Conversación con

Jacqueline Goldberg: “He estado toda mi vida buscando respuestas”

La escritora acaba de publicar El cuarto de los temblores, un libro testimonial sobre una condición que la aqueja desde pequeña. Una obra los misterios de la enfermedad, la convivencia, la incertidumbre, la superación y la angustia por hallar razones

TEXTO: Humberto Sánchez Amaya (@HumbertoSanchez) | FOTOGRAFÍA: Alejandro Cremades
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En el temblor hay tanto. El misterio de una reacción, de un síntoma. Tiene sin dudas, como se ha comprobado, su imaginario. Se ha escudriñado bastante, aunque nunca suficiente, sobre los entresijos de sus causas y consecuencias. Hay prosa, verso o canción en las distintas formas de expresión sobre el tema.

Jacqueline Goldberg las conoce. El cuarto de los temblores es su más reciente libro. No es fácil encasillarlo, pues en sus páginas hay cabida para la prosa, la poesía, el ensayo y la crónica. Es un libro documental, muy vivencial sobre la dolencia que la aqueja desde muy joven.

Desde sus primeras páginas, hay inmediata empatía por los derroteros de una niña que no termina de comprender lo que ocurre. Claro, ni sus padres, tan esperanzados en la medicina de entonces, obtienen respuestas para dar con las causas. Hasta un brujo es opción en la incertidumbre.

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Si el hogar no es sosiego, mucho menos el colegio. La crueldad de las palabras de la infancia son las cicatrices del alma y la mente. Se palpan en varias líneas de este libro recientemente publicado por Oscar Todtmann Editores.

Aproximadamente diez años tardó en escribirlo. Fue a principios de los noventa cuando otra persona le dijo: “El día que escribas sobre el temblor, dejarás de temblar”. No recuerda el nombre del autor de la promesa inútil, seguramente algún invitado a uno de los tantos encuentros a los que ella asiste. Pero la idea quedó, aunque tardó en atreverse, y hasta hace una década empezó escudriñar. “Nadie estaba esperando este libro, ni yo misma. Sabía que era muy personal y que lo publicaría cuando se pudiera. En este tiempo pasó por muchos países y distintas Jacqueline”.

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El país está en esas páginas. Se siente y un lector puede preguntarse si las angustias actuales abrieron las heridas de las pasadas. “Claro que está el país, especialmente en el momento en el que decidí dejar de tomar Rivotril, el único medicamento que me alivia los temblores. Además de los efectos secundarios, hubo momentos en los que no se conseguía y a veces, cuando iba a la farmacia, era criminalizante. Hay todo un fragmento que saqué del libro, creo que es la primera vez que lo cuento, en el que entré una farmacia y las tipas que atendían se rieron. Recordemos que hasta hace poco ese medicamento solo lo buscaban personas con problemas muy serios. Poco se sabe que también sirve para complicaciones musculares”.

Inmediatamente también evoca también a su padre, quien el año pasado, antes de morir, decía que no se imaginaba que vería momentos que le recordarían esos días de la Segunda Guerra Mundial, en los que pasó hambre.

Son varias las experiencias después de publicado El cuarto de los temblores. Varios allegados, por ejemplo, le han dicho que no se habían dado cuenta que ella tiembla. “No se los creo”, dice, “son los ojos del cariño. Creo que no se han percatado porque no les importa. No me juzgan por eso”.

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—¿Es un libro de desahogo?
—No lo sé. Tampoco quiero detenerme a pensar que es particularmente íntimo y confesional. Desde mi primer libro de poesía estoy hablando de mí. No veo mayor diferencia. Lo que pasa es que es más fácil tomarse al personaje de un libro de poesía como ficción, que uno en el que esté claro que soy yo el protagonista. De hecho, algunas personas me han dicho que pudo haber pasado como una novela. El lector siempre toma al otro como ficción porque al final no tiene pruebas de lo que es verdad.

—Hay varios relatos interesantísimos, como aquellos en los que detalla las visitas a curanderos. ¿Esas experiencias influyeron en su vocación literaria?
—No creo que esas experiencias, aunque acá las cuente porque me nutrieron y marcaron, lo haya hecho. Fue el temblor el que hizo que me refugiara en la escritura.

—Usted cita a varios autores que han escrito sobre el temblor. ¿Por qué el temblor fascina tanto en la literatura?
—Porque es incontrolable. El temblor de la tierra no lo ves venir y hay mucho temor. Por eso hay tantas prevenciones frente a los sismos. En el cuerpo también. Pregunté a varias personas qué pasarían si temblaran y a todos les da miedo. Además de que impide cosas, es la visualización de un mal que no puedes ver. Es un síntoma de una enfermedad, de miedo o frío.

