Literatura

Juan “Corazón” Planchard, un bolichico no tan de ficción

Las aventuras de Juan Planchard o la historia rocambolesca del bolichico que solo viaja en jets privados, acude a orgías internacionales, disfruta de las prostitutas más apetecibles y se rumbea los reales del guiso, ha causado virus y revuelo dentro y fuera de redes sociales. El autor, Jonathan Jakubowicz, elabora un diagnóstico y un escalofriante chequeo de la realidad del país

Texto: Luz Elena Carrascosa @bettyvixenluz
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Planchard tiene millones de dólares en su cuenta. Casas y apartamentos en Caracas, Madrid y Nueva York. También tiene el toque macarra de todo bolichico que se precie: es dueño de una vende paga en el Hotel Palms de Las Vegas. Soltero. Confiesa su debilidad por “culitos impresionantes con el bollo catire”. También habla “inglés machucado del CVA”. Se cansó de “pelar bola, puso atención” y espabiló. No como otros que aún siguen “marchando y tuiteando en contra de la revolución”. Y aunque Venezuela haya sido destino para el ultramoderno Concorde, se rumbee con un whisky más viejo que tus hijos mayores y siga siendo un loco paraíso para pocos, Juan está claro en que no hay como el imperio y que prefiere vivir fuera de esta chaborrada. Así presenta Jonathan Jakubowicz a Juan, el antihéroe de su primera novela, Las Aventuras de Juan Planchard.
Jakubowicz, director de las películas Secuestro Express y Hands of Stone, ha contado a diversos medios, a propósito de su estreno como escritor, que la promoción de su último filme —la asistencia al Festival de Cannes, concretamente—, lo hizo coincidir con varios paisanos en esas esferas. Ver sus estilos de vida sirvió de inspiración para escribir la novela.
Por supuesto, Venezuela, la versátil e impredecible dinámica de su caída libre, el Chigüire Bipolar, y otros “Juegos del hambre” son material indiscutible para una narrativa tan emocionante como hiperreal y repulsiva. También la patria revolucionaria es el domicilio que vio nacer a Jonathan, el creador de este personaje de “caballería bolichica”.
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Todos tenemos un gramo de Planchard
Muchos venezolanos —así no amasen la fortuna de Juan— tienen su gramo de Planchard: echón, rumbero, guisando a todo evento, exhibiendo “al culito” con más 400 cc de implantes mamarios o de glúteos, o exhibiéndose en general y en una eterna guasa. Jakubowicz define a su anti héroe: “Juan Planchard es un chavista relativamente modesto pues apenas tiene 5 millones de dólares. Es difícil entenderlo, pero es una cantidad baja en la liga en la que se mueven estos tipos. La era CADIVI lo que hizo fue llevar el boom petrolero a niveles históricos de corrupción. Las cifras que manejan estas personas son de príncipes sauditas.
¿En realidad todos hemos sido un poco Juan Planchard?
—Todo el que ha sobornado a un fiscal de tránsito o a un funcionario público para un trámite, todo el que le compra a un bachaquero, está contribuyendo a la descomposición del país, y reduciendo la posibilidad de que las cosas funcionen algún día. El problema es que la revolución hizo completamente imposible la vida sin depender de esas operaciones ilegales. De excepciones pasaron a ser la norma, pues todo el estado gira alrededor de la corrupción. Jakubowicz puntualiza: “Los verdaderos Juan Planchard son personas cuyo nombre nadie ha escuchado. Testaferros como los del vice, o esos inversionistas que a cada rato salen anunciados en España metiendo millones de euros en un negocio”.
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El corazón de Planchard
Jakubowicz conoce ciertamente las extravagancias y debilidades del boliburgués. Su precisión pone a volar a estos personajes en escenografías tan tacky y nuevo ricas que hacen largar al lector caudales de babas. En una entrevista radial para el periodista César Miguel Rondón, confesó que el personaje de Planchard era una mezcla de tres bolichicos de verdad verdad, “dos de ellos han leído la novela y les parece que me quedé corto”. También en la misma entrevista añade: “la venganza es que muchos del gobierno no leen o no saben leer”. Y así Juan Planchard descansa entre las denuncias semiadvertidas, sin dejar de ser hirientes.
