Crónica

Las cabalgaduras de un bisté a caballo

El relato nacido de un recuerdo —nada excepcional— que narra un hallazgo gastronómico luego de muchas horas de larga carretera. También disección de esa condición criolla que se arroga la existencia de todo como propia

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Cuando papá tras mirar con visible aprensión el parvo menú —garrapateado con bolígrafo con épicos errores ortográficos— de aquella taguara perdida en medio de una carretera, ordenó un bisté a caballo, mis hermanos y yo nos miramos con la risa contenida: un verdadero desafío a la irónica imaginación que nos secreteábamos. Mientras nuestro padre, tras largas horas frente al volante, salivaba a la espera del platillo, sobre nuestras cabezas revolotearon probabilidades a cual más insólita: desde las pueriles representaciones que podíamos extraer de cierta leyenda caballeresca hasta la irrupción literal de un bisté convertido en jinete. Ninguno acertó en la metáfora que convierte a un huevo frito en Quijote de un filete de res sometido a las crepitaciones del aceite de maíz espeso de las frituras de varias jornadas; un Amadis sin aventura, condenado a la cabalgadura inerte de un trozo de fibrosa chocozuela.

Era él nuestro auriga de expediciones a la Venezuela profunda, convencido de que los paseos de vacación habían de ser a la vez que entretenidos, sobre todo instructivos, a la busca del conocimiento: el de la patria que aguardaba más allá de la alcabala de Tazón.

En esas excursiones calurosas, quien todavía no merecía el afectuoso apelativo de “viejo”, porque no lo era y solo lucía un pelo bien cortado aunque abundante de canas precoces, no reparaba en detenerse cuando el estómago lo demandase, en cualquier restaurante, fuente de soda, venta de pescado frito en ruta al lejano oriente —que para mí, sita en Cumaná, la Nueva Andalucía de mi linaje, y un poco más allá—, posada o similares menesterosos que aparecieran como un espejismo en medio del desolado asfalto interurbano y rural.

Llegó el tiempo en que solo mi madre y, de sus hijos, yo el del medio, ya estudiante universitario, entusiasmaban moderadamente ante una nueva incursión en el vasto territorio más allá de la capital.

No olvido un paseo con destino a la ciudad de la Victoria, con pretexto indescifrable, y papá quiso cumplirlo, no expeditivamente por la Autopista Regional del Centro —que si algún nombre de prócer tuvo por bautismo, prefiero no acordarme— sino por “la carretera vieja”, el sinuoso hilo de pavimento arrancado a las colinas de Aragua, probablemente a punta de trabajo forzado en tiempos gomeros. Creo recordar que arribamos a un lugar llamado Tejerías, pasamos de largo por un pueblo de hacendados conocido como Turmero.

Comenzaba a atardecer y obró el milagro esperado por mi padre: en medio de la nada, un lugar que lucía como un restaurante, con aviso y aleros coquetos de teja. No dudó nuestro chofer en acomodar el carro enfrente atizado por el apetito de un condumio decente, merecido.

Ingresamos los tres. Quisiera recordar con agradecimiento el aletazo de un aire acondicionado. En la sala, los únicos habitantes, tres mesoneros vestidos como es costumbre en este país en un mesón decoroso: chaleco rojo sobre pulcra y planchada camisa blanca de mangas largas y el corbatín. Al vernos entrar sonrieron tan obsequiosamente, como si adivinaran que por fin llegaban los comensales que esperaban desde hacía tiempo, dignos de su oficio de servir mesas con silencio y diligencia.

Papá correspondió con empatía: reconoció en ellos la promesa de una comida bien puesta sobre la mesa, con todo y sin falta. Así que se animó a pedir ¡Vino!

En un puesto de pescado frito frente al mar y sin techo, él no dejaba de preguntar por el postre y el café, que no había. No puedo olvidar cuando sacó una American Express en un hostal de Acarigua y los mesoneros la miraron como si del monolito de 2001 Odisea Espacial se tratara, y él no tenía ni un fuerte en el bolsillo, nada de efectivo. Un vaporón muy a tono con el Estado Portuguesa. No registra mi memoria como se saldó el episodio.

