Ciudad

Con los palmeros la fe hace cruces en Chacao

Desde El Pedregal, una cofradía de hombres sube cada año, el día Viernes de Concilio, al cerro el Ávila para buscar las palmas benditas de Domingo de Ramos. Ellos son patrimonio nacional, testigos vivientes de la fe y mística que curarán al país

Fotografías: Andrea Hernández
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Vestidos con atavíos color caqui, sombrero de paja o de peloeguama, lleno el pecho de collares de peonías y rosarios, calzando botas —“bueno, el que puede pagarlas”— y al cinto los machetes que los elegidos usarán con devocional respeto —“no troceamos ni cortamos nada, podamos”—, los palmeros son una suerte de cofradía de buena voluntad que elevan voz en cuello gratitudes a la naturaleza —los boy scout debieron copiarse de ellos—, cantan alabanzas al cielo y a su creador, y rezan a las plantas como si deidades fueran. En realidad les agradecen tanto; la prolífica esencia sanadora de cada una sorteada en la infinidad de especies del generoso catálogo.

Blindados como tradición y como estirpe por su propia y afanosa voluntad, caraqueños sustraídos al paso del tiempo que no los roza —los palmeros de 80 años y los palmeritos de cinco, comparten la misma edad: una eterna y apasionada adolescencia—, por generaciones han conservado la tradición que los moviliza, el ritual que es su razón de ser y que los hace internarse a los bosques del Ávila una vez al año, así como preservan intacto, con igual afán, el entusiasmo por saber de los estados del alma y la curiosidad por conocer los secretos medicinales del generoso y abundoso verde de la montaña que a todos hipnotiza, y que les han sido revelados por los ancestros a lo largo de los años. De los siglos.

Verdades que han sido confirmadas tras históricos ensayos y pruebas a las que llegaron guiados por los caminos intangibles de la intuición, registran para la memoria, en aquellas bitácoras de papel amarillento, en el rimero de cuadernos añosos de puntas dobladas, las propiedades de las hojas y raíces y anotan de su puño y letra el devenir: tanto las recetas como los cantos que entonan en los caminos y al regreso, las peripecias del viaje. Los cuadernos que cuidan con primor, como los tantos objetos sagrados que pueblan la casa museo de Luis Reyes, uno de los palmeros mayores, aquellas biblias de versículos sueltos ya han sido editadas en un par de ocasiones por la alcaldía de Chacao —exhalen los que contuvieron el aliento—, que, con toda razón, ha asumido a los palmeros como bien patrimonial del país. Igual no cesan de proliferar las libretas de anotaciones. La sabiduría es cosa viva y se esponja, crece, hasta se contradice.

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Hombre de mirada dulce que mira con los ojos felices la llenura que habita la casa y todas las paredes —medallas, reconocimientos, carteles, fotos de color sepia del bisabuelo o del celebérrimo brujo Tío Veneno que al mismísimo Betancourt vio—, Luis Reyes cuenta la historia como un piache urbano, desde esa cuña citadina que es El Pedregal, atascada entre el Country Club y La Castellana, contenida por murallas no porque alguien les impide salir de su tiempo lento, de su comarca de paz, de sus zaguanes y fachadas apretadas y de ventanas con poyos, sino ¡porque no quieren que la picota de la modernidad entre! Barriada interceptada por inmensas rocas de un deslave anterior, rocas milenarias que bajaron del Ávila, rocas ciclópeas y asombrosas que conoció Simón Bolívar, es un territorio de amigos, la señora que borda manteles, la logia de los que adoran a la virgen, los niños que juegan en la calle que es de todos. Uno repara la moto sin camisa, otra habla por celu con sus lycras, la realidad es porosa, pero El Pedregal es un mundo, no un gueto —“no hay guetos en Caracas”, diría Tulio Hernández— y de allí vienen los palmeros, esa logia que es patrimonio nacional y que nació en medio de la emergencia.

Una epidemia de fiebre amarilla que hacía estragos en la Caracas del siglo XVIII habría sido controlada gracias a la intervención divina, la cual se invocaría entonces de manera peculiar, según la propuesta del párroco José Antonio Mohedano, el que ejercía de líder espiritual de la zona en 1770. Haciendo caso al vocero de la fe, un puñado de peones de las haciendas cercanas a la montaña —Blandín, Mohedano, San Felipe— subiría al Ávila a traer palmas para hacer cruces y remedar con su algarabía de hojas bendecidas la procesión de Jesús, como aquel domingo de ramos cuando el que se decía, y se dice, hijo de dios, fue vitoreado al entrar en Jerusalén. Milagro. Amainó la epidemia. Cesaron las calenturas, volvió la calma, venció la vida a lo que ahora es Chacao, y entonces, para agradecer, la tarea nunca más dejó de hacerse a la fecha. Luego del prodigio, los buscadores de palmas se constituyeron en leyenda, luego en asociación, ahora son patrimonio. 246 años llevan en eso. Son tradición.

