Íconos

Juan Villoro camino a la utopía

Juan Villoro está claro que su papel como escritor no es solo contar una historia, sino también apostar por la transformación de la lengua. Su bandera es hoy: tratar de convertir la vida en una forma del arte. Por lo tanto, increpa a esos redactores de medios que obedecen al periodismo bonsái “donde casi no hay espacio para un despliegue personal”

Fotografía: Vasco Szinetar
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El filósofo mexicano Luis Villoro Toranzo se desvaneció a la una de la tarde del miércoles cinco de marzo y no volvió a abrir los ojos. Tenía 91 años y vivió el final de sus días con una actitud de desprendimiento, por lo que no les extrañó a sus hijos cuando mandó el grueso de su biblioteca y papeles a la Universidad de Morelia. “Fue como un primer acto de despedida, muy radical, para una persona que ha vivido rodeado de libros. De pronto, cuando dice que se los lleven fue como el inicio de un funeral vikingo. O sea: estábamos esperando el momento en que la barca en llamas entra rumbo al mar”, recuerda su hijo, el escritor Juan Villoro.

Sin embargo, una última sorpresa del pensador aguardaba a Juan. No se trataba de algo relacionado con las grandes pasiones filosóficas de su padre —como eran los vínculos entre el conocimiento y poder o las reflexiones éticas sobre la injusticia— sino un último gesto de camaradería libresca, desde el más allá.

Poco después de las exequias la encargada de las labores domésticas del hogar paterno, llamó a Juan y le pidió que fuera a buscar una bolsa de libros que su padre le había dejado. “Había una bolsa grande de esas que se usan para meter ropa deportiva. Una mochila en forma de chorizo que me había dejado. Cuando la abrí vi que estaba llena de libros de Octavio Paz. Habla mucho de la manera que él tenía de pensar, en los demás, a través de los libros”.

—¿Qué sucede cuando se topa con uno de esos libros en la biblioteca?
—Por ejemplo acabo de releer El arco y la lira de Octavio Paz, con los resaltados de mi papá, que es distinto a la versión que había leído sin sus subrayados. Es algo muy interesante porque se entabla un diálogo silencioso con él. Sobre todo ahora que acaba de morir. Es algo muy impresionante.

El ojo en la nuca, su libro más reciente, son conversaciones con Ilan Stavans, un intelectual de intereses muy distintos a los suyos ¿Fue extraña esa experiencia de debate?
—Él pertenece a la comunidad judía de México y, desde muy joven, tenía una idea de emigrar como destino posible. No ha dejado de ser mexicano, pero se fue a vivir en los EEUU. Ha publicado en inglés y se ha especializado en el spanglish. Entonces es un mexicano desarraigado, nómada que tiene una visión periférica de nuestro país. Me pareció que era una persona suficientemente distinta para dialogar de la literatura, el país, la identidad, el miedo, el orgullo, el fracaso de ser mexicano, Dios, mi padre, etc. todo esto que funciona bien.

—No es la primera experiencia dialogante que tiene y luego se convierte en libro ¿Qué diferencia tiene este nuevo volumen de Ida y vuelta con el que escribió junto a Martín Caparrós?
—Es muy distinto. Martin y yo somos muy amigos. Nos peleamos como solo pueden pelearse dos amigos. Él me parece una lata terrible cuando juega el real Madrid contra el Barcelona. Él es madridista, argentino y Argentina es nuestro coco en los mundiales. Es una cuestión bastante dramática tener que discutir con un argentino, cuando te restriegan en la cara la última victoria que han tenido sobre tu selección y con Martin la idea era demostrar que el fútbol era una forma de la amistad. Allí las jugadas que duran unos cuantos segundos en la cancha, pueden durar un tiempo indeterminado en la plática de los amigos.