De vuelta al restaurante en algún lugar de una carretera entre Turmero y la nada, papá no insistió, lo pidió una vez, con los mejores modales que eran su sello de personalidad: vino.

La petición fue tomada no con poca seriedad. Ameritó un conciliábulo de los amables mesoneros de chaleco y corbatín, al fondo, de donde no escucháramos sus deliberaciones. Si la memoria no me engaña —surte el lugar común— de la trastienda surgió un personaje de paisano, tal vez el dueño, tal vez el encargado, que puso cara seria.

Pasaban los minutos, y nosotros hablábamos de cualquier cosa; es probable que mamá contara algo sobre una amiga del colegio cuya familia se originaba en ese paraje recóndito de Aragua: los Antonini de la Victoria, los Monteverde de Turmero, o así.

Súbito, apareció uno de los mesoneros portando entre sus manos, como si del santo grial hallado se tratara, una botella de vino que posó con ceremonia sobre la mesa, ensartada en una de esas cesticas tan inútiles como ridículas que se estilan para resguardar un vino tinto —que de ser blanco lo habrían traído en una hielera más ruidosa que una fábrica de cemento.

Pasamos al segundo acto: el descorche de aquella botella de contenido, a ojos vista, oscuro y desconfiable. Papá examinó la etiqueta amarillenta; se sorprendió por la añeja cosecha así como de la bodega española que la refrendaba. El mesonero esgrimió un sacacorchos con un mohín de impotencia. Papá le sugirió que lo dejara descorchar a él.

El corcho se hizo arena al primer contacto de la fría punta del tirabuzón, pero vista la logística desplegada en aquel restaurante en cualquier lugar y en nuestra ocasión, él correspondió el gesto: hizo la vista gorda, y pidió al mozo que sirviera las copas. Una a una, vimos las piedras del corcho colarse en el trasiego del tinto dudoso.

El vino se reveló mal preservado, intomable. Papá bebió educadamente una copa con el condumio —cuyo elenco tampoco recuerdo— y yo el resto; el vino pasado no enferma y emborracha igual, fue el cálculo que hice. Fue una tarde única e irrepetible, tanto así que hoy la invoco más de 30 años después.

Todo esto valga el interludio al relato de marras: la primera vez que tuve noticia de un bisté a caballo. Apareció el comentado platillo una noche de corpus Christi. Afuera campaneaba la iglesia de un pueblo de los Valles del Tuy. Hasta ahí nos condujo nuestro auriga adusto y sonreído.

Lo vimos llegar, un prístino huevo frito derramado con suavidad y cálculo de cocinera sobre las fibras de la carne freída, magra, al punto de citar a Quijano sobre su rocín flaco, sin galgo corredor.

Papá lo trinchó con deleite sin mirar a los lados ni dar pie a las risas de su prole, que a esas alturas, habría preferido un Tropi Burger o un KFC, una merengada de chocolate y un pie de manzana. Dio cuenta del platillo con hidalguía correspondiente a un huevo frito que cabalga con destino incierto, si no fatal.

Por estos días, un distinguido columnista anotaba en medio de la prisa de la opinión política y hacía la comparación de esta guisa “tan venezolano como el bisté a caballo”. Esa apropiación apresurada va tan descaminada como la ignorancia del origen remoto y castizo del popular mondongo.

Los argentinos tienen su bisté a caballo, también. Al ver uno de los episodios de la cinta nominada al Óscar, Relatos salvajes, supe que cuando un argentino ordena en un mesón “fritas a caballo”, no quiere otra cosa que “papas francesas” —así todavía las llaman algunos de mis primos antes de desaconsejar bañarlas en Ketchup— con un huevo frito encima.

No hay nada más venezolano que el bisté a caballo, sí, por lo universal que deriva de esa comunión del huevo frito con sabores disímiles o amigables. Los gringos le vierten maple.

No hay nada más venezolano que pedir vino en una venta de carretera, aunque venga agrio, y beberlo. Nada más venezolano que concertar el mundo en alguna esquina olvidada de la aldea global y gozarlo como si el universo entero concurriera.

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