Opinión

Cuando Capriles le mentó la madre a Maduro

El pasado 20 de mayo, en el marco de una de las manifestaciones más concurridas de la historia de Venezuela, Capriles llamó a Maduro “coño de madre” en más de una ocasión. El error de algunos observadores, al analizar este episodio, es partir de que los insultos van “de un bando a otro”, y que con eso se igualan. Nada más falso

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En una entrevista que le hice al escritor colombiano Álvaro Mutis, en Caracas, hace casi veinte años, este explicó que era poco dado a poner tacos (malas palabras) en boca de sus personajes porque, si bien uno que otro son eficientes, su uso excesivo podía más bien restar expresividad y, sin duda, evidenciaba escaso léxico en el autor, que no encuentra otra manera para dar cuenta de la ira, la sorpresa o la tensión en una escena.
Siempre estuve de acuerdo con esto, y lo tomé como valioso consejo a seguir. A la luz de esta afirmación del maestro Mutis, también las groserías dichas en el ámbito público me ha parecido siempre indicio de carencia de otros recursos; y si es encumbrado el vocero que apela a ellas, lo percibo como un abuso a las audiencias y franco ataque al castellano de Venezuela.
Claro que en las dos décadas transcurridas desde la conversación con Álvaro Mutis estas cosas han cambiado. Los tacos se han desemantizado: ya no tienen la misma potencia de antes y su empleo ha rebasado el espacio de la pugnacidad para hacerse cotidiano e inofensivo. Por ejemplo, en aquellos días, los jóvenes no se apelaban diciéndose “marico” ni “mamagüevo”, como se ha hecho habitual entre nosotros (y como ha quedado registrado en los numerosos audios relacionados con las protestas, que circulan en las redes sociales). Las malas palabras se han ido colando en los medios de comunicación (en los países democráticos, porque en las dictaduras solo los jerarcas pueden usarlos sin consecuencias), en las aulas, en las canciones (ya no digamos, en el reguetón), en las conversaciones de las damas… y en la tribuna política.
Frases obscenas, interjecciones de alto calibre, son intercambiadas sin el impacto que tenían hace unas pocas décadas porque los interlocutores comparten no solo el campo semántico (le llevan el pulso al improperio y saben que no apunta a dañar al otro sino, por el contrario, a asentar un área de identidad común), sino la correlación de fuerzas: ninguno le lleva ventaja al otro; por tanto, ninguno se impone con lanza verbal sobre el otro. Este es, precisamente, el equilibrio que se rompe cuando el taco es proferido desde el poder. Mucho más, cuando ese poder es omnímodo y carece de límites, leyes y contrapeso.
Por eso, no es equiparable la entidad de los insultos que Nicolás Maduro les arroja a los dirigentes de la Unidad Democrática, a periodistas, empresarios y a conmilitones suyos que se atreven a cuestionarlo, con las respuestas injuriosas con que estos le replican.
Está claro que el lenguaje es una conducta. Los actos de habla son acciones. Y en el caso de los jerarcas chavistas, las iniciativas verbales se corresponden con las agresiones que prodigan entre sus oponentes. En unos y otros, las groserías son vehículo de rechazo, de mutua censura, de burla y de amenazas más o menos veladas (el régimen amenaza con el inmenso daño que puede hacer en el presente y la oposición, con la justicia a la que podrán apelar en el futuro; de ahí la constante advertencia de que los crímenes de lesa humanidad no prescriben y que no tendrán dónde esconderse del largo brazo de la ley). Pero Maduro, Diosdado Cabello, Jorge Rodríguez, Tareck El Aissami, Padrino López y Reverol, además de injuriar, confiscan, encarcelan, torturan, usan los medios de comunicación públicos para difamar, anulan pasaportes, prohíben a aerolíneas prestar servicio al adversario, espían, secuestran, intimidan… en fin, pueden hacer lo que les dé la gana sin enfrentar la menor consecuencia… mientras estén en el poder.
No hay la menor equivalencia entre el hecho de que Maduro, en cadena nacional, aluda al gobernador de Miranda deformando el apellido que le viene de su padre, llamándolo “capriloca” y sugiriendo que el líder opositor es homosexual (probablemente, lo peor que puede decirse de un hombre caribeño, máxime en un medio tan machista como el prescrito por una dictadura militar), con la respuesta de este diciéndole “coño de madre” al dictador. La eventualidad de que los insultos que pasan por la madre son los más hirientes no cambia la cuestión.
El pasado 20 de mayo, en el marco de una de las manifestaciones más concurridas de la historia de Venezuela –lo que ya es mucho decir-, Capriles, desde el estrado, llamó a Maduro “coño de madre” en más de una ocasión. Habían transcurrido unas semanas de haber sido inhabilitado políticamente y unas horas de habérsele impedido un viaje al exterior (para consignar, ante Naciones Unidas, las pruebas de las violaciones a los derechos humanos perpetrados por el régimen).

En los últimos meses, Capriles ha estado cruzando un desierto. Enfrentado día y noche a una tiranía sin escrúpulos ni cortapisas éticas, incomprendido muchas veces por las masas opositoras y blanco de los ataques de individualidades persuadidas de que con eso favorecen a otros líderes de la coalición unitaria. No hay gesto suyo, público o privado que no esté bajo la lupa de la policía política y los laboratorios perversos del G-2 cubano. Ha estado en prisión y vive en la amenaza de volver a ella. Está asediado por francotiradores de calumnias, así como de bombas lacrimógenas. Más que flaco, está enteco, chupado, y con evidentes signos de cansancio.
Desde esa condición le gritó, en el distribuidor Los Ruices, en la autopista Francisco Fajardo, al todopoderoso, rollizo y siempre protegido por concéntrico anillos de seguridad, Nicolás Maduro: “Cuántos venezolanos hoy comen de la basura, pero aquí el único que engorda es el coño de madre de Miraflores”. Y, al pedir a los manifestantes que no agredieran a los periodistas (blanco de injustos atropellos, porque los medios no siempre sacan al aire sus reportes de las actividades opositores), Capriles los conminó a deponer esa actitud. “El adversario nuestro es el coño de madre que está en Miraflores. No los periodistas”, bramó.
También lo llamó “bandido”, “asesino” y cabecilla de un “narcogobierno”, pero a este, y a algunos analistas, lo que les molestó fue el taco. Al Gobierno, porque los cargos de asesino y narco no parecen resultarles lesivos. Son, da la impresión, galones que vienen con la condición de revolucionarios: las leyes son un fastidio, vainas de jeva, mañas de hijitos de papá. Pero lo de coño de madre sí lo indignó. Tenía demasiada resonancia coral. Era lo que muchos, millones, quisieran decirle, ya que no pueden aliviar su indignación mediante el voto ni a través de ningún canal institucional.
El error de algunos observadores, al analizar este episodio, es partir de que los insultos van “de un bando a otro”, y que con eso se igualan. Nada más falso. Mientras no haya simetría de poder; mientras uno oprima al otro con la sevicia que exhibe el chavismo; mientras un dictador use las herramientas del Estado, las leyes y las armas de la república para avasallar a quien se le opone, no puede hablarse de “bando y bando”.
Lo que hay es un tirano y una oposición brutalmente reprimida. Aquí, terrorismo de Estado. Allá, una oposición desarmada que ha decidido sacar al dictador con el esfuerzo ciudadano. Es una rebelión social contra una dictadura violadora de derechos humanos. Es el grito de un hombre, que inmediatamente fue coreado por masas sin micrófonos, contra los tanques que aplastan las cabezas de los bachilleres. No hay comparación.]]>

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