Crónica

La convención de los monstruos

Caracas puede ser tan freak como le dé la gana. Quien lo dude debió acercarse a Urban Cuplé en cuyos espacios, desde el viernes 30 de enero hasta el domingo primero de febrero, tuvo lugar Expo Tattoo. Solo allí el espectador se dará cuenta que “los diferentes” no son minoría cuando se reúnen. El conjunto está marcado por tatuajes, deformaciones, extravagancia de ciencia ficción

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A este show de “fenómenos” se puede acceder una vez que se paga los 1.000 Bs de la entrada de Expo Tattoo. Una exhibición organizada por el famoso Emilio González. Ese personaje imponente y reconocido incluso por la televisión por su sangriento espectáculo de suspenderse por los aires clavándose garfios en los músculos mientras la sangre y los suspiros de asombro corren. El evento aglutina más de 400 toldos en los que, frente contra frente y sudor con sudor, se imprimen las nuevas caras de la metamorfosis. Sus clientes van a su resguardo para tatuarse la piel o hacer alguna otra práctica para muchos de cirujanos o atracciones de variedades. El sonido de las frenéticas agujas de las máquinas que inyectan tinta sirve de musicalización y bienvenida. También el eco espumante de las cervezas recién abiertas. Con ánimos o no de intervención, la atmósfera es parte de este numerito digno de ser registrado por las cámaras de National Geografic para el programa Tabú.

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Es sábado, día de gastar la quincena ―en lo que sea, tatuajes y pircings, dolores incluidos. Quienes en la calle son completos extraños aquí son uno más. Se sienten en cofradía. Más bien cómodos entre filos de acero inoxidable, punzones y tinta derramada, orejas estiradas, ojos rayados, miembros y extremidades caricaturizados y hasta descuartizados. Aquí nadie los juzga. Estos adeptos pagan para ver a los artistas que tatúan u horadan carnes con BodyPircieng. Quieren ser como ellos. Y es que se ven tan normales que todo el que no tenga un agujero hecho se vuelve extraño. Ansiosos por ser parte del clan, miles de visitantes se sientan en la silla que los marcará de por vida.

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Apenas se entra a una de estas pequeñas carpas huele más que a testosteronas. Los tufos de cerveza y tequeños se pasean por entre los vendedores ambulantes y saltimbanquis. Sin embargo, el foco va hacia esos hombres hechos animé. Aquellos que parecen más una comiquita de una película japonesa, de terror o extravagancia diseñada, tan seguros de sí mismos como para convertirse en vampiros mortales, diablos caminantes, zombies salido cementerios y tierra húmeda, bestias entre bellas. Ellos son los que reciben a la concurrencia curiosa, la que no gusta de ser monstruos pero sí de un dibujito en la pantorrilla o en el brazo izquierdo. Los anfitriones y muchos de ellos dueños de los 400 chiringuitos no se conformaron con los carnavales. Hicieron de sus cuerpos un lienzo andante. No miran mal, pues este es su terreno, la Expo Tattoo es lo suyo.

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En las calles los señalan con los dedos y aquí con el flash de las cámaras. “Hay que tomarle una foto. Este tipo es increíble”, susurró una muchacha con más de cinco tatús mientras levantaba su Canon para inmortalizar el momento. Tiene la barba roja, esclerótica negra —sí, la parte blanca del ojo está tatuada por completo, no hay línea que distinga el iris y la esclerótica. Todo en él es negro aunque otros apuestan por el azul. Pero no es Monster Inc. Es tan extraordinaria su valentía. La lleva a cuesta. Y los que no son como él se retratan a su lado —nadie parece querer un snapchat con un simple mortal.web3

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Henry Rodríguez se distingue entre el montón. Se encuentra como modelo de un stand —sus transformaciones le dan trabajo en carnaval y en eventos de este tipo. Tiene un aire de fantasía al de Red Skull, el villano de la cinta Captain America. No pasa desapercibido jamás, ni siquiera aquí. Los niños no temen en jalarle la camisa para llamar su atención. Sus amigos lo chalequean. “¡Berro! Pero no te han dejado descansar. Eres el más popular de aquí”. Sonríe un poco obstinado del asunto. Una chica, más bien simplona y de gordura angelical, le toca el hombro. “Mi amiga pregunta si tienes novia”. Red skull voltea y le pica el ojo. La íntima “curiosa” empuja disimuladamente a la otra y le dice “Zape gato”. Se ahuyenta porque Henry no se parece a ninguno de los galanes que ella había piropeado antes. El “Red Skull” venezolano se retiró el cartílago de la nariz para dejar solo la forma de su esqueleto expuesta. La piel cae en el hueso de calavera. Además, tiene tres implantes redondos en las cejas, dos en cada lado de la frente y tres aros en el medio. Su rostro está teñido de rojo vivo. Y como en sus ojos no hay blanco alguno su interlocutor no sabe adónde mira. Su mirada está perdida en la umbría. Pero él no. Sabe muy bien su destino.

