Ambiente

El Ávila sufre otra tragedia en Vargas

Ni un decreto que lo certifica como Parque Nacional, ni ser considerado zona protegida por el Estado, evita que El Ávila caiga postrado ante la miseria y la desidia. Invasiones por doquier y hasta un vertedero de basura son el rostro del Waraira Repano frente al mar de Vargas

Fotografías: Daniela Mejía | Mapa: Andrea Tosta
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En el sector 4 del Barrio Aeropuerto, 12 familias viven en ranchos construidos a partir de tablas de madera y latón. Sus propietarios han erigido estas precarias casitas más arriba de los 120 metros sobre el nivel del mar (msnm), cota de la montaña que ya pertenece al extremo oeste del Parque Nacional El Ávila en Vargas. Algunos de los moradores no se han enterado que ocupan un territorio bajo régimen de protección. Otros simplemente no le dan importancia.

Belitze Farías, de 16 años de edad, ya es madre. Junto a Yunior José, de 19 años, es la dueña de uno de los nuevos habitáculos de pobreza. Con su bebé de meses en brazos, la mujer explica que allí encontraron techo propio y privacidad. Antes, compartían una habitación de una precaria vivienda cercana con siete personas más: la mamá de ella, dos sobrinas, dos hermanos y el marido de su hermana recién fallecida de cáncer. Todos pobladores del Parque Nacional. Ilegalidad en familia.

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Yunior José sabe que está prohibido construir en el lugar y, más aún, hacerlo más arriba en el mismo cerro. Así se lo advirtieron los funcionarios de Inparques durante una visita reciente. Pero la necesidad puede más.

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Y no está solo. Daniel Lugo se resguarda de la intemperie con las tablas de madera azules que sostienen su inmueble, si puede llamarse así la «casita» que lo alberga junto a su esposa y dos hijas. Desde hace un año que llegó, paga alquiler a la dueña de la bienhechuría, aunque el terreno sea del Estado, como supo hace poco cuando se enteró que formalmente es un invasor del Ávila. Pero él sigue pagando el arrendamiento porque «ella puso los materiales» que le dan refugio a su familia.

Daniel y Belitze esperan lo mismo: que el gobierno les otorguen casa. Ninguno quiere vivir un desagradable desalojo a la fuerza sino un traslado a una vivienda digna. Por ahora esperan y viven, con temor a una arremetida de la Guardia Nacional pero con otras prioridades: conseguir agua y evitar que algún alacrán pique a los pequeños. «Me ha tocado matar dos culebras aquí. Yo rocío gasoil todas las noches antes de dormir para que no llegen los bichos», explica Daniel recordando que a una de sus niñas la picó un alacrán, no venenoso.

Ausentes los servicios públicos, los moradores de la montaña han activado procedimientos para hacerse de agua. La recolectan en el punto más cercano, un grifo solitario en plena Avenida Aeropuerto, varios metros más abajo en la empinada. Un recorrido largo y accidentado los separa de la boca de la tubería que puede pasar semanas desértica. Hay sed de agua, y hambre de justicia.

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Pero obtener una vivienda por parte del Estado no garantiza ni mayor legalidad ni mejores condiciones de vida. De hecho, en esa misma terraza 4 donde Belitze y Daniel sobreviven hay seis casas construidas, formalmente, por el Instituto Regional de la Vivienda (Ivivar) del estado Vargas, violando los límites del Waraira Repano y consolidando una invasión que empezó hace 18 años. Antonio Amundaray, vocero del Consejo Comunal del sector, explica que las construcciones fueron entregadas a quienes habitaban ranchos desde hace casi dos décadas en la misma cota. Ni la construcción, ni su entrega estuvo supervisada por el Instituto Nacional de Parques (Inparques).

