Crónica

La noche más oscura de Caracas

La estampa era la de una ciudad apagada, postapocalíptica, muerta. Durante al menos una década, el gobierno nacional "cuidó" a Caracas para que la capital no sufriera los embates del racionamiento eléctrico que para otras regiones es pan de cada día. Pero a partir del jueves 7 de marzo todo cambió, y luego el colapso se profundizó

FOTOGRAFÍAS: HUGO PASSARELLO LUNA Y VÍCTOR AMAYA
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La del 9 de marzo fue la noche más oscura de Caracas. Ningún sector tuvo luz en la capital. Solamente algunos edificios con plantas eléctricas mantenían algún tipo de iluminación, y de allí se pegaba quien podía. En Plaza Venezuela, por ejemplo, había perreros con luz que aceptaban dólares en efectivo como única forma de pago. Un contingente numeroso del FAES aprovechaba de comerse una bala fría, mientras sus armas largas mantenían las calientes a la espera de ser disparadas.

Pero la oscurana, en el resto de la capital, era absoluta. Parque Central era una sombra, una silueta apenas de una modernidad perdida. La avenida Bolívar que se extiende desde allí hasta El Silencio era un pasillo ciego. Algún vehículo cruzando el asfalto, una motocicleta a toda velocidad, y silencio. Las únicas luces del trayecto, fugaces y en desbandada.

Allí, al fondo, los retratos de Simón Bolívar y de Hugo Chávez coronando la estructura nunca terminada del Palacio de Justicia, elefante blanco pero negrísimo esa noche del sábado 9. Ellos tampoco veían, ni siquiera lo que tenían más cerca: el Bolívar Civil, con su piel de metal oscura, era tragado por la noche.

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En la avenida Urdaneta había otro ambiente, igual de oscuro pero más bullicioso. Tampoco había luz, pero sí muchas personas en la calle. Civiles resguardando esquinas, funcionarios del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (Cicpc) a las afueras de su sede. Cada mirada era un escrutinio. La desconfianza era norma. Las armas al cinto parecían un requisito. «Caracas va a arder esta noche», gritó alguien. Le siguieron silbidos, como anunciando la presencia de un intruso.

En la avenida Panteón también había colectivos, aprovechando la energía de la planta de la clínica La Arboleda. «Pasa, pasa rápido», le gritaban a quien transitara por ahí. Igual los que rodeaban el Banco Central de Venezuela. Ellos también tenían miedo, pero lo soportaban en patota. Al final, el Panteón Nacional con la llama eterna al Libertador, como una vela gigante en medio de la oscuridad.

El cerco de seguridad en Miraflores, que habitualmente mantiene cerrada la vía enfrente del palacio presidencial, estaba ampliado. Antes del puente Llaguno ya era imposible el paso. La Guardia Nacional se aseguraba de eso con un puñado de efectivos bien armados y barricadas de metal. Desde esa esquina, a lo lejos, se veía un Miraflores en penumbras. Adentro seguro había luz, una planta eléctrica sonaba a la distancia con su ronroneo de privilegiados, pero afuera poco más que algún resplandor.

En la plaza O’Leary no había un alma. El sueño modernista de Carlos Raúl Villanueva vencido por el delirio del chavismo. Pero desde allí se abría un portal hacia San Martín, donde la intranquilidad era protagonista. La avenida que cruza la vía Capuchinos llena de escombros, botellas rotas, piedras. Era el escenario de una guerra que parecía terminada, pero que a medianoche apenas tomaba un respiro.

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Desde las 9 de la noche de ese 9 de marzo, un grupo no mayor de 10 hombres comenzó a encender cauchos en la entrada de la avenida José Ángel Lamas que conecta con la avenida San Martín de Caracas. Encendieron dos, uno en la vía que sube y otro en la que baja, generando una humareda que asfixió a más de uno. Hubo vecinos que pensaron «comenzó el peo» luego de 72 horas de apagón, otros se preocuparon por las consecuencias de la previsible guerra con las fuerzas violentas del poder.

«Lo que querían era robar y saquear los negocios de la zona desprovista totalmente de seguridad policial», reveló después una habitante de la zona. «Encendidos los cauchos, inmediatamente comenzaron a levantar las alcantarillas para que ningún vehículo pudiera transitar por allí. A medida que pasaban los minutos se escuchaban más voces de personas merodeando la avenida y la plaza Palos Grandes», detalla. La multitud en la calle aumentó en número. «Mujeres y hombres comenzaron a golpear las santamarías, pero la oscuridad no dejaba ver con exactitud cuál negocio querían saquear».

