Sucesos

Las venas abiertas de la tragedia de Los Cotorros

Lo que comenzó como una celebración acabó en desgracia. Un encuentro en el Club Social El Paraíso, conocido como el club de Los Cotorros, marcó con humo lacrimógeno el luto de muchas familias. Se cumple un mes de aquella fiesta que, como su nombre lo indicaba, dejó como “legado” la negligencia que terminó con un número indeterminado de vidas

FOTOGRAFÍAS: Harold Escalona
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“La dejaron tirada en el piso, frente a la puerta de la clínica. La calle estaba sola, no había luz y nadie salió a auxiliarla”, recuerda Lucy Castellano, madre de Angie Castro Castellano, una víctima mortal de la tragedia que se suscitó la madrugada del sábado 16 de junio en el Club Social El Paraíso. La madre, sumida todavía en el desconcierto y el dolor de su pérdida, es poco lo que sabe de la noche en la que la vida de su hija se apagó. Lo que sí tiene como certeza es el tiempo transcurrido. Hace un mes su casa se quedó aún más sola. Hace 30 días casi dos decenas de muchachos dieron su último respiro, el que los haría expirar. Cuatro semanas de preguntas sin respuestas y de lágrimas que bañan las imprecisiones del Estado en el caso y la velocidad con la que actúa la justicia al respecto.

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Angie no tenía permiso para ir al club de Los Cotorros; Lucy ni siquiera sabía que en ese lugar había una fiesta. Lo que ella le había permisado a su hija fue asistir a una reunión en casa de una vecina, en el Parque Residencial Paraíso Plaza, un conjunto habitacional ubicado detrás del Centro Comercial Multiplaza El Paraíso. Pero, lo que Angie vislumbró como un inocente escape, al que sus amigos aseguran que ella no quería asistir y por presión accedió, fue el pase directo a una salida sin regreso.

“The Legacy” era la fiesta que se llevaba a cabo aquella noche en el popular club ubicado en la Avenida Páez de El Paraíso, adyacente a una salida a la autopista. Siete Dj’s, ladies night y un precio accesible, en medio de la crisis, aumentaron el atractivo del evento de un numeroso grupo de asistentes que, en teoría según exigencia escrita en el flyer promocional del evento, debían ser mayores de 18 años. Pero en redes sociales corría el rumor de que los menores podían pagar 60.000 bolívares y entrar. La “multa”, como los anfitriones lo anunciaban, fue la caña que pescó a una gran cantidad de chamitos que, en muchos casos, juraban ir con motivo de la celebración de su pronta graduación.

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Pasada la media noche, a la 1:30 de la madrugada, el calor de la fiesta se elevó a lo que, según sobrevivientes, se resume en una riña entre dos jóvenes en uno de los baños. Entre insultos, amenazas y botellas rotas, se activó un explosivo lacrimógeno y en cuestión de segundos el gas promovió la estampida letal de unos 500 jóvenes que abarrotaban el sitio con capacidad para apenas unas 100 personas

No había salidas de emergencias ni espacios de ventilación natural. El salón solo contaba con una pequeña puerta que no permitía el paso de más de una o dos personas a la vez, y que conducía a unas angostas escaleras. Escaleras en las que, según los amigos de Angie contaron a su madre, ella cayó desmayada cuando intentaba huir.

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“Me enteré que estaba allá, en el club, cuando me llamaron aproximadamente a las tres de la madrugada. Un muchacho me dijo ‘baje a la clínica Amay ¡ya!’, y a los tres minutos me volvió a llamar diciéndome ‘señora, baje rápido’. Yo me vestí y fui con una vecina”, describe con una mirada que se ahoga en el infinito. Lucy encontró a su hija en el piso: la observó, la abrazó y nunca reaccionó. Estaba fría y sin signos vitales.

La situación para Castellano es confusa. No entiende por qué su hija se encontraba en la fiesta e inmortaliza en su memoria la última llamada que Angie le hizo a las once de la noche para decirle que un amigo cercano no había asistido a la casa de su vecina y que estaba aburrida. Le pidió la bendición, se despidió, pero nunca agregó que se encontraba en otro lugar. “Siento que hasta a mí me llamó para despedirse. Así sería el ambiente de feo que sintió miedo y me llamó”, expresa.

Cita cotorros 4Angie tenía 17 años. Era bachiller, estudiaba inglés en el CVA y trabajaba en una franquicia de Arturo’s mientras esperaba solventar un problema con su cédula de identidad que le permitiría emprender camino a Buenos Aires, donde su hermana mayor la esperaba. “Ella era muy emprendedora e independiente, cada quince días íbamos al cine, le gustaba patinar, practicó tae kwon-do y también hizo un curso de peluquería canina para trabajar cuando se fuera del país. Era muy activa”, recuerda su madre.