—¿Se trataba de mostrar que el fútbol es una forma de diálogo?
—Exacto, eso está muy bien, porque hablábamos de fútbol pero luego saltas a las mujeres, política, Monsiváis, la situación del país…a él le dio malaria, entonces hablamos de su enfermedad. Lo interesante que Caparrós estaba recorriendo el planeta haciendo crónicas para la ONU y, dentro de esta vuelta que le dio al mundo, recaló en Sudáfrica y vio uno de los partidos del mundial antepasado. En cambio yo soy un sedentario obsesivo que estaba en el DF. Era alguien que ve el fútbol desde un punto fijo en su país y otro que lo estaba buscando en todo el mundo.

—En sus libros emergen reflexiones sobre la contracultura mexicana ¿Se veía de joven como un detective salvaje que investigaba la realidad de manera rebelde?
—En los años sesenta había una idea muy vitalista de la literatura. Escritores, como Jack Kerouac, habían postulado la posibilidad de hacer una literatura del camino. En aquella época había esta idea de encontrar como una verdad rebelde viviendo de otra manera. Para nosotros el fin era tratar de convertir la vida en una forma del arte. Entonces queríamos vivir de una manera suficientemente arriesgada, creativa o diferente para que te llegaran buenas historias.

—¿La recuerda como una época ingenua?
—Había algo de ingenuidad en todo esto, pero muy vinculado con una cultura de sexo, drogas y rock & roll. Estar en el camino y todo eso que compartimos. La contracultura sobrevivió a través de muchas obras valiosas como la de Roberto Bolaño… alguna vez Roger Bartra dijo que “el ‘68 fracasó como movimiento político pero no como movimiento contracultural porque muchas cosas cambiaron”. Pero también pienso que los que estábamos metidos en eso pensábamos que, a través de las drogas, la gente iba a estar en un mundo de percepción y armonía diferente. Que por medio de la música íbamos a crear una comunidad verdaderamente increíble. Creíamos que llegaríamos a las comunidades indígenas o agrarias, al ejido mexicano para decir ‘bueno vamos a hacer de esto una comuna y vamos a vivir todos aquí desnudos’. Era como esa utopía hippie, con grandes dosis de ingenuidad, porque todo eso acabó en otras cosas.

—¿Adónde los llevó toda esa ingenuidad?
—Hoy en día la utopía de las drogas desembocó en narcotráfico y la utopía de la arcadia primitiva, de buscar el origen del mundo en el campo, acabó en ecocidio. El amor libre terminó con el sida, entonces tenemos una época del desencanto y, ciertamente, ese impulso libertario fue maravilloso con grandes dosis de ingenuidad. Pero sin ingenuidad no se hacen revoluciones.

—En El ojo en la nuca dice que el estilo literario le insufla vida a las páginas mientras que hay estilos mecánicos e inertes ¿Cree que este último es el que impera en los diarios?
—Siempre depende de quién escriba en los periódicos. Creo que, en general, si están muy llenos de materia inerte. Muchas veces quienes colaboramos en ellos estamos obligados al periodismo bonsái, donde casi no hay espacio para un despliegue personal o un adjetivo porque tienes que reducir mucho. Pero siempre depende de los periodistas, un texto de Daniel Samper o Antonio Caballero en Colombia, o de Alberto Barrera o Ibsen Martínez, en Venezuela, siempre van a tener una gran calidad literaria.

—¿Qué debe hacer un escritor para mantener su estilo?
—Creo que un escritor debe escribir de manera diferente. Me llamó mucho la atención que hay novelistas y cuentistas que, de repente, escriben artículos de periódicos o crónicas y lo hacen desde un punto de vista que, de redacción, es correcto pero que no tiene la menor voluntad de estilo. Es decir, no tienen el menor intento de escribir de manera diferente, de postular otra posibilidad y eso me parece nefasto. No creo que un escritor deba limitarse simplemente a utilizar sujeto, verbo y predicado para que todo concuerde, desde el punto de vista gramatical. Debes apostar por una transformación de la lengua, incluso en los artículos periodísticos, y allí hay lecciones maravillosas como toda la obra de Ramón Gómez de la Serna quien, casi siempre, ejerció en los periódicos y dio lugar a casi 100 libros. Eso es un modelo de ejercicio de la inventiva y la creatividad, a través del periodismo.

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