Crónica

Lago de Maracaibo: el pantano más grande de Zulia

El Lago de Maracaibo sigue siendo ícono del Occidente venezolano, pese a sus escandalosos niveles de contaminación. Se calcula que bajo sus aguas hay un promedio de entre 15 y 20 derrames petroleros cada mes. A los pescadores de sus aguas les pica la piel luego de cada jornada. En el Parlamento Nacional reposa un borrador de ley para su rescate

Fotografías: Humberto Matheus
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Luis Barboza, pescador de vieja data y de piel acartonada por el Sol, se inclina en cuclillas frente a una cesta plástica blanca, a orillas de la playa Lagos y Palmeras del municipio San Francisco del estado Zulia. Le rodea una inmundicia. Otro calificativo no haría justicia a semejante inventario de basura acumulada de forma caótica: palos, vasos plásticos, botellas de ron y refrescos maltrechas, medios torsos de pescados y camarones se fungen con algas y aún más suciedad, todos teñidos de un negror viscoso.

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El pescador extrae de la canasta un cangrejo de coraza dorada, entre tantos de sus pares capturados. Se lleva su otra mano a la cabeza, frunce el ceño y maldice. Su voz se quiebra. “Por esto nos estamos muriendo de hambre”. Está a punto de romper a llorar ante la mancha negra que predomina. La materia ennegrece hasta las tenazas de sus crustáceos. Mucho menos se salvan cualquier parte de su cuerpo ni su ropa.

La marea del Lago de Maracaibo ha regurgitado petróleo desde 1914, cuando inició la explotación de hidrocarburos en su seno. Luis ha sobrevivido por seis décadas gracias a la pesca en esas aguas putrefactas. Ejerce en el oficio del mar desde niño. Y jura que nunca había visto tal cantidad de crudo en el estuario. “Nos arde la piel de toda la gasolina que tenemos que ‘echanos’ para lavarnos cuando terminamos. Esto está imposible. Nadie se conduele, a nadie le importa esto. Tengo nietos e hijos que alimentar”.

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El ritmo de contaminación, en vez de cesar, ha aumentado mientras avanzan los años. Reportes de organizaciones como Fundación Azul Ambientalista y la Asociación para la Conservación del Lago de Maracaibo calculan que hay entre 12.000 y 14.000 kilómetros de tuberías petroleras bajo el Lago de Maracaibo y al menos 5.000 pozos activos en sus riberas.

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Ausberto Quero, directivo del Centro de Ingenieros del estado Zulia, con experiencia en el área ambiental desde hace 40 años, subraya que en el Lago hay un promedio de entre 15 y 20 derrames cada mes. “No solo hay contaminación por las estaciones de flujo, los pozos y las plantas deshidratadoras, sino que también el agua de lastre de los buques que transportan crudo contaminan”.

El Lago tiene 13.100 kilómetros cuadrados de espejo de agua. Es el segundo más grande del mundo. El 60 por ciento de sus aguas se nutre de la cuenca colombiana del río Catatumbo. La mano del hombre también intoxica desde allí. En esa región del norte de Santander opera un oleoducto de 780 kilómetros de longitud que constantemente sufre atentados de la guerrilla vecina, provocando un chorreo que se abre paso hasta las riberas de Maracaibo.

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Expertos advierten del efecto del carburante en la fauna ictícola —peces criollos. También perjudica la llamada cadena atrófica, toda vez que elimina el plancton junto a las bacterias y microorganismos que viven en él. Además se ve afectado el bentos: organismos que habitan en el fondo del mar, como pulpos, arrecifes, ostras, almejas. Las aves, los mangles, merman y penan.

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Petróleos de Venezuela (PDVSA) no revela desde hace años datos precisos sobre la existencia ni la frecuencia de derrames. Los operativos de limpieza e indemnización ocurren en la clandestinidad. No hallan su camino hacia reportes de sus departamentos de prensa. En ocasiones, los eventos son tan masivos y notorios que incluso instituciones como la Fiscalía y departamentos especializados, como los de la Universidad del Zulia, se ven involucrados.