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En la Expo Tattoo los cánones de belleza que dictamina Osmel Sousa no son los únicos. Más bien están proscritos. No hay Barbie tampoco lentejuelas ni dieta de Richard Linares, no. La misses de este lugar usan minifaldas de cuadros, los cauchos se los tapan con tatuajes. El cabello lo pintan de morado y todo el delineador negro que encuentren en su camino es el make up de moda. Mas sí hay prótesis —acaso el único artículo en común y también se negocian en dólares.

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Hay quienes prefieren intradérmicos, introducidos a la piel mediante una incisión con bisturí. Suelen ser prótesis más pequeñas que las de las lolas. Los hay de muchas formas: circular, lineal y hasta de cachos, todo depende del consumidor. Jhon, cuyo oficio se confunde con carnicero, comenta: “‘el silicón’ deben traerse de afuera, por eso los precios suelen estar basados en el dólar negro”. Un cliente curioso le preguntó:“¿Mi pana a cuánto los implantes?”. Le respondió: “Uy el más pequeñito en 15.000”. Comenta, al irse el cazador de precios. “Preguntan aquí para hacerse esos procedimientos porque está borracha, yo ni de broma hago eso aquí”.Es un encierro, una granja de bacterias, tosen, estornudan, sudan. Comen y beben. “Cualquier enfermedad se puede contraer in situ”, dice Jhon sus razones por las que no se mete en ese lío.

Sin embargo, hay algunos que se atreven a hacerse implantaciones en medio del bululú. Por ejemplo, un muchacho de rasgos aindiados y de franela azul. Se sentó a guisa cruzada en el piso del pasillo donde transita tutilimundi. Con su teléfono celular en la mano decidió hacerse una selfie mientras lo preparaban para hacerle la operación —que por cierto suelen hacerse de forma ambulatoria en un hospital o clínica con las condiciones de salubridad necesarias. La suya es para ponerse unas protuberancias a la altura de la cabeza. Aquello era un circo y él es el payaso. El público las focas.

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“¿Qué haces cuando te miran feo?”, sondea una curiosa a “ElbrazodeLubert”. “Bueno al principio yo respondía de la misma manera. Ahora me ven como quieran. No me importa. Respondo con amabilidad. Al final creo que es parte de evolucionar en este mundo distinto”. Lubert Castillo, quien llama a su alter ego “elbrazodelubert”, tiene una tienda en Valencia que dejó sin regencia para venir a la expo Tattoo. “La primera vez que acudí a una de estas convenciones tenía 17 años. Allí quedé enganchado. Me hice un pircing en la lengua y desde entonces no he podido parar”. Para muchos no es capricho o un simple viraje de rumbo. “No es cambio de cuerpo sino de vida”, remata. “Yo no tengo problemas para comunicarme. Las personas tienen problemas para comunicarse conmigo”.

Lubert tiene franjas subdérmicas en los brazos simulando la piel de un cocodrilo. Dos túneles en las orejas en donde un resaltador encontraría un buen espacio para sostenerse. Tattoos en la cara. También tiene bifurcación lingual. O sea: le cortaron por la mitad la lengua con un bisturí para que luciera como la de un lagarto. Bífida.“Esta apariencia me ha abierto puertas. He podido crecer profesionalmente. Sin embargo, me ha cerrado otras, por ejemplo, no puedo practicar deportes de contacto”.

No había ni un solo puesto que no tuviese a un cliente. Emilio González y sus discípulos no han descansado en todo el día. Se limpiaban con un paño las gotas de sudor en el segundo de descanso. Otros sabían hacer malabares en medio de un tatuaje, tragan alcohol, entregan una tarjeta de presentación a quien husmee. Todo al mismo tiempo. Hay tanta cerveza como sangre y tinta corriendo. Algunos estriñen la cara, otros tantos cargan con orgullo una raya más para el tigre.

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—¿Te duele? No, no siento nada. Otros no hablan del tema. Su cara trasluce el padecimiento.

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Afuera todo es distinto. Las luces se apagan y los demás están sobrios. Ya no están en casa. Federico Oropeza se enorgullece por sus túneles y modificaciones corporales ―varias en el pecho y dos a lo largo del pene. Habla con simplicidad “muchas mujeres se operan para verse más bonitas y subir su autoestima. Es lo mismo en mi caso, yo me hago esto por estética”. Él es cocinero y por su trabajo debe mantener una imagen de formal. Se le alumbran los ojos cuando nombra lo que quiere hacerse. Es consciente que en Caracas lo motejaría. “Si me voy del país estoy seguro que me haré muchos proyectos físicos más”. Como “Elbrazodelubert” y la “Mujer Vampiro”, que no buscó ese apodo, se lo pusieron quienes la escrutaban y criticaban, Federico hace eco de su espíritu: “nosotros no nos hacemos cambios para que otros volteen a vernos. Simplemente reflejan lo que llevamos dentro”.

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