A las cinco de la mañana de aquel sábado el Cuerpo de Investigaciones Penales y Científicas (Cicpc) llegó a las afueras de la clínica Amay, lugar en el que ni siquiera fue auxiliada, para realizar las experticias del caso y “a un cuarto para las seis llegó la furgoneta para llevársela”. El acta de defunción de Angie revela que murió por “asfixia mecánica”. Su madre supone que la pequeña no resistió el efecto lacrimógeno porque “ella tenía gripe y se estaba nebulizando”.

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Desde su apartamento de 84 metros cuadrados, Lucy le reprocha al Estado su soledad. La crisis la alejó de su hija mayor, y la falta de cumplimiento en las leyes le arrebató a su hija menor. “Yo dije el año pasado que tenía esperanza de que aquí las cosas cambiaran y me quedé sin mis dos hijas. Yo a ambas las cuidé mucho, pero esta es una decisión más grande y escapó de mis manos”, juzga con decepción.

Lucy Castellano que a los 10 minutos de haber encontrado a su hija llegó “la Guardia Nacional preguntando quién era yo. Me identifiqué y dijeron que había varios niños en otros sitios y los dejaban en las puertas de los hospitales, que la mayoría llegaban muertos”. Los funcionarios registraron que el deceso de Angie fue una “muerte en la vía pública”. Lucy protestó pues su hija provenía del club, pero la guardia le explicó que, aunque su muerte fue por asfixia que comenzó en Los Cotorros, quedaba asentada de esa manera pues había sido en la calle donde fue hallada y no en el local.

Angie, sin embargo, no fue la única en no ser socorrida en el centro médico donde fue dejada. Una hora antes de morir en la calle, sin auxilio de un galeno, José Gómez, acompañado de su sobrina, habían llegado a la misma clínica con sus dos hijas desmayadas pidiendo “por los menos recibir un RCP”, la puerta “estaba cerrada, no nos atendieron; de ahí agarramos al Militar y tampoco nos atendieron. Paramos en la Loira y nos la recibieron sin pedir depósito”, explica el padre.Cita cotorros 3

Austria Suárez y José Gómez no dejaban que sus hijas asistieran a fiestas en locales nocturnos. Días antes, una de sus alumnas de las tareas dirigidas le había hablado sobre una celebración en el Club Social El Paraíso. A Austria no la convencían fácil; pero, tras un poco de insistencia, ella y su esposo accedieron a que ambas salieran un viernes a divertirse. “Mis hijas nunca tomaban. Cuando me llamaron me dijeron ‘Austria, Elvira no quiere despertar’ y pensé que había consumido alcohol o le habían colocado algo a su trago. No sabía en ese momento la magnitud del problema”, explica Suárez con sus ojos aguarapados.

Salieron del Bloque 1 de La Quebradita, en la avenida San Martín de Caracas, hasta el club. Hallaron entre la multitud, “el revuelo y la angustia” a las dos jóvenes “desmayadas, medio sentadas, acompañadas por el novio de la mayor y otros muchachos”. José solo puede recordar que les dio respiración boca a boca, ayudó a montarlas en las camillas y se las llevaron; pero, “al rato nos llamaron y nos dijeron que una de mis hijas había llegado sin signos vitales. Si le hubiesen dado los primeros auxilios en la Amay quizá estaría viva”. Giannina Vitoria Gómez Suárez tenía 14, había pasado al noveno grado y el 8 de diciembre celebraría sus 15 años.

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“Nos decían que se había ahogado y no entendíamos cómo. Cuando llegó el Cicpc supimos que fue una bomba monofásica que habían lanzado en el club. Su acta de defunción indica que murió por asfixia mecánica”, explica Austria. El desconsuelo de perder a su hija menor pudo ser peor, pero Elvira Beatriz Gómez Suárez, de 19 años, logró sobrevivir. Aún respira.

De 12 días hospitalizada, Elvira estuvo 10 de ellos en terapia intensiva. Los doctores les manifestaban cada día a sus familiares que el estado en el que se encontraba era delicado y que debían esperar 24 horas más para “poder dar un diagnóstico certero”. Elvira convulsionaba con frecuencia y las 24 horas pronto se convirtieron en 48 y luego en 72. “Mientras esto ocurría, en una funeraria cercana velábamos a la pequeña”, expresa Austria con resignación.

