Salud

La ruleta de San Vito

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En el ADN de los hermanos Gotera bracea junto a la afición al canto y a un gen que los hace temblar perpetuamente. Eduardo y María sufren la enfermedad de Huntington, mejor conocida como el “Baile” o “Mal de San Vito”. Pero se niegan a abrazarla como su realidad en el empobrecido sector San Luis de San Francisco, Zulia. Sus historias hacen malabares entre el altruismo de sus vecinos y sus propias tragedias, llenas de violencia. Su principal herencia les corre por sangre y será un azar de turbaciones para sus descendientes

Está empapado de pies a cabeza cuando irrumpe en la humilde casa de fachada lila y portón blanco. Larry Eduardo Gotera Villasmil, de 36 años, llega a sus anchas, con su short negro emparamado, el torso desnudo y delgado, descalzo y salpicando el piso. Su pelo trigueño, largo hasta debajo de sus orejas, aún destila agua. Sus uñas, millonarias en arena y mugre. Su cuerpo tiembla mucho… demasiado. Sin cesar se retuerce entero: brazos, piernas, cuello y hasta sus ojos se agitan en trance. La quietud le es un lujo imposible. Sufre la enfermedad de Huntington desde hace 16 años. Aquí, en la calle La Guajira del sector San Luis de San Francisco, jamás la nombran así. Los locales la tratan con confianza e intimidad. La llaman desgarbadamente el “Mal de San Vito”.

“Eduardo”, como le apodan sus amigos de la cuadra, vive justo al lado de la residencia de fachada lila. En ella coexisten los Villasmil Barboza. Son en realidad siete familias que no solo comparten apellidos, sino que también habitan juntos en una construcción de cinco cuartos modestos y un baño, distribuidos a los costados de un pasillo angosto y prolongado. Solo en la sala hay cinco niños, siete mujeres, cuatro muchachos, un hombre y un televisor encendido a todo volumen. Todos, por turnos y ahogando entre sí sus palabras, participan en la tertulia en la que “Eduardo” es ya el centro de atención, el hombre del que todos cuentan.

Su piel está tostada de color pardo por el despiadado sol de la zona, ubicada a 50 metros del lago de Maracaibo y donde abundan los pescadores de varias generaciones. El lugar es un conjunto de casas coloridas, de fachadas alegres e interiores desventurados. Estas aceras y asfaltos carcomidos son suelo extraordinario —al menos para la ciencia. Entre neurólogos e investigadores estas coordenadas son oro puro. Justo aquíse concentra el mayor foco poblacional de Huntington en el mundo. Acá la frecuencia del “Mal de San Vito” supera hasta 10 veces el promedio internacional. Fama y calamidad en un mismo núcleo.

“Eduardo” no razona que tiene una enfermedad acreditada en los laboratorios como Huntington. Es inocente de que padece un trastorno hereditario, neurodegenerativo y sin cura descubierto en 1872 por el doctor estadounidense George Huntington —pero que mucho antes habría llegado desde el noroeste europeo a estas costas por un efecto colonizador. Ignora que comparte con decenas de miles de personas de Europa, Asia y Norteamérica sus turbaciones. Le tiene sin cuidado que el detonante de sus males sea el llamado “gen de la huntingtina” y menos le inquieta saber que este viva en el cromosoma cuatro de su mapa sanguíneo. Nunca nadie le informó que a su eterna molestia la conocen como “Baile” o “Mal de San Vito”, por las peregrinaciones de pacientes espasmódicos a la capilla de ese santo en Alemania en busca de un milagro. No sabe que los achaques, que no le desamparan desde los 20 años, no deberían haberse manifestado sino entre los 30 y los 55. Tampoco conoce que su organismo es una bomba de tiempo: el pronóstico medio de vida de pacientes como él es de máximo dos décadas. Omite que, mientras avance el reloj, se le hará más difícil tragar y respirar.

Por ahora invierte sus días en duchas de pura agua, que poco hacen para mitigar su fetidez a residuos. Su diagnóstico le tiene sin cuidado. A diario prefiere cantar. Sí: no solo masculla hasta hacerse entender. También entona.

