Crónica

Instrucciones para cruzar la frontera entre Colombia y Venezuela

Este es el relato de un turista argentino que se aventuró a cruzar la frontera colombo-venezolana. Pensó que sería un viaje entrañable e inolvidable. En efecto, no lo olvidará nunca por la aciaga peripecia que vivió desde el momento que subió a un autobús desde Maicao para ir hasta el estado Falcón

Fotografía de portada: AP
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1.

M. es argentino y es kirchnerista. Culto, sagaz, inteligente, con un don para la socialización y el afecto que le queda de sus días de seminarista. Lo he visto entablar conversación con perfectos desconocidos en las situaciones más diversas y salir airoso con un nuevo amigo, un contacto útil o incluso una novia. Es, como dicen los gringos, a people-person. Antes de que fuéramos amigos, M. jamás había conocido a un venezolano. O tal vez sí, pero sin saberlo, confundiendo el acento con el colombiano de la costa, incapaz de distinguir las expresiones con que nos identifican en el extranjero: chamo, marico, vaina, jeva, ladilla. No todas son, ni mucho menos, de uso exclusivo en Venezuela. Cuando le pido que imite mi acento, a M. le sale un tumbao cubano poco convincente, quizá porque alguna vez estuvo en La Habana. Por el contrario, nunca había estado en Venezuela hasta enero de 2016, pero ya tenía unas opiniones concretas respecto a lo que creer y lo que no sobre nuestro país, y en especial sobre nuestro proceso político reciente. Admirador de la figura de Chávez, como mucha gente en muchos países suramericanos, por no decir en el mundo, se mostró siempre reacio a mis explicaciones sobre lo difícil de la situación venezolana, sobre las paradojas del “proceso”, sobre el modo en que se vive en Venezuela y las dificultades en que nos hemos metido como sociedad. Me acusó no pocas veces de exagerado, de parcial, de estar inmerso en un pensamiento radical antichavista que no me dejaba vislumbrar la realidad en su riqueza de matices. Quién sabe si en el fondo tuviera algo de razón. Yo siempre pensé que proyectaba sus propias ganas de no ser desilusionado, su reticencia a enlodar un ícono popular de la izquierda revolucionaria con los relatos mal contados de un inmigrante.

Para hacerle honor a la verdad, debo también explicar mis dificultades para lidiar con el tema venezolano en el extranjero. Me sucede como a los sobrevivientes de las grandes tragedias históricas: nadie te cree del todo lo que viviste o te escuchan con una mezcla de lástima y desconfianza. Te dan la razón con la boca, pero no con la mirada. No pretendo negar aquí la existencia de sectores enloquecidos y radicales que contribuyen de lado y lado a la desinformación con versiones toscas, intolerantes, poco sensibles a la complejidad particular de nuestra encrucijada política, económica y social. Las odiosas comparaciones de lado y lado con Cuba, Argentina, Bolivia o incluso, colmo de colmos, con España, le hacen un flaco favor al entendimiento cabal de las realidades de cada país. Venezuela no es Cuba con petróleo, ni Argentina es Venezuela sin lo mismo, ni son equiparables los momentos políticos e históricos de cada nación. El punto, para no disertar, es que no es fácil responder a la pregunta sobre la verdad venezolana sin sentirse solitario en el proceso. Muchos prefieren no creer que escasee el papel toilette, el desodorante o la divisa extranjera, mientras que otros nos bautizan alegremente como una dictadura castrocomunista. En mi angustiosa y tal vez innecesaria labor de equilibrista, he jugado para algunos el rol de opositor a ultranza y para otros de recalcitrante chavista: a veces un acérrimo defensor del libre mercado y “la derecha”, otras un emisario tarifado del “Régimen”. Semejante paradoja me ha obsequiado no poquísimas frustraciones, pero también me ha permitido entender eso que dicen a cada rato los poetas: que la experiencia es, al final del día, un conjunto de vivencias incomunicables.

