, pasando hambre”, comenta alguien. “Ellos prometieron quedarse hasta las seis, hacen un plantón en venganza a los de la oposición, pero un plantón violento, claro”, añade otro.
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“El proceso Constituyente que adelanta el gobierno no es sino un atentado más a la tradición republicana y a la voluntad del pueblo”, consigna Inés Quintero. “Esta vez ha sido uno de los ataques más feroces”, cree Delsa Solórzano en el entreacto de seis horas, ese tiempo espeso, gelatinoso, de rumores, de tensa calma –si es calma oír el coro desafinado de odio que no cesa y es a todo pulmón-, de espera incierta. ¿Será de veras hasta las 6? ¿Y si viene Tareck El Aissami a cerrar el libro y les da paso? ¿No hizo eso Jorge Rodríguez? “Creo que ya hicieron lo que querían, y ya Maduro dijo que condenaba la confusa situación que involucra a la oposición… como sea, creo que querrán deslindarse, en apariencia, hacer ver que no tienen que ver”, suponen los diputados. Otros proponen reunir sillas tras las puertas. Delsa Solórzano, de collarín por el ataque que le propinaron el 27 de junio, con el dolor de espalda que le producen las vértebras que aún se sueldan, producto de la golpiza de octubre, herida y con temple, no se queja ni un momento. “Me golpean y más marcho, me quieren robar el país y pienso en los ojos de mi hijo”.
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Esto es un hospital, todos tenemos magulladuras, Freddy Guevara tiene 20 puntos en la pierna, por ejemplo. Los que la pasaron peor fueron Américo De Grazia y Armando Armas, menos mal que pudieron salir en ambulancia. El segundo dirá después: “Qué son unos coñazos cuando han muerto 91 jóvenes, seguiremos en la defensa de Venezuela”. Rota la cabeza, pero en su sitio, sangre suya estaba en las paredes del Congreso, una huella dolorosa, increíble, pasmosa. “Con la misma convicción y determinación de los que nos antecedieron, debemos luchar por conservar la República”, cierra Inés Quintero. Aplausos.
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Llegué a casa por fin, con ganas de contar y a la vez absolutamente consternada, fueron horas de tensión infinitas las vividas esta larga tarde en la Asamblea Nacional, gracias a Dios pude guarecerme -pudimos la cineasta María Inés Calderón y yo-, avanzando con el corazón en la boca desde palco de prensa por unos pasillos y escondrijos. Ver las paredes de los pasillos llenas de sangre, te desalienta, te descoloca, aun 18 años después. Por fin, pasadas las 6, pudimos salir los más de 350 secuestrados de los paramilitares en un túnel humano que hicieron los uniformados de la GNB, todo el rato anterior apenas plantados en la puerta pero sin hacer nada, nada para impedir la irrupción de los malandros ni luego para dispersarlos u obligarlos a retirarse; no digo reprimirlos. Dolida en el alma y en los oídos por oír tanto grito de odio. Fue complicadísimo por fin salir entre botellazos y el sonido atronador de los morteros y los gritos y chiflas, sentí que escapaba, que era humillada por nada. Quiero pensar en esto. En que el odio es como el polvo Royal.
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