—“¿Qué canción nos vas a cantar?”—pregunto, abrazado por prejuicios que me juran que no encontraré respuesta. Sorpresa… —“La que queráis”—contesta, con el ánimo de un actor de reparto que a última hora protagonizará la obra en la hora prima. Me replica ufanado, como si dentro de sí cupiera el repertorio de una rockola de discoteca del trópico.

Sale, bamboleante, a iniciar su rito: apoya su pie izquierdo sobre la verja blanca del frente de su vivienda —aún más estrecha que la primera. Reposa sus manos sobre las caderas y, con la cabeza haciendo aspavientos, comienza a cantar. A gritar, en realidad. La melodía no evoca a nada que reconozca. El performance genera carcajadas y aplausos en la audiencia. ¿Burla o celebración? Se confunden los vítores con las mofas. Giovanny Soto, un ex pescador cuarentón, de bigote azabache, presente en la sala, resuelve el acertijo de la tonada: “le gusta cantar las mexicanas, las de Juan Gabriel sobre todo. Si no tiene el pie arriba, no canta”.

El trastorno arruinó su oficio de pescador. También su hobbie de bailar cuando pequeño. El año pasado casi le cuesta lo más preciado. Envalentonado, se encaramó en el tope de una peña y miró al vacío. Los cinco metros de distancia hasta el asfalto le parecieron pocos. “Se sentía Superman ese día”, relata con temple bromista una joven de la familia Villasmil. Quizá en su imaginación se vio trajeado de capa roja. De repente el hormigueo interior se le antojó como un súper poder. El pavimento fue su criptonita. Hoy recuerda vívidamente el porrazo y el yeso posterior que le adornó el brazo izquierdo por varias semanas. Al escuchar la historia se sujeta el codo para mostrarme las cicatrices que se le marcaron en cuerpo y alma. Hace un ademán de dolor y suelta un “¡ussssh!” para refrendarlo.

Los Villasmil Barboza refieren que solo en esta calle hay seis apóstoles de San Vito y su retorcida dolencia. Parece que su cálculo es incorrecto. Apuntan con los dedos cada casa donde hay un enfermo. Son más: “Eduardo” y sus dos hermanos; los tres hijos y el marido de la señora Mariela Villasmil, que habla con timidez desde una silla plástica bajo el techo del garaje; Alberto, un sobrino de los Villasmil que desde los 10 años sufre la enfermedad y que está ausente porque a estas horas pide limosnas en mercados, farmacias y panaderías cercanas; Reny, descendiente de Deivy Quintero, quien vive diagonal a la casa lila; una mujer que se sujeta a una anciana en bata al final de la cuadra para meterla a garrotazos en sus aposentos; y un hombre cincuentón que, en cuclillas, ha pasado media tarde balbuceando frases sin sentido bajo el toldo del abasto cercano. Son once, al menos. Tan solo en esta vereda llana que bordea el Lago.

Uno de ellos, jura en tono de chanza, quiere ir al programa Sábado Sensacional. Desea interpretar allí toda copla que le pidan pese a que su cuerpo es un dique de contención para su fantasía. Ese es “Eduardo” ¡Perdón! Prefiere, según aclara a estas alturas, que le llamen con el alias que él se escogió: “El Chocolatero”. El apodo no parece calzarle. ¿Será por su piel curtida por el sol del sur? ¿Le gustará acaso más el cacao que los camarones y las corvinas que atrapaba en el Lago en tiempos mozos? Su respuesta abochornó todas suposiciones y alebrestó de nuevo las risotadas.

—Es que soy el papá de los helados.

II

Camina por la trocha a paso lento, arrastrando los pies cual sonámbula en pradera frondosa. Se guarece en la casa vecina y desde allí mira a través de las rejas hacia donde está el tropel. Carga a una niña en sus brazos. Es una nena preciosa: de tez blanquísima, cabello dorado, mejillas rosadas por el calor infernal de estas horas; embellecida con un vestido amarillo hasta las pantorrillas y una sonrisa de ángel del Medioevo.

