Crónica

Diario de Irma, huracán con más bulla que cabuya en Miami

No era un juego, ni de carritos ni de niños. La amenaza de Irma, el huracán considerado como el más destructivo que atravesó la cuenca del Caribe en los últimos 50 años, era para tomársela muy en serio. Sin embargo, entre la exageración, los traumas y lo impredecible de la naturaleza, el paso de la tormenta terminó siendo más leve de lo esperado, aunque muy peligrosa

Texto: Pablo A. García Escorihuela (Miami) | Portada: AFP | Fotografías en el texto: AFP, AP
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El Centro Nacional de Huracanes de los Estados Unidos realizó en 1969 un estudio que le permitió tener una media de cuantos fenómenos climatológicos se formaban durante la temporada más activa en las costas del Atlántico y el Caribe, que va de junio a octubre de cada año. El promedio oscila entre 20 y 26 tormentas, sin considerar su tamaño.

Hace 25 años, la primera del año dejó en shock a toda Florida. Andrew fue un huracán de categoría cuatro que devastó buena parte del sur del “Estado del Sol” en agosto de 1993, y que produjo una cicatriz profunda, imborrable para quienes lo vivieron. “Yo todavía me acuerdo y me erizo”, comenta Jacqueline Martínez, una puertorriqueña de 53 años de edad, quien trabaja como vendedora de losas de porcelana y artículos de construcción. “Mi casa gracias a Dios se salvó, pero me quedé sin la mitad del techo. En Homestead, justo donde pegó con más fuerza el huracán, 25 town houses parecían una pila de fichas de dominó caídas una encima de la otra. No quedó nada. De hecho, ahí se instalaron las carpas de la Cruz Roja, para ayudar a los damnificados. Fue un golpe terrible para todos, en lo moral, en lo económico y lo social”, recuerda.

Como ella, todos aquellos que habitaban esta porción de terreno de Estados Unidos, tienen algún cuento sobre lo terrible de aquel huracán. Es por esto que el solo anuncio de Irma como un evento de categoría 5 (el número más alto de la escala Saffir-Simpson, que califica la peligrosidad de las tormentas según la velocidad de sus vientos), le helaba la sangre a cualquiera. Un huracán monstruoso de soplos que superaban los 300 kilómetros por hora, no era una pera en dulce.

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El presagio era terrible. “Es un súper monstruo, y se está haciendo realidad ante nuestros ojos. No queremos crear alarma, pero hay que tener mucho miedo con lo que esto puede ocasionarnos si llega a impactar a la Florida”, llegó a decir algún analista del Canal 7, Fox News, ampliamente conocido por sus maneras escandalosas de manejar las noticias. Todo esto, además, mezclado con la resaca de las imágenes dolorosas del daño que dejó Harvey a su paso por Texas, Houston, apenas semanas antes. Se auguraban muchos problemas.

Antes de su llegada

Martes 5/9, 12:15 PM. Mi jefe, quien también como la señora Jacqueline había vivido los embates de Andrew “en vivo y directo”, entró en un razonable estado de alerta. “Hoy todos tienen permiso de utilizar un poco más de la hora del almuerzo para ir a recoger lo que necesiten. Agua, alimentos, lo que sea. Gasolina también. Es necesario”. Esto derivó en la primera aventura de la semana. El lunes 4 había sido feriado, día del trabajador, por lo tanto la paranoia aumentó exponencialmente. Ayer todos estaban en la playa, hoy se enteraron que venía un huracán a matarlos. Malas noticias.

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Comenzaron a escasear productos de inmediato. Busqué atún en no menos de cinco lugares, en ninguno encontré. La ironía es que el fin de semana venía de comprar seis latas. Creo que uno termina contagiado de tanto bombardeo de noticias pesimistas. Tampoco conseguí agua. Afortunadamente, había comprado cuatro galones apenas días antes. Estaba “apertrechado”. Me conformé con tomar algunas galletas, papas fritas, barras de proteína, sopa en lata, caraotas y frijoles enlatados, pan y jugo de mango, como para no tener las manos vacías. Ya venía de hacer mercado el fin de semana, así que esto era el refuerzo. Estaba todo bajo control. La cola para pagar fue de una hora. Poner gasolina (un drama adicional, que empeoraría en la medida que avanzó la semana), me tomó 30 minutos más. Llené el tanque. El combustible que había pagado hacía cinco días en 2, 5 dólares el galón, subió de golpe a 2,65. 40 centavos de un solo jalón. Y estamos a martes.