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Ahora mismo está por reproducirse la circunstancia. Los palmeros suben, como cada año, este Viernes de Concilio, el viernes anterior al Domingo de Ramos, y bajarán al día siguiente, en esta ocasión, el sábado 19 de marzo, y vendrán con los mazos de hojas tiernas que serán santificadas en la iglesia de la Plaza Bolívar de Chacao. No alcanzan para toda Caracas, pero sí surten Chacao y alrededores.

No pueden con tanto y es que no son miles los palmeros, son centenares. En grupos de 15 a 25, tras ser despedidos con himnos y los besos de sus mujeres —“no, no es un rito machista, muchas quieren ir pero además de riesgoso, dios oye más el rezo de la mujer que ha parido, aman no solo con las entrañas sino con su propia vida a sus hijos”— umjú, emprenden la subida desde distintos puntos. Y se abren paso con sus cuerpos, sus brazos, dicen en coro, reiterando su amor por el universo, por la tierra, por cada árbol, “no vamos haciendo trocha, no, con las manos apartamos los bejucos y las ramas sin importar si nos rasguñan o nos hincan sus puyas”.

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Suben hasta ese sitio que conocen, en el sector del Ávila llamado la Cueva de los Palmeros, cerca de No te apures, desde Sabas Nieves, punto de partida que honra al maravilloso guardaparques, amigo de los palmeros. Allá arriba se instalan en el lapso de intensidad y misticismo que dura el procedimiento. Escogidas las palmas reales, por sus troncos se treparán; luego de la poda de las hojas más tiernas, agradecerán a las palmas la ofrenda y la compañía; han permanecidos encaramados en ellas más de seis horas: lo que han demorado en subir, podar y descender. Han ascendido hasta 30 o 40 metros de altura, auxiliados de mecates y guindados de la pura fe. Abajo los rezagados cantan, tres cocinan, y lo demás es olor, sudor, bruma, sonidos de la selva. “Nosotros ayudamos a la palma a ver la luz cuando la podamos, porque gracias a ello puede sobresalir en la selva nublada. Pero una vez bendita, es la palma la que ayuda al pueblo a ver la luz de Dios”, ha dejado por escrito Richard Delgado y Luis Reyes, patrimonio vivo dice amén.

La bajada es el día de la fiesta, el recibimiento es un momento climático. Traen las palmas para la bendición en la iglesia de San José de Chacao en un gesto que entienden como solidario y que “nos hace mejores” y, extenuados, tras tantas horas a la intemperie y de trabajo, bajo el solazo o la lluvia, picados de bichos o no —llevan antídotos naturales, claro— regresan. Se trata de un itinerario colosal, de un pequeño remedo de Ítaca, se han visto cerca del borde, en el filo, y ahora con los pies en la tierra los conforta la vuelta a casa. Ahora cubiertos por un bosque de abrazos, los reciben con premio humeantes hervidos, piezas asadas, torta; no, no es parranda de alcoholes.

Llegarán cansados, sin percance, juran desde la fe. Quizá hayan podido santiguarse en la cruz del Peñón Diamante, 65 metros a la derecha del Pico Oriental de la Silla de Caracas, erigida el 1 de julio de 1962, cruz que les pertenece y que fue colocada ahí por idea de los miembros de la Asociación de la Santa Cruz de El Pedregal, apoyados por el mismo Sabas Nieves. La cruz mide 3,30 metros de alto por 2,16 de ancho, y puede ser vista desde Caracas especialmente al atardecer. O sea, el Ávila tiene dos cruces, una inmensa que erigió la Electricidad de Caracas para bendecir el valle y esta que remeda a las minúsculas que se hacen con las palmas que nos traen los palmeros benditos.

El sábado 19 en la plaza serán honrados, es un sábado de ramos en el que todos pueden, podemos, estar, los palmeros invitan a esta recepción de fe y con trompetas. Puede, quien así lo desea ir, también, de la mano de la gente de Te paseo, que organizan itinerarios por la ciudad y allí estarán. A recibirlos. Llegan para sanarnos de lo tanto.

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