Elvira fue sometida a una traqueostomía preventiva para que en caso de despertar pudiera respirar sin correr el riesgo de asfixiarse. Al décimo día reaccionó. Sus médicos lo consideran un milagro. Desde entonces, llora cada vez que por su mente vagan los recuerdos de aquella noche de una diversión descontrolada y sin restricciones. Pregunta constantemente por su hermana, pero sus padres le dicen que la pequeña se encuentra con una amiga en la Colonia Tovar. Por recomendación médica, para informarle la muerte de Giannina, Elvira debe estar en presencia de un especialista que la ayude a enfrentar la noticia.Cita cotorros 2

“Yo quiero justicia. Quiero que me expliquen toda esta locura, que me digan la verdad porque igual ya no me va a devolver a mi hija”, insta la madre en un estado en el que su corazón se debate entre la aflicción de una muerte y el agradecimiento de una vida.

La madre de Adrián Alejandro Blanco Morales supo desde el momento en que la fueron a buscar a las 3:00 de la madrugada a su casa, ubicada en un pequeño barrio en la esquina Cruz de La Vega a río en la avenida San Martín, que su hijo no se encontraba con vida. “Al llegar al Pérez Carreño estaba la mamá de uno de los amigos de mi hijo y lo primero que le dije fue ‘mi hijo está muerto, ¿verdad?’, sabía que sí porque él se había llevado un celular y si hubiese estado vivo me habría llamado”, explica entre lágrimas.

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Adrián tenía 16 años y se graduaría el próximo 26 de julio. Jugaba básquet, hacía un curso de refrigeración y línea blanca, uno de barbería, quería estudiar Mecánica Automotriz y “se preparaba para ser Dj”. “Decía que se quería preparar para irse a Chile con mi hermano cuando cumpliera su mayoría de edad”, añade Morales.

El muchacho supo por redes sociales de la fiesta en el club de Los Cotorros; una estrategia que toma fuerza para promover las famosas promos de bachillerato y fiestas, cuyos patrocinantes y organizadores no ponen restricciones más que cobrar una cantidad accesible de dinero a un número indefinido de jóvenes. Yelitza, previendo su seguridad, se sintió aliviada cuando constató que lo habían ido a buscar en un taxi con un representante a bordo, pero nunca imaginó que el peligro lo encontraría dentro de la fiesta. Sus amigos aseguran que durante el disturbio la puerta fue cerrada y Adrián quedó atrapado en el salón sin posibilidad de salir; y, aunque los jóvenes se aferraron a la idea de sacarlo, “dicen que sabían que había fallecido porque con la puerta cerrada no podían hacer nada”.

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Yelitza tuvo entonces que someterse al amargo encuentro con su hijo en una morgue. Verlo postrado en una tabla fría, reconocerlo y llorarlo como solo una madre llora cuando le arrebatan a la persona que tuvo en sus entrañas. Para poder retirar el cadáver tuvo que formular la denuncia ante el Cicpc. Luego el cuerpo fue trasladado hasta la morgue de Bello Monte y tras una serie de preguntas de rutina, el cuerpo de Adrián le fue entregado.

El peso del calendario

A un mes de la tragedia, el duelo no ha sido fácil de llevar. Morales reconoce que la pérdida ha sido un duro golpe tanto para ella como para su esposo, aunque “él se hace el fuerte”. Para sobrellevarlo la familia ha recurrido a terapias individuales que posteriormente el especialista las convertirá en familiares. “Al pasar los días es más difícil, chocas con la realidad. Es abrir los ojos y que lo primero que te venga a la mente es ‘mi hijo se murió, mi hijo no está’”, expulsa desde su pecho con sollozos.

Yelitza exige justicia para que el hecho no se repita. “Lo que estoy pasando no se lo deseo a nadie, nada me va a devolver a mi hijo. Estoy aferrada a Dios y a mi chiquita, creo que si no la tuviese me estaría volviendo loca”. Su hija de dos años no entiende lo que ocurre, pero todos los días en su inocencia habla de su hermano.

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Entretanto, la familia Gómez Suárez no ha tenido suficiente oportunidad para acercarse a la Fiscalía y hacer seguimiento del caso. No obstante, la última vez que estuvieron en la institución, el fiscal responsable les informó que quizá en dos meses tendrían respuesta de la sentencia de los responsables de lo ocurrido. A Yelitza Morales, por su parte, el fiscal le participó que “solo esperan la preliminar para condenar a los cuatro responsables y me aseguró que no van a salir de ahí (la cárcel)”.

Ni Yelitza ni ninguno de los demás familiares de las víctimas se han acercado hasta las instalaciones del club. Supo que un grupo de padres sí fue hasta el sitio y hasta se habló de quemarlo, “pero no quiero estar en eso porque siento que es peor para uno”.