El buque griego Nissos Amorgos derramó en 1997 25 mil barriles de petróleo durante su travesía en Maracaibo. También el buque Maersk Holyhead colisionó con otra embarcación, vertiendo ocho mil litros de gasoil directamente en aguas zulianas en 2005. Cinco años luego, PDVSA admitió un derrame de “dimensiones moderadas” causado por fugas y filtraciones en cinco estaciones del Campo Urdaneta del municipio La Cañada.

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Quero, también directivo de Aclama, advierte que no solo los reportes oficiales escasean, sino también los tiempos de respuesta ante derrames —que han mermado a raíz de la caída de los precios del petróleo. Aún está vigente el decreto extraordinario publicado el 18 de diciembre de 1995 por el presidente Rafael Caldera para definir el control de la calidad de los cuerpos de agua de Venezuela.

En su artículo 40, ese decreto especifica que: “en casos de emergencia o de vertidos imprevisibles en violación de estas normas, los responsables de la actividad lo notificarán al Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables a la brevedad posible y activarán los planes de emergencia o contingencia a que haya lugar. Cuando se trate de paradas por mantenimiento, el interesado notificará al Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables con tres (03) meses de anticipación, a objeto de fijar las condiciones de operación y tomar las medidas que sean pertinentes”.

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El asunto es que los planes de contingencia de privados y Estado, de tirios y troyanos, no están funcionando. “Hay evidencia de que el mantenimiento de la infraestructura petrolera se ha reducido”, concluye Quero.

La contaminación ocurre en el enigma. Silenciosa, furtiva, sin castigo. Pero allí está. Se ve, se huele. Avanza al ritmo de la marea del día, fusionándose con pieles, lanchas y cualquier objeto que halle a su paso. Esto lo saben a la perfección Luis, sus sandalias y shorts, sus cangrejos, camarones y hasta sus perros moteados por manchas negras. Son canes de la calle, camuflados con estigmas del petróleo. Se transfiguran en dálmatas de pieles mestizas por culpa de la profanación ambiental.

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Picor que escose el cuero

Un hombre se queja a lo lejos en la playa de Bajo Grande. Reposa tendido, boca abajo, sin franela y con un short rojo, en un chinchorro transparente. Sus gritos a la prensa resultan en balbuceos por culpa de la distancia. Descansa de la faena de pescador en el porche de una casa con piso y paredes de cemento gris. Sus palabras se hacen audibles, cobran sentido, ya en la cercanía: “¡que me arde el cuero ya de tanto petróleo y gasolina!”.

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Dírimo Morán tiene 62 años y pesca desde los ocho. De tez morena y pelo grisáceo, se enorgullece al recordar sus primeros días en el oficio. “Comencé cuando estaba en primer grado, pero no era como el primer grado de ahorita, que no saben ni sumar ni restar. Yo sí sabía”. Se ufana de su carrera mientras se rasca el brazo izquierdo. La piel le pica cada jornada tras sus aventuras de sol, agua y crudo.

Para él, petróleo no es sinónimo de oro, dinero ni riquezas. Ese compuesto solo le ha valido dificultades, pobreza y escozores. Cada día, su pesca es menor. El óleo negruzco se adhiere a las amuras de su lancha —las partes curvas del casco inferior—, mancha redes y motores a su antojo.

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La marea de la noche anterior introdujo a su residencia, ubicada a solo 25 metros de la playa, petróleo en diversas presentaciones: sólido y aplanado como un tabloncillo de cartón; líquido; en bolitas o pastoso. Las paredes y el pavimento ennegrecieron por la visita inesperada.

Las lanchas El Magnate I y II, Rosalinda y La Princesa están formadas en línea sobre la arena, con sus popas encarando el Lago. Dos muchachos lavan con gasolina uno de los cascos. Está blanco, resplandeciente. Las demás aún están profanadas con el negro del carburante. “Cuando vienen lo que nosotros llamamos ‘vientazos’, hay petróleo por todos lados”. Dírimo vuelve a rascarse. La fricción de sus uñas no le calma el picor.

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Las instalaciones de PDVSA Exploración y Producción están ubicadas a cinco minutos de las playas de El Bajo, si se viaja en carro. La ironía de la geografía: en un edificio del Estado se planifica la extracción del petróleo y, a unos kilómetros, este se antoja de aparecer donde no le invitaron.