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Miércoles 6/9, 5:45 PM. La hora loca. Es el momento máximo de paranoia absoluta. La gente entra a las ferreterías y las tiendas por departamentos a llevarse cualquier cosa, lo que sea, para tapar las ventanas y las puertas. Algunos llegan a preguntar por losas de piedra o de porcelana que imitan madera, para ponérselas a las puertas. Es el frenesí consumista a la máxima desesperación. Mientras tanto, en lo particular lo tomo con calma. Mi única angustia era saber a dónde iba a ir. Buena parte de mi entorno se iba de la ciudad, despavorido. “Yo no quiero que el huracán me agarre aquí”, decía Andrea, de 23 años, una maracucha joven de rasgos finos aindiados, con un aire a Patricia Velázquez. “Me voy a Orlando con mi novio. ¿Ay, pero y si Irma llega hasta allá? Me voy hasta Atlanta. No sé. Tengo miedo”. Mientras tanto, saltaban a la vista las primeras imágenes de lo que Irma había hecho en Antigua y Barbuda. Esa gorda de dimensiones catastróficas destruyó las islitas, y se enfilaba a Puerto Rico. Había que comenzar a preocuparse.

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Jueves 7/9, 8:45 AM. Ya era inminente. Irma entró en Puerto Rico haciendo desastres. Como el borracho que quiere disimular el paso al llegar a la casa y tumba hasta el último perol de la mesa, el huracán entró con todo. Las proyecciones, además, hablaban de un impacto “definitivo” entre sábado y domingo para Florida. “Será Categoría 4 o 5, y eso es horrible”, aseguraba Francisco, un hondureño que tiene 21 años en Estados Unidos. “Es muy feo si entra así”, completó. Para colmo, la TV no ayudaba a amainar el ambiente, que ya a esas alturas el mensaje era pre apocalíptico. “Ya esta tormenta se adelantó un día, y mañana comenzamos a sentir todo acá en Florida”, dijo un analista en Univisión. A una amiga que vive en Brickell, a orillas de la playa, la evacuaron de su edificio. “Voy en camino a Orlando, y allá veremos”, contó. “Prepárense, ciudadanos, se acabó lo que se daba”, pensé, parafraseando a Rubén Blades. Tenía claro que no me iba a ir de la ciudad. Tengo un perro pug de 3 años, que no aguantaría una pela de 12 horas encerrado en un carro conmigo manejando a la deriva, y además, parecía poco prudente partir sin tener un destino concreto y plata suficiente para resolver el alojamiento (de ambos, porque te clavan un extra por las mascotas) y las comidas. El can y yo campearíamos el temporal en la casa. Estaba decidido.

Mi hermano, ingeniero civil con 23 años viviendo acá (llegó dos después de que pasó Andrés), me dio tranquilidad sobre la determinación. “Por como pinta, se está tirando al oeste. No va a pasar tan fuerte por acá. Ya verás. Además, las construcciones ahora son muy diferentes a las de la época de Andrew. Todas las reglas para la ingeniería civil cambiaron aquí gracias a ese huracán. Si hay un lugar en Estados Unidos preparado para estas contingencias, es Florida”. Ese día terminamos de trabajar más temprano. Limpiamos todo el local, pusimos cobertores de madera en las puertas, tapamos las computadoras con plástico, envolvimos todos los archivos, para que en el caso de una entrada de agua al lugar no hubiese pérdidas materiales que lamentar. A las 5:00 pm ya estaba en casa. Comenzaba la cuenta regresiva.

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Llegó la doña

Viernes 8/9, 6:30 AM. Saco a pasear al perro y la brisa es más de la usual en la mañana. Mucha más. No era desagradable, pero nada comparado con lo que vendría después. Cociné un kilo de pasta con cuatro chuletas de cochino, hechos con premeditación y alevosía para que aguanten, al menos, cuatro días. Ya habían advertido que durante las tormentas se va la luz, así que con una cocina eléctrica en casa, había que poner todo en el asador. Así se hizo.

El huracán llegaba a Cuba, y se ralentizaba. Venían horas cruciales. A las 10:00 PM comenzó a intensificarse la brisa. Ya no era un viento suave. Resonaba contra la ventana. Estaba llegando Irma.

