Crónica

Por colombianos indocumentados tiembla Paraguachón

El temor es el detonante de la migración colombiana a través del punto fronterizo zuliano. Indocumentados emprenden viajes de hasta 20 horas desde el interior de Venezuela para regresar a su tierra por el único cruce terrestre abierto en la línea que une a ambas naciones. Gastan hasta el último bolívar o peso de sus pobres presupuestos para huir de las medidas del gobierno de Nicolás Maduro

Texto: Gustavo Ocando Alex | Fotografías: Humberto Matheus
Publicidad

Paraguachón. José Valdez mira al suelo mientras arrastra el equipaje con las dos manos a sus espaldas. Camina despacio, maldiciendo en voz baja. Parece que cargara un peso aun mayor que el de su maleta, cuyas ruedas no funcionan del todo. Está corroída y sucia; el cierre tampoco le sirve; la tela se desprendió hasta la mitad en su posterior. Él, un hombre menudo, de 40 años, se detiene a descansar frente a la Dirección de Migración de Paraguachón. Atrás, a unos 50 metros, dejó el último punto de control de la Guardia Nacional Bolivariana, en el estado Zulia. Ya pisa su Colombia natal. Se seca el sudor antes de observar a Leidy, su esposa veinteañera; también a Leidy Laura y Lucelys, sus hijas de dos y tres años. Frunce el ceño y entrecierra los ojos para encarar al sol de las 10:15 de la mañana de ese viernes. Exhausto, habla casi sin aliento: “nos vinimos porque me daba miedo que me arrestaran y me dijeran que soy un paramilitar”.

foto3

Respira hondo. Su piel está tostada por los cuatro años de labores como obrero en proyectos de construcción en Caracas, donde nunca tuvo documentación legal. Los reportes de televisión sobre el cierre fronterizo en Táchira, el estado de excepción en la zona y la deportación masiva de compatriotas le impulsaron a emprender un viaje de 20 horas entre las paradas de La Bandera, Maracaibo y Guajira, de vuelta a su tierra. Tanto le temía a la travesía que incluso entrenó a sus hijas para que lo ayudaran ante cualquier apuro en las alcabalas. “Les dije: ‘lloren cuando vean a los guardias, no se despeguen de nosotros’. La pasamos feo, nos maltrataron”. Las mira de nuevo mientras juegan, inquietas, a escasos cinco metros, en las escalinatas de Migración. Ríen, saltan, se les mueven sus rulos castaños. Comprueba que están a salvo.

cita3

En la capital venezolana no dejó nada de sus escasas pertenencias. O casi nada: abandonó los restos de una nevera pequeña que “picó” para poder extraerle la unidad. La transporta en la maleta, envuelta entre ropas y harapos. Aquel peso extra que lo agotó ya tiene explicación: “me la traje para venderla por lo que sea. Solo pude reunir 8.000 bolívares para venirnos. Ya nada más me quedan 1.050 bolívares; eso son 5.000 pesos”. Tan limitado era el presupuesto que solo les alcanzó para comer una arepa cada uno desde las 2:00 de la tarde del día anterior.

foto4

José y su familia forman parte de las estadísticas de la crisis fronteriza entre Venezuela y Colombia. Desde que el presidente Nicolás Maduro cerró los límites del estado Táchira con Cúcuta, el 19 de agosto, ha habido la diáspora de 7.162 colombianos que huyeron por miedo a que los detengan, encarcelen o maltraten y 1.097 deportados, según la Unidad Nacional de Gestión de Riesgo de Desastres del país neogranadino. A través de Paraguachón, única vía terrestre abierta entre ambas naciones, se deportaron entre el 24 y el 28 de agosto a 400 colombianos desde ciudades como Caracas y Barquisimeto. Lo informa un teniente de trato amable en el punto zuliano de control, resguardado por el Cuarto Pelotón del destacamento 112 de la Guardia Nacional Bolivariana. El bullicio de los motores de las decenas de vehículos que entran y salen de La Raya dificulta entenderle. Con tono bajo y sereno, jura: “a todos ellos se les respetaron sus derechos”.

foto2

El cruce entre Zulia y Maicao dista de la realidad de San Antonio del Táchira y Cúcuta. No hay tractores derrumbando edificaciones marcadas por soldados ni militares revisando casas. Tampoco existen alambres de púa para impedir el paso. En territorio venezolano hay colas de camiones, taxis y carros particulares en el punto de revisión, así como de personas en la oficina del Saime. Los chequeos de vehículos y pasajeros se han tornado más exhaustivos en las últimas horas luego de una visita de tres integrantes del Alto Mando a la zona. Dos y hasta tres oficiales auscultan pasaportes, perfiles y compartimientos mientras un sargento celebra la normalidad con acento de la región central venezolana. “Revisamos, pero no preguntamos mucho. El venezolano tiene derecho de ir donde quiera. Es como que si tuvieras que pedir permiso en tu casa para ir al baño. ¡Nooo, qué va!”, comenta, mostrando una media sonrisa sarcástica.