Los pescadores no se reúnen sino con emisarios. “Por acá estuvieron los de Dragasur, preguntando por el derrame, pero todavía no nos han dicho si lo van a recoger o si nos van a compensar”. La estatal tiene desde hace décadas un historial de pagos a pescadores para indemnizarlos por los efectos de los derrames petroleros en sus oficios. Incluso pactaban con ellos para que les ayudasen a recoger las manchas contaminantes. Hoy día, tales alianzas son una especie en extinción.

Regionalismo falaz

En Zulia, se dice, hay un amor inconmensurable por lo autóctono. El cariño por lo propio barniza gaitas y acentos. Se clama que Maracaibo es la ciudad más bonita y atrayente del mundo, que en ella hay Chinita y Puente. Allí lo bonito se exagera y lo provincial se eleva a los altares. Es un localismo que hace malabares entre la veracidad y la hipocresía en el caso de uno de sus mayores íconos.

Escribir que el Lago es una inmundicia es herejía en estas latitudes. ¿Cómo se atreverá un mortal a vilipendiar con verbos y sustantivos al de “las aguas de seda”? Habrase visto semejante temeridad de reprobar el oleaje que inspiró a Baralt y Udón Pérez. ¿Quién osaría a condenar unas riberas que fueron vehículo del retablo de La Chinita? Es como invocar al diablo en casa del párroco. Denunciar una contaminación que raya en niveles ridículos significa herir las susceptibilidades de una idiosincrasia colectiva, hincando el dedo en la llaga de su regionalismo falaz. Una excomunión inmediata al que peca de sinceridad.

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Francisco Urbina, presidente de la Fundación Maracaibo 500 —dedicada a promover proyectos de desarrollo en la capital zuliana—, cree que el zuliano no está verdaderamente identificado con uno de sus mayores tesoros naturales. “Es importante fortalecer la identidad del ciudadano con el Lago desde su uso recreativo y cultural. Esa identidad no existe, es solo emocional. No hay sentido de pertenencia. Estas generaciones no están identificadas con el Lago. Los ancianos y sus antecesores se bañaron en él, crecieron con cariño y amor hacia él, pero las nuevas están contaminadas de una indiferencia mayúscula”.

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Urbina, expresidente del Metro de Maracaibo, considera que los gobiernos nacional, regional y municipal se han contagiado de la indiferencia hacia el Lago. “Se argumenta que no hay dinero suficiente para recuperarlo, si bien hay varios proyectos en marcha para beneficiarlo, como el Puerto de Aguas Profundas y el Polígono Costero”.

Las asociaciones ambientalistas, sin embargo, han hecho lobby de manera eficiente con la Asamblea Nacional (AN). En su seno ya reposa el proyecto de Ley de Saneamiento y Conservación del Lago de Maracaibo. Es un borrador legislativo que se aprobó en el CLEZ hace tres años y que plantea entre sus artículos que al menos un dólar por cada barril de petróleo extraído del Lago se invierta en su preservación.

Juan, un pescador sanfranciscano de El Bajo, es un tipo curioso. Es todo un personaje. Gordinflón, con acento maracucho y su particular forma de hablar, ironiza sobre gobiernos y regionalistas mientras saluda a sus colegas en las playas del oeste. “Mijo, aguas afuera lo que hay es petróleo. Llega ‘de a coñazo’ cuando hay marea y viento. Antes daban carreras para ‘recogelo’, pero, ¿ahora? ¡Nada, mijo!”.

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El rollizo pescador se anima a echar un chiste sobre el crudo y las aguas zulianas. Una sexagenaria le preguntó hace días qué era bueno para quitar el petróleo de la ropa. Su respuesta ocurrente alborotó las risas de los presentes: “mija, eso es fácil: ¡una tijera!”.

Mientras se limpia las lágrimas de tanto reír, el semblante cede a la seriedad. Habla fugazmente de piratas, petróleo y peligro. Y se atreve a desafiar al colectivo. Se anima a exagerar para combatir los motes locales que adoran lo “vergatario” y lo espléndido. Su frase desmorona en cinco segundos los cimientos de un regionalismo de medias tintas: “Tenemos el Lago ‘perdío’, primo. Este no es el Lago más grande de Suramérica. Lo que tenemos es el pantano más grande del mundo”. El patrimonio de la ignominia tiene acento zuliano.

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