Sus vecinos la convidan a acercarse y accede. Se recuesta al marco de la puerta de la residencia de los Villasmil y, con tetero y bebé en manos, examina al interlocutor desconocido como nativo que desconfía de colono extranjero. Es una mujer morena clara, de pelo azabache corto, enflaquecida; viste jean y una franela transparente en su espalda. La gente habla de ella. Es María Chiquinquirá Gotera Villasmil, la hermana menor de “El Chocolatero”. El año pasado se perdió de San Luis antes de regresar embarazada. Maglenys, su hija que ni ha cumplido el año, es su cuarta descendiente. Tuvo tres varones con su expareja, a quien abandonó por infiel. Su madre falleció esquelética antes de celebrar las seis décadas.

Entrega la bebé a sus amigos y ruega que le den el tetero de chicha y leche La Campiña que le ha preparado. La atienden, la miman, la alimentan. Es el altruismo que sobra en este hogar. Comparten espaguetis, arepas, cafés, cigarros, agua comprada a 50 bolívares por tanque lleno. “Lo hago todo yo solita. La baño, la alimento. Lavo la ropa. Pero a veces no puedo. Es muy inquieta, muy tremenda, a veces no me deja hacer nada”, dice María Chiquinquirá, mientras exhibe cada nudillo crispado y convulsivo.

Su temblor no es tan embarazoso como el de su hermano. En ocasiones camina tres cuadras junto a su pequeña hasta la Plaza Bolívar para comer helados. También la entretiene viendo televisión —disfrutan de novelas. En la sangre de los Gotera no solo bracea el gen de Huntington; también el del canto. Ocasionalmente le entona a su niña baladas románticas de México, pero ella es más del gusto de Rocío Dúrcal que del “Divo de Juárez”. Replica orgullosa que se siente joven e impetuosa. “Estoy como una coñita”, me apunta, con la boca pesada como pila de puente y su saliva tan viscosa que salpica con ella la libreta de notas.

Al mencionarle a su hermano se transmuta. Con verbo saturado comienza a dibujar la silueta de un “Eduardo” que no es el cantante, ni el que despierta risas y palmoteos. Esboza la imagen de un “Chocolatero” que la golpea, que bebe aguardiente blanco hasta dormirse. Perfila ante ojos extraños el retrato de un enfermo crónico que solo en sus citas con Morfeo deja de temblar y de amenazarla, que se arma de piedras y botellas cuando los muchachos de la cuadra le insultan por “sanvitero”. “Me embiste hasta cuando cargo a la niña. Me ha roto todos los corotos. Nos caemos a batazos”.

III

Ni a los hermanos Gotera ni a sus pares les hacen gracia las pastillas que les recetaron los doctores para disminuir los efectos perniciosos del “Mal de San Vito”. Ya no toman el fármaco Tetrabenazina, aprobado en junio para las farmacias de alto costo del Estado. Les cae “terrible”, los pone pálidos y lentos. Desde hace al menos 10 años no han vuelto a San Luis aquellos galenos extranjeros que, en 1983 y luego en viajes subsecuentes, les hicieron múltiples pruebas motoras y genéticas. Hoy solo ven por sus calles a grupos esporádicos de estudiantes y profesores de la Universidad del Zulia —a quienes reconocen por sus batas blancas.

La única ayuda del gobierno, manifestada en pensiones mensuales de 500 bolívares inexistentes desde hace cinco meses, se limita al funcionamiento de una Casa Hogar cercana. Pero algunos, como “Eduardo”, detestan sentirse limitados entre camillas y ampollas.

El remedio de María para espantar terrores peores es marcharse cada día cerca de las seis de la tarde a su segundo hogar. En Villa María Grazia, a cinco cuadras de San Luis, ocupa una de las 16 casas medianamente acomodadas que hace 20 años entregó la fundación Ruth Wadner a familiares y afectados del “Mal de San Vito”. Es así como la conocen en las cercanías: “La villa del Mal de San Vito”.