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Los vecinos defendieron los comercios. Saben que si son destruidos y vaciados, no podrán recuperarse y perderán la posibilidad de adquirir productos allí. No sabían que apenas horas después un supermercado en La Florida sería asaltado para despojarlo de su inventario de licores. Tampoco, que en Parque Humboldt otro comercio sería vandalizado, por hambre, desespero y delincuencia, todo junto; en un evento que dejó decenas de detenidos, familiares denunciando cacerías y hasta policías supuestamente involucrados en el robo. Algunos víctimas y victimarios. Otros solo lo segundo.

En San Martín, a la medianoche, la calma era una impuesta por tanquetas de la Policía Nacional Bolivariana. Ya habían sonado disparos. Una de ellas encarando al barrio, hacia el cerro, mostrando los dientes de las armas largas. Otras dos recorrían la avenida a toda velocidad, perseguían a quienes aún mantenían vivo un fuego bajo el elevado, frente a la iglesia Nuestra Señora de Lourdes. Ese templo, de los más bellos de Caracas, ahogado en humo en oscuridad.

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Más tarde, a la 1:30 de la madrugada, rompieron de nuevo las lacrimógenas en la avenida José Ángel Lamas, entrada del barrio El Guarataro. Fue el último episodio de una guerra que apenas cuadras más adelante hacia el oeste, se sentía lejana. La Maternidad Concepción Palacios estaba del todo iluminada, con una planta eléctrica que se mantuvo repostada de combustible toda la noche. Y de allí, la nada.

En El Paraíso no había luz, ni colectivos, ni policías, ni guardias nacionales patrullando. Era la soledad de una urbanización fantasmal en la que un simple grito desde un balcón retumbó a cuadras de distancia. «Por Dios, reaccionen», gritaba una mujer desesperada. Nadie le contestó.

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El contraste total estaba en Altamira. En el distribuidor de la autopista Francisco Fajardo para subir a la urbanización, una discoteca improvisad y de carros ocupaba al menos un canal de la vía. Vehículos encendidos ponían la luz y la música, mientras sus dueños bebían y navegaban las redes sociales. Allí, las operadoras Movistar y Digitel tenían señal.

«Es sábado y no hay más nada que hacer. Vinimos a darnos unos traguitos tranquilos», comentó Gustavo, de 28 años. Su novia, de 18 lo acompañaba. Él defendía que a pesar del apagón fueron «a disfrutar» y que nada lo diferenciaba de quienes llenaban Las Mercedes «donde todo está normal». Pero en Las Mercedes no había más que un puñado de restaurantes abiertos y una bomba de gasolina surtiendo.

Al este de la ciudad la oscuridad no era distinta. Sin tregua para nadie, urbanizaciones y barrios vivían la ciudad igual de negra. Desde el elevado hacia Palo Verde algún vehículo con sus luces altas iluminaba fugazmente la fachada de la miseria. Una escena quizá irrepetible. Ojalá irrepetible. Detenerse allí era escuchar la brisa y poco más. No rondaban patrullas policiales, no había motorizados. Era la nada.

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En cambio, la noche siguiente, del domingo 10 al lunes 11 de marzo, hubo otra realidad. El gobierno de Nicolás Maduro pudo iluminar buena parte de la capital. El centro de Caracas, particularmente, se mostró tan fulgurante como en semanas no lo había estado. La avenida Bolívar completamente encendida, incluso con adornos lumínicos el Palacio de Justicia a medio terminar que la corona.

Cuando hay luz no hay colectivos, o por lo menos no están en el mismo nivel de alerta. No hubo en la avenida Urdaneta. Los de la Panteón estaban recogidos y en calma. Tampoco había gritos, silbidos, territorios marcados. El acceso a Miraflores volvió a estar truncado pero donde habitualmente es cerrado, en la propia esquina del palacio. Cruzar puente Llaguno era tan fácil como posible. Eso sí, varias patrullas estacionadas velaban porque nadie diera un paso en falso.

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En San Martín la operación fue de limpieza, literalmente. La avenida pasó esa segunda noche sin ningún vestigio del desastre del día anterior. Nada que diera cuenta de los enfrentamientos. La tan ansiada normalidad que desde el poder se propugna desde que comenzó el «ataque cibernético, electromagnético e imperial» que nos dejó a oscuras, y que luego de más de 90 horas aún mantiene apagados a zonas del país. Esa madrugada del lunes aún Lomas del Ávila estaba en penumbras, así como la parte baja de Plaza Venezuela hacia Los Chaguaramos.

El servicio eléctrico, manejado por el chavismo, quizá nunca vuelva a la «normalidad» previa al 7 de marzo de 2019, una marcada por la inequidad en el servicio, los constantes apagones en las regiones y la prioridad de Caracas a expensas del «monte y culebra» del interior. Una decisión política. Pero lo vivido durante esas primeras 72 horas de oscurana quedarán marcadas en la historia local. Cuando salió el sol el drama era y es otro: las consecuencias humanas de una ciudad colapsada, de un país colapsado, de una sociedad al borde, de un gobierno en las últimas.

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