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Mi relato empieza con la llegada de diciembre y la planificación de mi primera visita a Caracas en más de un año viviendo en Argentina. Más específicamente, cuando M. se animó a decirme que quería conocer mi país. Mi primer impulso fue convencerlo de que no era el momento ideal, sumergidos en una crisis económica, política y moral, sin mayor infraestructura turística que los paraísos naturales de Oriente y Occidente, presos de una suprema infelicidad social que acentúa nuestro carácter ruidoso, desconfiado y soberbio, nuestro “patoterismo” que en el mejor de los casos da pie a un sentido hosco de lo fraterno. Después entendí que en realidad era el momento idóneo para él: la posibilidad de ver con propios ojos el socialismo del siglo XXI en su derrumbe eventual, casi a tres años de la muerte inesperada de Hugo Chávez, sin necesidad de intermediarios ni de narraciones. Y por qué negarlo: quería mostrarle una paleta de sabores distinta, mucho más atrevida y barroca que la interminable llanura gastronómica porteña. Quería vengarme, fanfarronear. Invertir un rato la polaridad de la extranjería y hacerlo jugar de visitante. La amistad da lugar también a sus rivalidades, sus ridículos retrocesos a la infancia.

El plan de M. era simple, de haberse adaptado el continente a una realidad más sensata. Tomar un avión a Bogotá, viajar de allí a la costa colombiana y entrar por tierra a Venezuela, matando así dos pájaros de un tiro. Un recorrido posible, cómo no, pero áspero y arriesgado y así se lo dije. Incluso intenté convencerlo de tomar un avión a Caracas, de que la frontera colombo-venezolana es difícil —y sobre todo en la aridez de Perijá—, en fin, de que estaría a merced de los militares de ambos países y no había manera de saber lo que le esperaba. M. escuchaba, atento, tal vez algo escéptico en el fondo. He de confesar que a ratos tampoco creí que la idea fuera tan mala. En Argentina aprendí que la desconfianza instalada a fuerza de miedos en el venezolano le hace perderse a menudo de experiencias vitales, le arrebata el sentido de aventura indispensable para hacer de la existencia algo placentero. Traumados, miramos el mundo con avidez, convencidos tanto de nuestra propia minusvalía como de poder transmutarla en viveza, mediante una alquimia social que raras veces ofrece algún resultado digno de repetirse.

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Por esos días se anunció el cierre temporal de la frontera entre ambos países, y pensé que aquello sería un argumento final en la discusión sobre la visita de M. Pero la distancia de precios al incluir a Caracas en el itinerario aéreo le daba las fuerzas necesarias para arriesgarse. Parece mentira que siendo Caracas y Bogotá ciudades vecinas, constituya una proeza tan ardua conocerlas en un mismo recorrido. Al final, confiando en el pronto levantamiento del caprichoso cierre de fronteras, nos despedimos con una suerte de plan que se vería sobre la marcha, pero que tenía como punto de encuentro la segunda semana de enero en la ciudad de Coro en Falcón.

2.

El relato del tránsito de M. por la frontera lo supe mucho rato después, cuando ya estábamos reunidos comiendo pescado a la orilla de la playa en Morrocoy. Ya los paisajes lo habían reconciliado con el país, con el mundo, con la vida, aunque sostenía no querer volver a Colombia por tierra “ni en pedo”. Hasta entonces no había querido hablar mucho del tema y cuando lo increpé lo hizo rápido y sin demasiados detalles, no sé si avergonzado, resentido o simplemente queriendo exorcizar del resto del viaje las amarguras. Era lógico, después de todo, y no sé si yo habría conservado los ánimos en su lugar. De nada valió que insistiera, en distintos contextos y en más de una oportunidad, intrigado y también temeroso del recuerdo nefasto que se llevaría de Venezuela. “No quiero revivirlo”, me dijo y me dice todavía cuando le pregunto. Pero cuando volvimos a Caracas, después de tres días de playa, y pasábamos las numerosas alcabalas de la Guardia Nacional en la carretera, lo vi en el retrovisor encoger el rostro en un gesto parco de disgusto, nada cónsono con la sempiterna alegría que lo caracteriza. “¿Viste que el país está en manos de los militares?”, le pregunté, insidioso hasta el final. “Sí, terrible, boludo”, respondió sin devolver la mirada.

Por eso no es fácil recomponer la visita de M. al Caribe. Su llegada a Bogotá, su pasaje en bus a Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, en donde seguro hizo amigos, se quedó en hostales, contempló la belleza de la colombiana y se dejó seducir por la historia del norte del continente, tan distinta a los relatos del Sur. Sería interesante conocer al detalle las advertencias amistosas que le hicieron respecto a su viaje a Venezuela, aconsejándole mejor quedarse en Colombia. No conozco los detalles lo suficiente. Ni siquiera estoy seguro del orden correcto de las ciudades. La última llamada suya que recibí desde suelo neogranadino fue para decirme que lo habían puesto nervioso con tanta advertencia y estaba ya a punto de tomar el transporte desde Cartagena. “Dame ánimos” me dijo, y yo de tonto no supe qué responder. “Nos vemos en Coro, boludo” le dije al final, haciéndome del porteñismo para mostrarme confiado, “canchero, como dicen allá. Le di mis números de teléfono y lo puse en contacto con una amiga poeta de Coro, encargada de recibirlo. Le aconsejé comprar bolívares en los cambistas del lado colombiano y jamás mencionar la divisa extranjera que llevara consigo. Le expliqué —de nuevo— el tema de la escasez y le pedí jabón y unas afeitadoras, tal vez pensó que lo hacía a modo de chiste. Por último, le deseé mucha suerte y no tuve noticias de él en un día y medio, casi dos, hasta que un mensaje de mi amiga coriana me confirmó su aparición, yendo hacia Coro desde Maracaibo.