Juan es asiduo a fiestas de swingers, cuando no lo espera un jet es un helicóptero o una limo Hummer. Un eterno “spring breaker” con menú variado de drogas estimulantes. Coca de pureza tan elevada que podría ser medicinal y consumida en cantidades que dejarían patidifuso a Tony Montana; ectasys con el rostro del Ché Guevara como rúbrica para que la revolución se les vuelva una chicha bailarina en el torrente sanguíneo; dj´s reputados internacionalmente que ya no lo convencen ni lo incitan a las danzas místicas; prostitutas prefabricadas, chulas casi robotizadas y de toda etnia, pagadas con CADIVI y pare de contar.
Pero para Juan Planchard, ni siquiera sumergirse en el “ciclón de curvas cariocas”, en el que una de sus hembras de turno intenta ahogarlo, nada lo llena por completo. Su flujo de ideas, incesante name dropping, incosteables marcas e imposible tren de vida, hacen pensar levemente en Justin Bateman de American Psycho de Bret Easton Ellis. Hasta que llega el momento en el que la rana René recuerda que no son los años ochenta y que el protagonista es una versión muy bolivariana. Según el autor, los bolichicos que han leído el texto “tienen más cuentos, más largos y más alucinantes”.
El autor ubica a este sempiterno bachelor tras una emoción legítima, una que podría comprar fácilmente. Está tan aburrido como María Eugenia Alonso, la exquisita sabihonda de Teresa de la Parra o como Kurt Cobain en general. Su felicidad superficial y tedio están a punto de virar hacia otra fase.
En sus líneas más sinceras, Planchard deja saber que, aunque vaya ligero de espermatozoides, su corazón no se aviene con el vacío: “Pocos entienden que lidiar con el éxito excesivo es tan difícil como lidiar con el fracaso.” “…y yo estoy condenado a la soledad. Una soledad llena de nalgas firmes, pero soledad al fin”.
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“…Por primera vez en mi vida pensé en el suicidio. Obvio que no en el suicidio inmediato; si decidiese matarme, primero me rumbearía los reales, que eran muchos (…) Pero sí, pensé que quizá no valía la pena esta existencia vacía de contenido, carente de objetivo, en la que todo giraba alrededor del dinero y la sensualidad. Pensé que quizá me había equivocado al irme por el dinero fácil. Pero de inmediato recordé los tiempos en los que había pelado bola. Recordé a los panas caraqueños que todavía pelaban bola, marchando y tuiteando contra la revolución, como propios pendejos, y se me quitó la depre. Me cagué de la risa”.
La novela es un ejercicio perfecto y justo para lectores locales acostumbrados a telenovelas y a ediciones cada vez más dolorosas de certámenes de belleza. Algunas sombras de Grey guiñan, muchas: entre jets privados, momentos de shopping —que CADIVI a veces no materializa—, eventos S&M, titubeos de redención y amor verdadero a lo Pretty Woman, tanto para Scarlet —la “naïve” prostituta— como para Juan, el bolichico más pussy whipped que ha parido una madre.
El inenarrable daño histórico
No hay proyección tan apocalíptica ni tan espeluznante que se acerque a la experiencia de visitar el barrio La Peste de El Cementerio en moto. Allí, cualquier extravagancia salvaje del bolichico más creativo y poderoso queda en el nivel más Disney, y Planchard, lejos de jets privados y esta vez de parrillero, filosofa de nuevo: “Definitivamente no hay progreso en El Cementerio. Es un caos absoluto, una vaina africana o asiática, un desastre sin leyes, con un gentío loco, un mercado callejero que abarrota las calles con ropa, frutas, pescados… vainas nuevas, vainas robadas, vainas buenas, vainas raras… Todo se consigue en El Cementerio. Y la mejor manera de verlo tiene que ser en moto, respirando esos olores de mugre ancestral que hacen que uno se sienta en la Edad Media…”.