Manos atadas

Roberto García es guardaparque en El Ávila, trabajador del Instituto Nacional de Parques (Inparques). Desde hace tres años peregrina las faldas ilegalmente urbanizadas del cerro «protegido». Camina y trota la “zona que va de Maiquetía hasta La Guaira”. Antes, dice, nadie se había adentrado en estos parajes rurales. En los barrios lo conocen como “el tipo que nos viene a sacar” porque su trabajo consiste en franquear empinados montículos, sortear las escarpaduras de la montaña, para citar a los habitantes a audiencias con Inparques.

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Durante esos encuentros, les explica cuáles serán las consecuencias de su permanencia y qué procedimientos deben seguir para no quedarse sin vivienda. Pero si los invasores no reculan y los procesos citatorios llegan a su conclusión, García acompaña a la Guardia Nacional para tumbar los ranchos. Una tarea incómoda, tanto como inútil. Tan solo un mes después de un operativo ya pueden haber germinado cinco nuevas «casitas» en el sector 4 del Barrio Aeropuerto. La proliferación de miseria no para.

Sin capacidad de detener las invasiones o de ejercer actividades de reforestación y gestión ambiental, el guardaparque critica que su tarea se reduce a la de mero vigilante. Además, según denuncia el Sindicato de Trabajadores de Inparques, el instituto ha desprovisto a los guardaparques de insumos para su trabajo, entre otras deficiencias.

Edgar Yerena, experto en áreas protegidas y antiguo jefe de Planificación de Inparques, señala que no existe la “solidez institucional para hacer frente a los intentos de invasión”. Apunta que El Ávila ha sido víctima de invasiones desde el mismo día que fue decretado Parque Nacional, pero que además siempre ha existido un “tira y encoge” entre las autoridades quienes han dejado ver una “falta de fortaleza de parte del instituto”.

Yerena acusa que las invasiones se incrementan cerca de los períodos electorales, pero que en los últimos 16 años se han hecho más recurrentes, y permanentes. “Existe una consciencia de que Inparques no actúa, en general”, apunta como una de las causas: la impunidad.

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Mapa del desastre

La vertiente norte del Waraira Repano sufre de ocupaciones ilegales de dos tipos, rurales y urbanas. Las primeras son ejecutadas por quienes buscan cobijo y, eventualmente, hasta desarrollan conucos para su consumo propio y para el comercio, alterando las condiciones de los suelos. Este tipo de invasiones se presentan hacia el lado de La Sabana y Caruao, hacia el Este del Vargas. El otro tipo es el urbano, como el que se presenta en el Barrio Aeropuerto. Según García, donde más se registran son Anare, Naiguatá, El Tigrillo, Camurí Grande y el barrio Montesano.

El ex jefe de Planificación de Inparques asegura que estas son “zonas de una altísima fragilidad y vulnerabilidad, con riesgos biológicos tremendos”. Sin embargo, sostiene que el deterioro del Parque Nacional no es peor porque la superficie de los terrenos y las pendientes dificultan las construcciones.

Por si fuera poco, dentro de los linderos de El Ávila en Vargas se ubica el relleno sanitario de Santa Eduvigis -bautizado como el barrio que se formó en una invasión-, fácilmente ubicable al seguir el rastro de los zamuros que vuelan en espiral sobre el vertedero.

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Mario Gabaldón, presidente de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales y antiguo presidente de Inparques, indica que este basurero se ubica en área protegida desde 1990 y está sometido a un decreto de Área de Recuperación y Saneamiento Ambiental del Parque Nacional El Avila. “El área correspondiente a ese decreto estaba bajo la acción directa del Ministerio del Ambiente, quien elaboró el Plan pero no lo instrumentó y le quitó la jurisdicción para la acción a Inparques”.

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En el sitio, se confinaban los desechos, se compactaban y se enterraban. Pero ninguna de esas tareas se están cumpliendo pues la maquinaria está averiada. La basura se exhibe al aire libre, expuesta al sol, lanzando su hedor al ambiente y contaminando suelos. Además, el impacto del sol sobre los desechos de vidrio ha causado incendios que han dañado la capa vegetal del Parque Nacional. El Ávila no tiene respiro.

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