Aún se esperan los castigos

En la entrada del Club Social El Paraíso se visualiza una etiqueta que anuncia la clausura del espacio de recreación que abría de viernes a domingo. Es una notificación del Ministerio de Interior y Justicia. La puerta de entrada tiene escrito algunos nombres de víctimas y flores marchitas de un familiar que aún llora y siente como si no hubiese pasado ni siquiera un día de aquella tragedia.

Se desconoce si la clausura será temporal o perpetua. Lo cierto es que el lugar violó las reglas 810 y 187 de la Comisión Venezolana de Normas Industriales, que refiere que deben existir señalamientos visibles de las salidas de emergencias y los accesos deben permanecer sin llave para su fácil acceso; y los encargados del local no garantizaron la seguridad como estaba estipulado según atestiguó uno de los organizadores del evento al portal de noticias Efecto Cocuyo.

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Asimismo, los encargados violaron los artículos 79 y 92 de la Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente (Lopnna), que prohíben la participación de menores en eventos “contrarios a las buenas costumbres o puedan afectar su salud, integridad o vida” y la facilitación de “tabaco, sustancias estupefacientes y psicotrópicas, sustancias alcohólicas, armas, municiones y explosivos, entre otros”.

“Contaremos con una increíble seguridad”, dice una línea de la publicación promocional. Pero después de los hechos, uno de los jóvenes organizadores escribió a través de su muro de Facebook que no contaban con personal revisando en la puerta porque la dueña del local “había pedido un monto extra para contratar personal de seguridad y se le pagó sin problema pero el mismo día de la fiesta dijo que la seguridad no había podido asistir”, según reportó TalCual.

A sus alrededores, la calle se mantiene casi solitaria. Un autolavado, un restaurante y un terminal de pasajeros completan la estampa de esa vía. Allí, ninguno de los trabajadores dice saber más de lo que los medios reseñaron aquella mañana de sábado. Apenas 30 días después, la muerte de 18 personas, según cifras oficiales pero que registros extraoficiales cifran en más de 22, ya quedan lejanas, en el anecdotario del horror diario, de la sensibilidad endurecida, del ya-nada-sorprende.Cita cotorros 1

El club de Los Cotorros, referente de una movida caraqueña en el oscuro oeste capitalino y dirigido, en su mayoría, a menores de edad, es ahora sinónimo de una desgracia que resonó los primeros días de haberse producido y dejó varias interrogantes, además del número exacto de víctimas, incluyendo el cómo un arma que solo deben portar cuerpos uniformados llegó a aquel lugar.

Por incumplir con los artículos 78 y 105 de la Ley para el Desarme y el Control de Armas y Municiones, fueron detenidos Myriam Guzmán, encargada del club de 42 años, y el supervisor de seguridad, Manolo Jean Canela, de 41 años. Sin embargo, se desconoce el estatus legal de ambos. Yelitza Morales indica que durante la conversación que mantuvo con el fiscal este le dio a entender que los dueños no serían procesados “porque no tenían responsabilidad directa”.

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El pasado 4 de julio el Ministerio Público acusó a cuatro jóvenes, con edades comprendidas entre los 16 y 17 años, por su presunta responsabilidad en la activación de una bomba lacrimógena durante la riña que se originó en la fiesta y por bloquear la salida de los asistentes cuando intentaban huir del gas. Por esta razón, las fiscalías 66º Nacional y 117° del Área Metropolitana de Caracas dieron a conocer el documento acusatorio en el que los jóvenes son acusados como coautores en los delitos de homicidio intencional calificado y homicidio intencional calificado en grado de frustración, ejecutados con alevosía y por motivos fútiles, y detentación de artefacto explosivo; además de agavillamiento.

También el Ministerio Público presentó cargos contra Jean Manolo Celestin, de 41 años de edad, y Gilberto Alejandro Petit Quintero, de 19 años de edad, por ser “coautores en los delitos de homicidio intencional calificado y homicidio intencional frustrado, ejecutados con alevosía y por motivos fútiles”. Particularmente, Petit Quintero enfrenta, además, los cargos penales por “uso de adolescentes para delinquir, detentación de artefacto explosivo y agavillamiento”. Ambos fueron presentados el martes 19 de junio ante el Tribunal 5° de Control y se les estableció el Internado Judicial Rodeo II como centro de reclusión.

El pasado 19 de julio la tragedia cobró otra vida: la de Jhoanys Mariela Amaro González de 16 años. Luego de estar un mes en terapia intensiva en el hospital Miguel Pérez Carreño, la joven sufrió un paro respiratorio.

 

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