En cada acera del lado colombiano trabajan a sus anchas vendedores ambulantes -de jugos, aguas, productos empacados, forros de pasaportes-, contrabandistas de gasolina, “cambiadores” de divisas a precios diferentes al monto oficial y tropas militares que vigilan, con fusiles en mano, en las cercanías de una tanqueta beige. Mientras José trata de remediar su maltrecho equipaje, dos veinteañeras colombianas extienden en la acera de enfrente una pancarta blanca. En la cartulina hay una fotografía de un señor delgado y moreno. A su lado resalta un mensaje que supone una tragedia: “papi, te queremos volver a ver”.

cita2

Yasmín María y Adisnai Patricia son las hijas de Manuel Carrillo Eschonot, campesino colombiano de 61 años que desde 2002 trabajaba en los campos del estado Barinas. La última vez que supieron de él fue cuando lo vieron durante una transmisión de televisión desde Táchira, emparamado, en una fila tratando de cruzar el río para llegar a Cúcuta. No entienden qué hacía allí. Un drama adicional para una familia desplazada por el conflicto armado con la guerrilla desde Santa Rosalía, departamento de Vichada. “No sabemos si lo echaron pa’ allá o si lo tienen detenido. Esto es un maltrato psicológico”, lamenta Yasmín, mientras su hermana se seca las lágrimas. Elogia al gobierno de Chávez mientras vilipendia al de Maduro. “Antes todo era mucho mejor”. Apunta una y otra vez hacia los números de contacto escritos en la pancarta: “301-6512376 y 301-7039714”. Esperan contestar una llamada en esos teléfonos que les permita conocer el paradero de su padre.

foto1

La incertidumbre muta a mil matices en la zona. Rafael Pocampos, “mulero” -jerga local para los camioneros- aguarda afuera de su camión de carga larga en la zona colombiana. Transporta fertilizantes con frecuencia hacia Barquisimeto. Pero hoy no sabe si podrá regresar. “Esto afecta al trabajo. Si cierran la frontera, ¿qué vamos a hacer? Esto nunca se había puesto así. Venezuela se está viniendo para abajo desde hace años”. En un dilema similar está Juan Zúñiga. Sentado frente al volante de un gigantesco bus de lujo de dos pisos de la empresa Ormeño, se confiesa intranquilo mientras se acomoda los lentes. “Tengo cinco días viajando desde Perú y vamos a Caracas. ¿Van a cerrar la frontera?”, pregunta con acento de la cordillera andina del Sur. Sus pasajeros chequean y sellan documentos en Paraguachón. Ellos tienen más voluntad que él de ingresar a Venezuela. “Yo como que llego y me devuelvo de una vez, ¿no?”.

Quien se frota las manos ante el eventual cierre de la frontera entre Zulia y Colombia es “Copete”, un carretillero de habla fugaz que se resuelve transportando pertenencias entre una y otra nación. “La vaina se pondrá mejor”, dice risueño, pensando en ese escenario. “Ahí estaré ‘lleva y trae, lleva y trae’, porque la gente no va a poder pasar con sus cosas”. Pero, ¿y los alambres, los militares y las prohibiciones que vendrán? “Pa’ eso están las trochas, compadre”. Se carcajea.

cita1

Cerca, está de nuevo José Valdez. Se había aproximado a los choferes a consultar precios para viajar a Maicao, a solo 12 kilómetros de carretera, para luego seguir camino hacia la casa de su suegra, en Barranquilla. Son 5.000 pesos, 1.050 bolívares. Todo el dinero que hace minutos dijo tener. Intenta probar una suerte más económica con un par de motos: en una él con su maleta y en la otra su esposa e hijas. El equipaje se tambalea, se abre, se le desbordan dos franelas por un costado. Misión abortada. Regatea a un transportista para un viaje en carro más solidario con su presupuesto. El robusto hombre acepta. Entre ambos se inclinan para cargar y guardar la valija. Leidy y sus niñas ingresan a la parte trasera de un auto beige, ensamblado en los años 90. Es el cuarto vehículo que abordan en un día. José se detiene en la puerta con las manos en sus cinturas. Se estira, mira al cielo, agobiado por un dolor lumbar estremecedor. Compra un agua mineral a un vendedor que camina a unos metros y la bebe en solo segundos, antes de desplomarse en el asiento. Desde dentro, mira hacia un costado y levanta su mano derecha con el pulgar elevado. Es señal de que todo está “ok”. Por unos minutos. O, al menos, hasta la próxima parada.

Publicidad
Publicidad