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El dólar negro es la verdadera tinta de los tatuajes

Los dibujos en la piel están condenados al mercado negro para hacerse de tintas, agujas y máquinas que permitan el delineado sobre las epidermis. El tatuaje con el símbolo de infinito que muchos piden dejar pintado en su carne, parece identificar más el ascenso de los precios que las ganas de los tatuadores por ser considerados como verdaderos artistas

Fotografía: Alejandro Cremades
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A diferencia de supermercados o farmacias, las tiendas de tatuajes en la capital están exentas de colas, mas no de clientes. No falta quien desea grabarse en su piel el nombre de su madre, ni el que prefiere un diseño propio por el resto de sus días, marca indeleble. Todo se vale entre la máquina, la aguja y la piel. Las letras siguen siendo las favoritas de quienes se tatúan, concuerdan los expertos en este arte. “Tampoco faltan el bendito infinito, la palomita y la plumita”, dice Juan González, quien lleva plasmándolos desde hace nueve años, viendo cómo sangre, sudor y lágrimas valen el diseño con el que sus consumidores salen satisfechos. La variedad de peticiones se ajusta a las capacidades del tatuador y viceversa, pues no son pocas las veces que el artista propone y el cliente dispone.

“A pesar de la situación económica, nuestro arte se sigue comprando. Hay que tener claro que eso es lo que vendemos: arte”, asevera un empleado que trabaja en una de las varias tiendas del ramo del Centro Comercial Plaza Las Américas. Mientras se ufana de sus obras, guarda para sí su nombre y el de la tienda donde dibuja epidermis. Su acento foráneo delata desconfianza. “Están desde los que se hacen uno por primera vez hasta los clientes fijos que guardan sus reales para hacérselos o retocárselos. Hay de todo”, dice más suelto su compañero del mismo estudio, que tampoco suelta ni su apodo.

Como aquel hombre moreno de dreadlocks y el caucásico de crecida barba, son muchos los profesionales en el área que escogen el anonimato para hablar de su trabajo, aunque estos establecimientos no estén penados por las leyes venezolanas. Tan herméticos como las esterilizadoras que utilizan, conocer las problemáticas económicas que enfrentan no es tarea sencilla. Tal es el caso del personal de Mithos Tattoo, en el Centro Comercial Sabana Grande, que no se siente “en el puesto” de argumentar sobre la afluencia de clientes o el incremento en sus precios, aunque no sean recién llegados.

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Si bien no lo cuentan todo, no es secreto para nadie que el Banco Central de Venezuela no considera esta tendencia artística digna de dólares preferenciales. Los insumos necesarios para pintar sobre la piel tampoco son made in Venezuela, el país con una de las mayores crisis de abastecimiento en Latinoamérica. Sin el chivo y sin el mecate, quienes se dedican a adornar cuerpos desembolsan miles de bolívares para pagar tintas tan negras como los dólares con los que se importaron.

Ángel Gómez, quien zigzaguea entre los estudios y los tatuajes en Mansion Tattoo de Los Chaguaramos, explica que quienes compran en tierra patria lo hacen a distribuidores: “Una tinta de una onza costaba en enero como 2.500 bolívares, ahora está en siete y 7.500. Igual pasa con las agujas, la caja estaba en 1.500 y ahora está por los cuatro mil”, dice Gómez, quien arguye que la misma tendencia se dibuja en la mayoría de los artículos. Según el joven tatuador, el precio mínimo en un estudio por un pequeño trazo indeleble ronda entre los 3.500 y 6 mil bolívares, mientras hace un año se cotizaban en mil y 1.500. Los precios pican y se extienden a medida que el grabado abarca más partes del cuerpo o requiere mayor dedicación por su complejidad.

Otros establecimientos, como Clinic Tattoo en el Centro Comercial San Ignacio, dependen de distribuidores que abastecen su arsenal de insumos. Los tatuadores concuerdan en que desde las tintas hasta las piezas de sus máquinas provienen mayoritariamente de Estados Unidos. En aquella tienda de Chacao, una sesión de 4 a 5 horas oscila entre los 30 y 40 mil bolívares. González, de la tienda Soul Tatto en el Centro Comercial City Market, explica que por el alza de las «lechugas» -o los  «Obamas»- y la inflación galopante “la parte de costo y ganancia cada vez se nos hace más pequeña. No estamos ganando lo que deberíamos”. Recuerda con exactitud que hace casi una década, cuando entró en el negocio, una pieza pequeña costaba 80 bolívares. Actualmente, los apenas 7.421,67 bolívares de sueldo mínimo alcanzarían para uno igual, “hoy está en siete mil, hoy”, recalca. “Si nos vamos a principios de año, creo que estaban entre mil y 1.500”, declara. Para el anónimo rastafari del Centro Comercial Plaza Las Américas, los precios dependían, dependen y dependerán del trabajo y el artista, previamente referido en la mayoría de los casos, que oscilan “entre tres y siete mil, los chiquitos. De resto es por sesiones”, dice luego de tres años de recuerdos imborrables.

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A pesar de que la mayoría de los insumos escapa de la escasez venezolana, los profesionales no escapan del peregrinar criollo y acuden a supermercados y farmacias en búsqueda de productos como guantes de nitrilo y látex, toallines, papel parafinado, jabón antiséptico y cremas cicatrizantes. “Los guantes varían de precio. En las tiendas pueden costar entre tres y cuatro mil y en las farmacias están aproximadamente en 1.500 bolívares. Sale mejor comprarlos allí o por bultos”, dice Gómez, quien admite que el toallin, utilizado para limpiar la piel mientras se impregna el cuerpo de color, “está un poco difícil de conseguir”.

Lo cierto es que este nicho no se ve severamente afectado por una de las nuevas formas del quehacer económico nacional: el bachaqueo. “Acá no hay porque nadie va a comprar agujas para revenderlas en la calle. Los insumos de este tipo son muy pocos porque no todo el mundo es tatuador”, explica González. Salvado por la campana, el mundo del tatuaje se mantiene vivo como los colores que plasma en pieles de distintas razas, sexos y edades, siempre y cuando haya un control cambiario al que burlar.

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