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“Aquel que crea que nuestro problema social es solucionable, que vaya y visite La Peste. Con pararse allí encontrará su respuesta. Esto no lo arregla nadie. Ni socialismo, ni capitalismo, ni democracia, ni dictadura. Estamos ante un crimen social histórico, cometido por todos, gobernantes y gobernados. La vaina está demasiado más jodida de lo que imaginamos.”
“—Si María Corina Machado o Leopoldo López se llegan algún día a este lugar, empacan sus vainas y se van del país —dijo el Comisario con un extraño orgullo”.
¿Dudamel es medio Juan Planchard?
—Dudamel es un caso único, pues aunque no haya robado, convirtió al arte más elevado en símbolo de la dictadura. A nuestro país lo que más le falta es educación y cultura, y Dudamel nos ha hecho un daño histórico mostrándole a las nuevas generaciones que se puede ser un gran artista y a la vez celebrar a criminales.
Y aunque Jakubowicz haya declarado a la periodista cubana Yoani Sánchez temer convertirse “en esa nefasta figura del artista que apoya al represor, una figura muy frecuente en nuestros países y que le ha hecho muchísimo daño a nuestros pueblos”, aún guarda una pequeña esperanza y ningún rencor para el compositor: “En su caso, tengo la esperanza de que algún día logrará redimirse. Sin duda lo necesitaremos en la refundación del país.”
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¿Crees que es un gen con el que viviremos hasta estar millones de veces más empobrecidos?
—Yo no creo que es una cuestión genética, creo que es una consecuencia de que la nación tiene muchos ingresos pero nadie nunca ha querido pagar los salarios que corresponden, y eso hace inevitable la corrupción. Tú no puedes pedirle a un policía que no se corrompa cuando lo que le pagas no alcanza para comer. Creo que la debacle absoluta en la que nos está dejando el chavismo es una oportunidad para comenzar de cero, y fundar empresas privadas con salarios de primer mundo. La gente quiere trabajar, pero trabajar tiene que tener sentido. En este momento el sueldo mínimo debería ser al menos un millón y medio de bolívares mensuales. El salario tiene que ser suficiente para vivir con dignidad, sin robar. Esa tiene que ser la meta de la sexta república, fijar un salario mínimo de al menos $500 dólares mensuales. Menos que eso no alcanza para comer y el que no lo entienda no ha entendido nada de lo que pasó en Venezuela.
La redención del bolichico
Todo lo escrito en Las aventuras de Juan Planchard es demasiado para digerir. Más allá de una calidad literaria —no pretendida por Jakubowicz—, es una novela que logra dejar boquiabierto al lector durante su lectura. Especialmente porque se consume en un abrir y cerrar de ojos y por el demencial placer de leer tamaña evidencia y prueba catedralicia de este desorden desenfrenado de 18 años de institución bolivariana. “Llegamos a un momento en el que la elección está entre ser honesto y comer basura, o ser chavista y vivir en una mansión. En ese contexto es posible que Juan Planchard genere empatía, a pesar de todo”, señala su creador.
Juan Planchard ¿tiene castigo y redención?
—Juan ya tuvo su castigo y mi esperanza es que algún día se redima. Veremos qué pasa en la segunda parte.
Por lo pronto, la novela no será televisada. Si bien la riqueza visual de la narrativa lo pide a gritos, el autor apunta que, aunque sea posible, ya rechazó una oferta para hacerla. “La vida de Juan es muy costosa, y no se le podía hacer justicia con la cantidad que ofrecían para filmar. El libro lo están leyendo en todos lados. Incluso hay un grupo de Zello de 50 mil personas que se reúne para leerlo todas las noches. Sería divertido convertirlo en serie de TV.”
Jakubowicz confía en la subversión de su narrativa y finaliza: “Vivimos bombardeados por imágenes y a veces una página llena de letras te inclina más a pensar. Yo creo que en el fondo a Venezuela lo que más falta le hace es pensar”.
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