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Lo cierto es que una vez en Caracas, casi una semana después, ciudad que le sorprendió por su belleza, su verdor, sus plazas abiertas y su clima perfecto, nos propusimos encontrarle un pasaje de avión para que volviera a Cartagena. Su primera opción fue, claro está, con Conviasa. Después de haber vendido cien dólares en Tucacas y recibido a cambio varias pacas de billetes —75.000 bolívares fuertes, es decir, setenta y cinco millones de los de antes— que tuvimos que distribuir entre bolsos y bolsillos, y sobre todo de haber constatado lo barato de los vuelos de la aerolínea, fue una notoria desilusión que en una semana no pudiéramos conseguirle un pasaje a ninguna parte. Yo se lo había advertido, pero a esas alturas me ahorraba los “te lo dije” para no resultar tan pesado. Después de unos días llamando al Call Center de la aerolínea sin conseguir siquiera que nos atendieran, M. aceptó que no podría salir del país sin usar sus ventajas de extranjero, es decir, su tarjeta de crédito argentina. A través de internet compró un Caracas-Bogotá que le costó cuatrocientos dólares y salía un poco antes de lo que habíamos planificado al principio. Debo decir que reconocí la mezcla de alivio y resignación con que imprimió los boletos y el boarding pass en la computadora. Así se siente, querido amigo. Así se siente.

3.

Me arriesgaré a recomponer el rompecabezas de la aventura de M., que empieza estando en Maicao, a diez minutos de la frontera colombo-venezolana, el único turista en kilómetros a la redonda. Ya era de noche, pero las ciudades fronterizas nunca descansan. Sé que compró bolívares a los cambistas de la calle, pero no tengo idea de cuánto, ni a cuánto, supongo que unos veinte mil, vale decir, poco menos de veinte dólares. Entiendo que allí constató el cierre total de la frontera y que no había forma alguna de avanzar, sino recurriendo a los sospechosos servicios de un “Saltamontes”. Ese es el nombre que le dan a los transportistas fronterizos dedicados, cual coyote mexicano, a contrabandear gente de un país al otro en un carro ancho, de esos viejos, tal vez un Maverick o un Falcon destartalado, semejante a los que usaba la dictadura militar argentina para secuestrar dirigentes populares. Espero que a M. no se le ocurriera esa comparación. El pago se hacía por puesto, en efectivo y al instante, y junto a M. subieron al carro otras cuatro personas, en su mayoría colombianos residenciados en Venezuela, gente a la que el cierre separó de familiares, trabajos o rutinas completas de vida. Por suerte le mostraron un poco de cordialidad. Entiendo que el precio fijado era de diez mil bolívares y que, cancelados los aranceles, el saltamontes abandonó la ruta y se internó en una trocha agreste, que serpenteaba en la serranía de Perijá, extraviándose rápido en La Guajira.

“¿Cómo es la trocha?”, le insisto un día a M., mientras escribo esta crónica a sus espaldas. Me responde huraño, arisco, que es un camino “en la selva, junto a los indios”. No dice más. Busco algunas fotografías por internet y doy con un reportaje colombiano para El Heraldo que tiene incluso un par videos. Lejos de una selva, el ambiente seco y amarronado de la trocha asemeja un manglar olvidado, un laberinto adusto en el que los rastros de los camiones y las motocicletas se superponen como cicatrices. “Los indios”, según el reportaje, son los Wayuu, quienes gobiernan el paso a través de un sistema de doce peajes que a cualquiera en las circunstancias de M. tendría que parecerle interminable. La extorsión se llevaba a cabo a través de un sistema de cuerdas que interrumpían el paso, o de bandas motorizadas y adolescentes que de pronto cerraban el camino. Los bolívares fluían, en cada parada, hacia las manos del saltamontes, único encargado de hacer los acuerdos necesarios y concretar cada transacción. Ignoro cuánto duró el recorrido en la trocha, pero imagino que a aquellas alturas M. se cuestionaría las dimensiones de su aventura. Igual ya era tarde para arrepentimientos.