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—¿Hay quienes ven en El cuarto de los temblores un libro de superar adversidades, de autoayuda?
—Sí. Por supuesto que no es mi intención, pero entiendo que pueda verse así. Tampoco es que yo sea un ejemplo o una heroína, pero me parece magnífico si a alguien lo va a ayudar. De hecho, estuve en una actividad con la Fundación Distonía Venezuela, a la que asistieron personas o familiares de aquellos que padecen esta condición. Terminó siendo una sesión terapéutica. Por primera vez desde que estoy hablando de este libro, lloré. Me conmovió que entre esas personas con muchas dificultades y yo, hay mínimos momentos con o sin oxígeno. Fue maravilloso. Me preguntaron mucho sobre cómo hice para superarlo, cómo llevo escritura o cómo fue mi vida en el colegio y la universidad.

—¿Es la primera vez que tiene la oportunidad de una interacción así?
—¡Sí! Y me parece lo más bonito que está ocurriendo con el libro. No es lo que esperaba ni lo estaba buscando. Pero si en algo puede ayudar, es maravilloso.

—¿Es El cuarto de los temblores una forma de subsanar reproches del pasado relacionados con la familia u otras personas?
—Creo que todo libro busca cicatrizar, saldar deudas, incluso predecir futuros reclamos y preguntas. Pero conscientemente no. ¿A quién puedo reclamar esto? ¿A mis padres? ¿A los médicos? ¿A Dios? Todo eso es absurdo. No fue fácil atender la situación cuando era una niña porque no había respuestas. Recuerda que hablamos de un momento cuando ni se nos ocurría que existirían exámenes genéticos. Nunca hubo respuestas para mis padres, que vivieron una angustia muy grande. Eso solo lo entendí cuando fui madre. Por eso es una búsqueda de respuestas. He estado toda mi vida buscando respuestas. En un momento mis padres me llevaron a médicos, brujos, curanderos, pero después fui sola a doctores porque quería saber.

—¿Y cómo se vive con la ausencia de respuestas?
—Nada, se vive, pero hay que tener claro que no las hay. Mi vida ha sido comprender que no hay respuestas o que las respuestas vienen de otro lado. Si yo no hubiera temblado, si no hubiera existido el bullying del colegio y las demás dificultades, sé que no hubiese escrito. Habría sido una niña cualquiera, quizá sifrina. No hubiese existido la necesidad de cobijarme en la palabra. Fíjate, ahora estamos hablando tú y yo.

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—¿Entonces la lectura es un refugio?
—Como todo, al principio fue un refugio. Escribía muchísimo, veinte poemas en un día y la gaveta estaba llena. Fue un gran refugio al poder decir lo que no me dejaban o no me atrevía a expresar en su momento. Luego, ya hubo una conciencia. Claro, ya la escritura no es un asunto terapéutico ni catártico. Empezó a mezclarse con las edades que iba teniendo y los intereses: el amor, lo erótico, el conocimiento. Lo que empezó como refugio terminó como oficio.

—¿Qué pasaba cuando encontraba autores o personajes que vivían momentos similares a los de usted?
—Una iluminación. Tuve la fortuna de formalizar lo que venía haciendo a los 16 años. A esa edad ya estaba en un taller literario con un magnifico director que era Néstor Leal, quien rápidamente me sacó de Pablo Neruda y los textos del colegio.

—Sí, pero me refiero a escritores que tenían algún tipo de relación con el temblor o con temores similares
—Son espejos y una especie de muleta cuando ves que otros tienen condiciones mucho más agobiantes. Eso ya es una intelectualización del tema, que deja de ser visceral para ser todo devorado por la búsqueda de conocimiento. Se fueron cruzando las referencias.

—¿Siempre quiso que fuera un libro transgenérico o surgió así a medida que escribía durante estos años?
—Siempre tomo una decisión, pero cuando quiero escribir un poemario, sale una novela, y cuando quiero escribir una novela, sale poesía. Fueron tantos los discursos que fui encontrando, un libro de retazos. Hacerlo coherente todo en prosa, se me hacía artificioso. Así no lo construí.

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—¿En qué momento sabe cuándo está listo un libro que resulta tan personal y en el que invirtió diez años?
—Quizá hace año y medio dije ya. El temblor ha estado durante toda mi vida, no puedo describirlo todo y esto tan solo es una muestra. Así que decidí darle forma. Fue muy angustiante ver el archivo que tenía con todas las anotaciones. Tal vez más adelante pueda añadir cosas.

Si bien Goldberg celebra la publicación del libro, no es optimista con respecto al futuro de la industria editorial en Venezuela. “No sé si pueda sostenerse más tiempo. Saldrán más libros, pero no sé qué pasará después. Hay librerías que están cerrando y el lector cada vez llega menos a las publicaciones”.

—¿Y qué puede hacer el escritor?
—Uno hace lo que puede. El escritor no debe dejar de escribir porque es lo que elegimos hacer, lo único que sabemos. En último caso, quedará Internet, con o sin conexión. Cuando el libro exija salir, lo hará aunque sea en unos papelitos.

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