Íconos

Jacobo Borges, con los pinceles y Photoshop

Entre óleos personalmente creados y tonalidades computarizadas, el venezolano Jacobo Borges compila una obra pictórica que raya en la genialidad. El tsumani de la creación incursiona no solo en la pintura, sino también en el teatro, el cine y la digitalización. Borges es de aquellos que traspasan los museos criollos y son reseñados en distintos idiomas. Un grande de su generación

Fotografías: Anastasia Camargo
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De lejos, Jacobo Borges engañaría a cualquiera. Sus canas se atisban sin forzar la mirada. También la aparente fragilidad de su cuerpo. Su característica boina y vestimenta propia de un octogenario son claros indicativos de que llegó a sus años dorados. A simple vista, podría ser catalogado como uno de esos pintores venezolanos que llegó a su pico artístico luego de presentar sus últimos treinta años de creación en su segunda exposición retrospectiva. Muchos lo pensaron con la exposición Jacobo Borges: Magia de un realismo crítico (1976), en la que muestra los treinta años anteriores presentados en el Museo de Arte Moderno de México y luego en el Museo de Bellas Artes de Caracas. “Ese punto todavía no llega. No sé hasta dónde voy a ir”, explica el pintor de 84 años.

Es uno de esos hombres incansables que despuntan en sus generaciones. Son incontables sus obras y remarcables sus series pictóricas, que se volvieron casi cotidianas en la Galería de Arte Nacional (GAN) y el Museo de Bellas Artes a mediados del siglo pasado. Se mofa de sí mismo al tildarse de “hiperactivo” y su hija Ximena Borges concuerda llamándolo “workaholic”. “Su edad no implica de ninguna manera que tenga que desacelerar o relajarse. Para él las vacaciones son un terror. No recuerdo haber viajado por placer con él, siempre había una razón de trabajo”, cuenta su hija, compositora y cantante.

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En su incansable proceder, tiene más de medio siglo llevando su arte a salas nacionales y extranjeras. Su obra ha traspasado las fronteras nacionales hasta invadir museos en países como Estados Unidos, Brasil, México y Alemania, como The Museum of Modern Art en Nueva York o el Museo de Arte Moderno en México. Expuso sus primeros trabajos en el Taller Libre de Arte en 1951 y con su obra La lámpara y la silla (1951) ganó el primer lugar en el Concurso de Pintura Joven en 1952, promovido por El Nacional, la Metro Goldwyn Mayer y la Embajada de Francia en Venezuela. El premio lo llevó hasta París, con una beca de estudios válida por diez meses, vivió allí por cuatro años y llegó a exponer en el Museo de Arte Moderno de la capital francesa. Desde entonces, su trabajo ha sido reconocido en distintos continentes. La beca John Simon Guggemheim Memorial Foundation que gana en 1985 y que lo lleva a residenciarse en Nueva York. Este logro se suma a su lista, de las que no alardea. Su sencillez es casi envidiable.

“El lenguaje de Borges gira en torno a los ejes del tiempo, la memoria, el viaje, el agua y el espacio, y estos conceptos crecieron discursivamente a partir de 1986, en un contexto de reconocimiento internacional, desplazamientos y cambios en su rutina cotidiana”, explica Alejandro Freites, amigo cercano y dueño de la galería de arte en la que se alberga su última exposición retrospectiva. Dichos ejes son su constante al pintar. Sus trazos rudos y pinceladas gruesas son tan característicos como el relieve casi, y en muchos casos, palpable y sus líneas irregulares. “La obra de Borges crece sin saltos al vacío ni contradicciones, cada momento vive germinalmente en etapas anteriores. Él mismo define sus procesos creativos desde la perspectiva de un enorme archivo que contiene ideas y materiales que más adelante surgirán”, dice la crítico de arte, María Luz Cárdenas en el catálogo de su última retrospectiva.

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Prefiere pintar sin espectadores. “No le gusta que lo miren”, apunta la periodista e íntima amiga de la familia, Caresse Lansberg. “He visto cómo se le ocurren las ideas, las saca del aire. Es realmente una fantasía”, agrega. Junto a Borges y su madre Diana Carvallo, también artista plástico, Ximena pudo presenciar cómo su hogar semejaba un laboratorio de experimentos creativos. Repleto de tubos de óleo y aceites, Borges hace sus propias recetas hasta encontrar el color exacto; allí no caben Pantones, solo su propio imaginativo. “Cuando está la tela en blanco le cuesta muchísimo empezar. Pasa muchísimo tiempo sentado mirando el cuadro, horas. Cuando está lleno el cuadro, llega un momento en que no habla. Puede pasar días inmerso. Cuando sale de ese proceso, hay veces que quiere destruirlo, pintarle encima, y mi mamá se lo quita”, cuenta la cantante casi incrédula.

Borges no se sobrecoge ante la tecnología, él la adopta y la domina. A su edad lleva a cabo proyectos en tercera dimensión, “como con veinte cámaras, las pongo donde me da la gana”, aclara. Desmontando mitos populares, ese loro viejo aprendió a hablar el lenguaje de los millennials: la computadora es una herramienta más de su proceso creativo y entiende de capas de Photoshop como cualquier diseñador gráfico. “Las líneas las monto arriba, las borro, y van quedando fragmentos de línea que hacen otra línea que yo nunca hubiera podido dibujar. Así pinto. Pinto destruyendo”, explica. En 2008, la Galería Freites mostró el resultado de su incursión digital con El color en un observador de hojas aserradas y bulbos, su primera exposición creada con la técnica Duborcom, en la que imprime en acrílico sus ilustraciones.