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Era de madrugada cuando retomaron la vía, en donde los detuvo el primero de una serie también inacabable de piquetes de la Guardia Nacional Bolivariana. Supongo que vieron en M. una presa fácil. Y me consta que en ellos M. reconoció el fantasma de la brutalidad militar, de la ignorancia vengativa escondiendo el resentimiento tras un uniforme: experiencias difíciles de digerir para cualquiera y más aún un argentino nacido en los años de la dictadura. Lo hicieron descender, vaciar su mochila sobre una mesa y le interrogaron respecto a su destino y procedencia. Le preguntaron cuánto dinero traía y por qué no había sellado su pasaporte —¿y cómo hacerlo?—. Por suerte evitó mencionar los dólares, escondidos en varios lugares de su equipaje, y les habló solamente en moneda local. Pero la insistencia despiadada de los funcionarios le exigió el sacrificio de diez euros también. El último y más caro de los peajes. En algún momento lo dejaron marcharse, humillado por quienes tendrían que protegerle, quienes en vez de un turista veían en él un botín, no sin antes recalcarle su indefensión en un íntimo abrazo con que el saltamontes y los militares se despidieron. Imposible saber cuántas veces más se repitió aquella escena en la carretera hasta Maracaibo, con variaciones en la rutina como amenazas de deportación o conversaciones inquisitivas tan pronto como le escuchaban el acento sureño. Su condición de turista en Venezuela, y eso sí me lo explicó días después, lejos de ofrecerle un salvoconducto, lo hacía vulnerable, atractivo en el sentido más desdichado de la palabra. En algún lugar de la madrugada, posiblemente del amanecer, el saltamontes lo apeó en Maracaibo, donde tomó de inmediato un autobús hacia Coro, anhelando un lugar seguro, tal vez arrepentido del plan, cruzando los dedos para que no hubiera más paradas en el camino.

4. 

Lo que M. descubrió en su llegada a Venezuela, no es otra cosa que las lides de la indefensión ante la autoridad. Algo que los venezolanos hemos naturalizado a punto tal de desconocer la alternativa y que hemos cambiado, en una grotesca torcedura, en orgullo, soberbia y altanería. A fuerza de debilidades, aprendimos a hablar el idioma de nuestros propios extorsionadores, sean malandros, gestores, fiscales de tránsito o militares, supuestamente para ganárnoslos, es decir, para caerles bien, para adularlos y demostrarles que uno está de su parte, que uno es siempre en el fondo como son ellos: parte de una conspiración. Queriendo convencerlos de ser víctimas por error, cuando en el fondo no somos más que sus cómplices.

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Tal vez por eso despedí a M. en el aeropuerto, después de pasar cinco días en Caracas, con un abrazo y unas extrañas disculpas. No porque me sintiera responsable de lo que vivió en la frontera, aunque es difícil convencerse de lo contrario, ni porque al final no lograse reunirme con él en Coro sino en Tucacas y unos días después, cosa que aún me reprocha cuando hablamos del tema. Sino por ese fresquito mezquino que nos da cuando un extranjero —y en particular uno escéptico ante el relato de nuestros sufrimientos—, padece los infortunios nacionales con el candor y el talante trágico de quienes apenas pueden creer lo vivido. En nuestra crueldad, nos entregamos a un chauvinismo absurdo, resentido, como constatando en nuestro padecer una fortaleza y una inventiva imaginarias, una viveza que no es mucho más que una trocha hacia la recuperación de nuestra autoestima. Y el colmo, sin duda, es que pretendamos que alguien venido de latitudes más francas nos lo conceda, nos reconozca una variante contemporánea del heroísmo. No sé si en su violento aprendizaje de la realidad del país, M. haya podido darse cuenta de ello. Algo sabe, o al menos intuye, cuando compara la locuacidad de la costa colombiana con el violento “cinismo venezolano”. Y yo acepto esa acusación con una sonrisa. Entiendo que sea ese el motivo de que me oculte los detalles de su paso por la frontera, de que no me dé el gusto de contemplar su tragedia. La amistad da lugar también a sus rivalidades. Algún día le explicaré lo que me ha enseñado con ese gesto. Tal vez esta crónica lo haga. Del modo que sea, lo bueno es que ya no tengo que intentar convencerlo de nada.

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