Dossier

El fin del ciclo chavista

La revolución bolivariana nació como una promesa de transformación de la sociedad venezolana. Hoy ya no es más que un derruido cuartel. El hambre, la falta de futuro y la profunda crisis cambiaron la percepción de las mayorías. Hasta el más menesteroso empezó a tomar consciencia de la necesidad de participar para no vivir eternamente al borde de la muerte prematura, la indigencia y la penuria

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¿Estamos llegando al final de un ciclo histórico, a la consumación y término del proceso de regresión bolivariana? ¿Renacerá la República? ¿Es posible hablar de ciclos en la historia política de las naciones como se habla de ciclos en finanzas y en economía? En aquellos nefandos días pre-electorales de 1998, en medio de la crisis económica que sacudía al país, con un petróleo que había descendido abruptamente a menos de $15 el barril, algunas voces adecas, que se daban ya por vencidas en las elecciones de diciembre, repetían que era preferible que Hugo Chávez tomara el poder porque la situación empeoraría de tal manera que su desgaste sería inevitable y la apocalíptica crisis les tendería una hermosa alfombra roja para el retorno triunfante de Acción Democrática al poder. Nadie pudo prever que el ciclo en los precios de las materias primas se revertiría sin preaviso y que vendrían décadas de vacas gordas para el despilfarro, el saqueo y la compra burda y descarada de las consciencias de grandes masas de venezolanos.
Luis Herrera Campins, por el contrario, con su habla característicamente vernácula, lanzó aquel premonitorio dicho popular: “Señores, a comprar alpargatas que aquí lo que viene es joropo”. Yo era de los que creía que el joropo no podía durar mucho. Por mi entrenamiento profesional, tiendo a ver a través de la máscara y pensé que el antifaz de un personaje tan superficial, falso y vacuo como Hugo Chávez no podía pasar desapercibido por tanta gente, tanto tiempo. Craso error. Por esos días salió publicado en uno de los diarios nacionales, que todavía tenían paginación para largos y profundos artículos, un ensayo de un historiador, cuyo nombre no recuerdo, que se aventuraba a afirmar que los ciclos políticos en Venezuela duraban veinte años en promedio y que ese sería el tiempo que duraría el nuevo ciclo de la revolución bolivariana. Nunca supe cómo el articulista había llegado a tal tiempo estimado. Sin tomar en cuenta su influencia previa durante la dictadura de Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez estuvo 27 años en el poder. Antonio Guzmán Blanco fue Presidente durante tres períodos que sumaron 14 años, y si bien las presidencias efectivas de José Antonio Páez fueron de 12 años, su influencia se prolongó durante gran parte del siglo XIX. En síntesis, no pude deducir el origen de la aleatoria profecía sobre la duración del chavismo, pero la abultada cifra me producía pesadillas y me quedó rondando durante todos estos años en la cabeza.
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Después de casi veinte años sometidos por la revolución bolivariana me he paseado por todo tipo de interpretaciones sobre la docilidad o la bravura del pueblo venezolano. El caso soviético, y el más cercano a nuestro patio, la revolución cubana, me produjeron momentos de pesimismo al observar que sí es posible atar y domesticar por numerosas décadas a los pueblos, convertirlos en seguidores ciegos de panfletarias ideas y en zombis tras la simple supervivencia. Más allá de los mecanismos de propaganda y dependencia, hay oscuras cargas sado masoquistas que actúan en lo más profundo de la psique colectiva. Desplantes personalistas, abusos de poder y rupturas del orden constitucional que en muchas partes del mundo civilizado hubieran producido aguerridas reacciones, protestas o alzamientos, nosotros los dejamos pasar, una y otra vez, con resignación y paz. La represión, la coacción y el miedo sirvieron ciertamente a la consolidación del régimen, pero el logro principal del chavismo fue la implementación de un estado de indefensión y desesperanza aprendida que había destruido la capacidad de reacción y la consciencia cívica. Habíamos caído en una especie de acomodo y acostumbramiento, normalizamos la patología.
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Para el venezolano común, las libertades formales, los derechos, las categorías políticas eran meras abstracciones, y la defensa de los principios constitucionales y legales eran formalismos opacados por la necesidad urgente de sobrevivir, por la urgencia de aprovechar el momento y caer parado. La mayor parte de la población venezolana, personas con heridas profundas y carencias extremas, vive bajo una realidad lacerante y le importa muy poco las luchas por las virtudes democráticas que se fraguan en las calles del este de la ciudad. Para un joven crecido en las guerras intestinas entre bandas de malandros en Gramoven V, el concepto de golpe de Estado es un principio difuso, más aún si viene oculto en una ilegible sentencia de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. Pero, sobre todo, la polarización política como método de control convirtió la lucha por los principios políticos en una pugna de identidades, emociones de pertenencia y proyecciones colectivas, en una fuente insondable de resentimiento donde las categorías políticas perdieron todo sentido.
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El hambre, la falta de futuro, la profunda crisis que vivimos en todos los niveles cambiaron, sin embargo, la percepción de las mayorías. Hasta el más menesteroso empezó a tomar consciencia de la necesidad de participar para no vivir eternamente al borde de la muerte prematura, la indigencia y la penuria. Y, así, en los meses de agosto, septiembre y octubre del año pasado, en el 2016, experimentamos el despertar de una fuerza popular que puso sus esperanzas en el referendo revocatorio. Con líderes pusilánimes y asustadizos, con otros presuntos líderes francamente comprados y cuadrados con el gobierno, el sentimiento de traición que despertó el falso diálogo en el momento en que la sociedad civil había retomado fuerzas para luchar produjo una depresión colectiva que amenazó con acabar con todo el potencial opositor.
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Hoy la imagen de lo que sucede en el país parece nuevamente ser otra. No sólo los excesos del poder han vertido gotas que parecieran haber rebosado el vaso de la paciencia venezolana, sino que también muchos líderes y dirigentes jóvenes —finalmente— han sabido acompañar el sentimiento y la acción popular en contra de unas fuerzas represivas que sin escrúpulos ni moral han aupado aún más la reacción popular. La situación general es, no obstante, mucho más compleja. Al colapso de la producción petrolera y la precariedad de una caja que ya es imposible ocultar —a una condición interna invivible a la que se le suma el cerco internacional— le acompañan lo que verdaderamente marca la decadencia y el final de los ciclos políticos: la pérdida de fe en el propio proyecto de dominación, la fractura de la voluntad de poder. La revolución bolivariana que nació como una promesa de transformación de la sociedad venezolana ya no es más que una pranocracia, un derruido cuartel de generalotes, malandros y gandules sin proyecto ni consciencia de futuro. Y sin futuro no queda más que el abismo. El antiguo filósofo Heráclito hablaba del principio de enantiodromía. Como el péndulo, cuando una condición llega a un extremo, la condición se revierte y activa el polo contrario.]]>

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