Sus pinceladas han ornamentado desde la edición aniversario de El Nacional en 1993 hasta el libro Aura (1962) del mexicano Carlos Fuentes. La imprenta lo ha inmortalizado a lo largo y ancho del globo. La vida del pintor no solo se ha plasmado en lienzos de su autoría, también en papel, de distintas procedencias y con sus respectivas traducciones. Ejemplos de ello son los libros Jacobo Borges (1982) de la estadounidense Dore Ashton o Jacobo Borges. La Rébellion ou le XIe commandemente del francés Salvatore Lombardo —entrevista al artista incluida. Fuentes le atribuye su capítulo El ojo de la ventana: Jacobo Borges en Viendo visiones (2003), una compilación de textos en la que reseña a reconocidos artistas hispanoamericanos como Fernando Botero, Frida Khalo, Juan Soriano y Francisco Zurbarán. Incluso, Julio Cortázar dejó para la posteridad un relato inspirado en su obra pictórica Reunión con un círculo rojo (1973), nombre con el que lo bautizó. Con “A Borges” introduce a los lectores, dedicado al pintor venezolano y no a su homólogo argentino como se suele pensar.

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El camaleón del arte

Un “hasta luego” a los lienzos y pinceles en 1966 lo llevó a incursionar en medios audiovisuales por cuatro años. “El centro fue siempre la pintura, pero el cine me seducía”, confiesa el caraqueño. En su infancia, estuvo en contacto con un proyector de películas que sembró, sin saberlo, la semilla de su afán cinematográfico. “Proyectábamos cine en el barrio, que no había. Mi hermano la manejaba y yo hacía la propaganda. Era el mejor cine”, cuenta mientras rememora películas de Charles Chaplin. Pasados los años, alcanzó a dirigir un cortometraje de 35 minutos titulado 22 de mayo, en 1969.

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Su pasión por las puestas en escena tras las cámaras también se canalizó sobre las tablas. En paralelo con los óleos y lienzos, Borges estuvo involucrado en la creación de piezas teatrales, de la mano de grandes directores como José Ignacio Cabrujas. Diseñó la escenografía y vestuario de dos obras bajo su dirección: Los ángeles terribles (1979) de Ramón Chalbaud y Lo que dejó la tempestad (1986) de César Rengifo, con la que recibió un premio en sus respectivas categorías del Concejo Municipal del Distrito Federal de Caracas.

Junto a su hija Ximena Borges emprendió en 2011 el proyecto Opera-Concert. La Tempestad, para el que produjo el material fílmico y escenográfico del concierto. Nuevamente, coprodujo la obra La tempestad en 2012 y dirigió el montaje de La Tempestad Extended en 2013, ambas presentadas en el Teatro Chacao de Caracas. Su visión cinematográfica, como sus obras pictóricas, fueron más allá de las tablas venezolanas. Llegó al norte del continente cuando realizó la escenografía para el ballet contemporáneo Sand (2001) para la Guglisi-Foremann Dance Company, presentada en The New Victory Theatre de Nueva York.

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Sin embargo, podría decirse que la música despunta entre sus aficiones alternas a la pintura. “Yo oía siempre mucha música clásica y, por Aquiles Nazoa y Sergio Antillano, oía jazz”, explica. Camerata (1986) es el ejemplo más reconocido de su búsqueda por plasmar el intangible sobre tela palpable. Se ven trazos sobre trazos, figuras sobre figuras, que rompen con el estatismo de la imagen y dan movimiento a aquellos músicos que captó cuando la directora coral venezolana, Isabel Palacios, dirigía su orquesta. “Isabel fue la que descubrió que mi hija Ximena tenía oído. Ahora resulta que Ximena canta todas las cosas que yo quise cantar”, se asombra.

El hombre de mirada atenta, firme, en la que quedarían inmortalizadas sus pasiones, nació en Caracas el 28 de noviembre de 1931. Fue el hijo de Neptalí Borges, “un negro gozón, bailaba, era el centro de la fiesta”, y de Teodolina Morales, “blanca de padres canarios, seria y de carácter muy fuerte”. El pintor agradece que de aquella mezcla provengan sus características más resaltantes: su perseverancia y su capacidad incansable de conversar. “Puedes estar horas en el teléfono hablando de política con él. Es un hombre muy interesante, realmente culto”, explica Lansberg. “Tiene una curiosidad insaciable. Lo investiga todo. Te puede dar un discurso de la carrera de Lady Gaga. No hay algo que no sea interesante para él”, añade Ximena.

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Reconoce sus tendencias parlanchinas, casi apenado, mientras lo entrevistan. Su capacidad para contar abstrae a quien lo escucha. De sus conversaciones y de su transitar diario por el mundo, está atento, alerta a las señales casi cósmicas. “Cuando uno encuentra algo o conoce a alguien tiene una razón de ser porque la vida de uno se explica por los encuentros propios. Le doy mucha importancia, porque si ha llegado frente a mí tiene que tener una razón”, aclara. Siempre constante, el “tsumani” —como fue apodado en su hogar—, el pintor que “pinta destruyendo”, sigue en la búsqueda constante de figuras y líneas que lo acerquen a aquello que jamás podría pintar por voluntad propia: formas casi fantasmales que aparezcan sutilmente en sus obras. “Creo que para eso necesitaría 150 años para poderlo ver y quizá por eso, como necesito verlo, quizá llegue a los 150 años”, sentencia.

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