Sábado 9/9, 3:45 PM. Ya me comí mi plato de pasta del día. El perro su ración de comida. El plan sigue de acuerdo a lo establecido. Botanas para ciertas horas. Agua en botellas para otras. Pasé todo el día chequeando fútbol en internet y monitoreando la tormenta vía TV. Irma está aquí, es bulliciosa y trajo lluvia. Una doña ordinaria y aguada. Comenzó a estremecer los árboles del complejo de apartamentos, y hay algunas ramas que empiezan a desprenderse. Siento que debería mover mi carro de donde está, pero no lo haré. La recomendación es no salir mientras esto está andando. En la noche se intensificó todo. El perro está tranquilo y sedado, yo, necesito una cerveza. No la tomo. Debo estar pilas. Hay cinco alertas de tornado consecutivas entre las 5 y las 9 de la noche. A esconderse en un cuarto sin ventanas. Al clóset. No pasó nada. Sales. Vuelves a entrar. Salir y entrar al armario, un ejercicio que en otro contexto sería un chinazo y una mamadera de gallo, es una acción para resguardar la vida.

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Domingo 10/9, 11:48 AM. Se oye cómo afuera se está cayendo el mundo. Sonó un estruendo, era un pedazo de árbol, caía justo al lado del carro. No sé si lo tocó. El lunes veré. Estas son las horas más duras. Era la misma tranquilidad que tenía Frederike Kramer, una holandesa que vive en Surfside, a seis cuadras de la playa, con sus dos hijos y su esposo. Fue evacuada el sábado ante la llegada del huracán, pero a esa hora estaba más en calma. “Durante la semana si sentía que me iba a morir. Era perder la casa de 20 años. El panorama era muy feo. Afortunadamente estamos a buen resguardo y sin problemas. Y sé que el martes volveremos a casa”, contó.

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A las 11:48 AM se fue la luz y perdí contacto con todo el mundo. La angustia de estar incomunicado es peor que la del huracán en sí mismo. La tormenta era solo viento fuerte y mucha lluvia. Si estás bajo techo estás a salvo. La calma que uno tenía no se la podía proyectar a quienes enviaban textos a ver si aún estabas vivo o si te había aplastado la casa como si estuvieses en Barbuda. Era el momento de leer, y dormir. Si hubiese estado acompañado, era el momento de retozar. No por nada el índice de natalicios en abril de 1994 superó la media particular. “Son los hijos de Andrew. Sin luz, con lluvia, alguien se toma dos traguitos, la gente se pone tremenda”, contaba Jackie, la puertorriqueña, sobre una estadística que salió en aquel entonces para explicar lo que ocurrió tras la tormenta.

“Irma no está, Irma se fue”

Lunes 11/9. Mientras en  Nueva York conmemoraban el decimoséptimo aniversario del ataque terrorista a las Torres Gemelas del World Trade Center, Florida amanecía con un sol radiante y un montón de árboles caídos. En la casa, la energía eléctrica regresó poco después de las 5:40 de la tarde. Fueron 30 horas sin luz. Incomunicado.

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Irma se había desgastado en Cuba. Entró con todo a la isla a donde el gobierno cubano sólo ha querido reconocer diez fallecidos. Por Florida pasó como un huracán tipo 3,  hasta llegar a Tampa como una tormenta tropical (tipo 1), antes de difuminarse en la noche de este día, cerca de Jacksonville. Dejó a su paso diez muertos, todos asociados a prácticas poco responsables en el manejo de las situaciones de crisis.

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El Leviatán apocalíptico que se preveía que sería para Florida no fue tal cosa. Golpeó duro, sí. Los vientos mostraron su furia, grúas de construcción cayeron, el mar le ganó al asfalto. Pero no se vivió el impacto que sufrieron los Cayos, por ejemplo. En Cuba, Antigua o Barbuda, la tormenta fue terrible y demoledora. La paranoia que desató en Miami fue de locos. A muchos los puso a decidir entre quedarse en un sitio o irse a otro lugar, siendo emigrantes después de emigrar, con el desarraigo de dejar sus pocas cosas a la deriva, sin saber si al regresar se las llevó el agua o estarán ahí.

La crisis también sacó la cara más amable del habitante de esta zona.  Ver a tanta gente de tantas nacionalidades distintas trabajando unidos era conmovedor, a personas ofreciendo ayuda para otros de manera desinteresada (un vecino no tenía comida y le ofrecí dos latas de atún, luego él me ayudó a quitar las ramas alrededor de mi carro que, afortunadamente, estaba intacto). Todo termina recordando que al final, la naturaleza no es juego, ni es un cuento de tontos, aunque se magnifique y se sobredimensione de vez en cuando.

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