La entrada de la urbanización es similar al interior de la casa de los Villasmil: un pasillo estrecho que se extiende hasta perderse entre tendederos de ropa y demás chécheres, con la salvedad de que hay viviendas en vez de cuartos a cada lado. En la primera de ellas nos recibe cordial doña Xiomara, ama de casa, esposa de pescador y madre de cuatro hijos.

Reposa sobre una silla mecedora de estambre mientras mecha carne sobre un bowl de plástico rojo como su corazón político —promete amar por siempre a su “comandante eterno” Hugo Chávez. Quien se siente a hablar con ella de la enfermedad en cuestión, jurará que es experta. Ha convivido con ella por no menos de 35 de sus 58 años. Su suegra tenía el gen; su prima María y sus dos sobrinos segundos manifiestan sus síntomas crónicos; y no pocos de sus vecinos, entre ellos María Chiquinquirá, sobrellevan el trastorno.

Apoyada sobre sus sandalias de jean azul mientras un gato moteado vela la comida que prepara, clasifica los varios tipos de “Mal de San Vito” que hay.

La medicina educa sobre tres etapas: inicial, con cambios sutiles en la coordinación; medio, que es el avance de las dificultades en las actividades motoras; y tardío, que ya involucra rigidez y movimientos enlentecidos. La doña, con la experiencia evidenciada en su cabello canoso recogido en moño tras la nuca, lo explica más crudo. “Esa enfermedad los destruye rápido. Hay unos que se ponen bobos, otros rabiosos y otros hasta le da por lo sexual”.

El “San Vito” es un azar. Puede transmitirse hasta por cinco generaciones. Si uno de los padres tiene el gen, hay 50% de probabilidades de que mute y se manifieste en sus descendientes. Si ambos progenitores lo han heredado, los chances de transmitirlo aumentan hasta 75%. Xiomara y su esposo Vidal, por ejemplo, pueden estar sanos hoy, al igual que sus cuatro hijos y seis nietos, pero la ruleta del Huntington jugará sobre su mesa, como mínimo, hasta los tiempos de sus tataranietos. Ninguno de ellos sabrá su destino hasta que, en un resultado cruel, el diablo ya los mire a los ojos y les haga bailar hasta el final. Lo que la periodista Yanreili Piña llamó “la danza perpetua”.

Xiomara hasta negocia con el infortunio. Jamás preferiría una muerte súbita por cortesía de una enfermedad terminal como el cáncer. Si la ponen a escoger, elegiría que el “Mal de San Vito” sea su boleto al más allá. “Así al menos duro más tiempo viva”.

Su frase, lacónica e impregnada de aroma gallardo, me recuerda a los últimos minutos que compartí con María Chiquinquirá y su niña. En ese momento, un vendedor ambulante llegó al hogar de los Villasmil para destapar una caja de cartón repleta de pollitos pintados. La pequeña Maglenys tomó en sus manos uno azul —también los había verdes y rojos— antes de que su madre la levantara de nuevo con sus inseguros brazos para despedir a la visita en la polvorienta calle La Guajira.

Antes del adiós Chiquinquirá dice: “dale un besito al señor”. La pequeña rió apenada y movió su cabeza lejos de mí, contorneándose. Luego, a medida que me alejaba, sí sonrió a plenitud, abatiendo su mano izquierda de arriba a abajo para despedirse. Le vi claramente las llagas en tres de sus dedos. Sentí dentro una bofetada con la misma fuerza de las aspas del abanico que laceraron a Maglenys días atrás en casa de un amiguito. Caí en cuenta que sus movimientos al decirme adiós fueron encantadores… pero sobre todo voluntarios. Me percaté que dentro de 10 o 20 años podría regresar a saludarla y sus gestos quizá no serán tan discrecionales ni controlados. Es el riesgo inminente que corre por su ADN. Su inocencia también juega a esa ruleta que en San Luis gana apuestas mientras en las paredes se marchitan los calendarios.

Fotos: Humberto Matheus

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