Teatro

Los hombres que saben fingir

Caracas ha gestado una nueva generación de actores que sobrepasa las convencionalidades. Son de los que deciden crecer, formarse, trabajar por un país que, a diario, les cierra el telón con cada vez menos espacios para el histrión. Sin embargo, se montan sobre los escenarios por ellos y por el arte

Fotografías: Alejandro Cremades
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Aunque la lista se queda corta, estos seis jóvenes actores son el vivo ejemplo de la variedad presente en la actuación local. Con sus dotes interpretativas han incursionado en géneros que van desde la comedia hasta el melodrama, con temáticas desde infantiles hasta homosexuales. Formados o no en las artes escénicas, Aitor Aguirre, Gabriel Agüero Mariño, Saúl Mendoza, Jorge Roig, Calique Pérez y Luis Palmero son una muestra de la generación de relevo.

Aitor Aguirre, vivir actuando

Aunque sus aficiones histriónicas las descubrió cuando estudiaba quinto año de bachillerato, Aitor Aguirre se sinceró cuando cursaba Ingeniería en Computación en la Universidad Simón Bolívar. “Tú tienes que dejar de engañarte. Lo que siempre buscas la manera de hacer es teatro”, recuerda haberse dicho a mitad de carrera, mientras intentaba encontrar su vocación actoral en ecuaciones y logaritmos. “Ese fue el día en que decidí dejar la Ingeniería y dedicarme a lo que realmente me gusta”.

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Hoy en día, Aguirre no se arrepiente de no tener una carrera científica en su currículum. Lo que carece en estudios matemáticos, lo compensa en lecturas e interpretaciones. El caraqueño de 32 años se encontró a sí mismo en los escenarios. Con cada libreto que acepta, reafirma su decisión de abandonar sus aficiones juveniles de producir videojuegos. Técnicamente, sigue estudiando Artes en la Universidad Central de Venezuela desde 2008, con un paso previo y rasante por la Universidad de las Artes (Unearte). Nunca entregó la tesis: “Me quedé en el bendito síndrome de todo menos tesis. Comencé a trabajar y la he postergado”, dice entre risas quizá fingiendo su tormento. O ríe para no llorar.

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Sin embargo, la pasión que descubrió en 2001, cuando era un bachiller de quinto año, la refinó profesionalmente cuando ingresó al Grupo Actoral 80. Desde joven, ha tenido la oportunidad de trabajar con grandes de la materia como Héctor Manrique, Orlando Arocha y Diana Volpe. Con casi una década acumulada en actuación, Aguirre se ha catapultado con propuestas independientes. Fue parte de La escala humana, una de las obras ganadoras del Festival de Jóvenes Directores, dirigida por Pedro Borgo. Actuó en La cena de los idiotas, dirigida por Héctor Manrique y presentada en el Centro Cultural BOD. Formó parte de la obra Triángulo, del Ciclo Teatral en homenaje a Isaac Chocrón, dirigida por Federico Pacannis y presentada en el Espacio Plural del Trasnocho Cultural. Actuó en El cine, dirigida por Diana Volpe en virtud del Festival de Teatro Estadounidense. La lista pica y se extiende como los aplausos.

“Nadie se lo esperaba”, asegura. Compañeros de la infancia se sorprenden cuando lo ven actuar. “Sentía esa necesidad de hacer algo distinto. Creo que fue hasta casualidad. Son esas circunstancias en las que te preguntas cómo demonios llegué hasta aquí”. Su inquietud de probar la diferencia y heterogeneidad lo ha llevado a experimentar con temáticas que lo sacan de su zona de confort. Las persigue conscientemente. Confiesa necesitar rotación y movimiento, siempre buscando nuevos retos que lo empujen a un descubrimiento personal. “Creo que estoy constantemente cuestionando todo, el lugar en el que me encuentro. Tal vez, casi sin darme cuenta, siempre busco salir de ese estado de comodidad”.

Sin pensarlo mucho, la inconformidad lo mueve y la variedad que encuentra en la propuesta teatral actual lo conforta. Explica que “como espectador y artista, se asume lo que se quiere ver y en donde deseas estar. Uno se pregunta cómo ocurre eso en Venezuela, pero está pasando”. Su lugar lo encontró en las tablas venezolanas, donde zigzaguea entre el melodrama y la comedia —no es de los que se encasilla. A pesar de haberse planteado emigrar en diversas oportunidades, un hilo invisible lo ata. “Yo estoy en contra de la gente que dice que del teatro no se puede vivir. Si de verdad lo proyectas, sí es posible vivir haciendo teatro. ¿Por qué gastar tu vida en algo que no te gusta? ¿Solo porque piensas que de otra forma vas a vivir mejor? Sabiendo que desempeñándote en tu pasión será igual de difícil, pero gratificante”.

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Saúl Mendoza, reingeniería teatral

Si algo define al actor caraqueño Saúl Mendoza es la eficacia, siempre sistemática, con la que se desenvuelve. Se evidencia cuando acelera procesos actorales o cuando aprovecha al máximo las 24 horas de la jornada. La formación en Ingeniería Industrial que obtuvo en la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab) aún se cuela en su día a día. “Obviamente nunca te separas de ese pensamiento. La ingeniería me ha ayudado a ser metódico, a tener un plan de trabajo en los proyectos. Voy trabajando mi diagrama de Gantt en la actuación, por etapas, para ver cómo voy avanzando, qué no he hecho, cómo me planifico en el día”. Confiesa aplicarlo en procesos tan cotidianos como almorzar o bañarse.

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La estructura que lo define como profesional la complementa con la soltura que encontró en los parlamentos de Beckett. Mendoza se quita la careta cuando actúa. Se muestra como es, sacando de a poco esos rasgos característicos necesarios para el personaje del momento. Esconderse en un papel no es lo suyo, aunque llegó al teatro con esa concepción. “Antes tenía mucho miedo escénico, a ser una persona criticada, a decir lo que pensaba por temor a ser criticado. Entendí que todos tenemos un criterio y hay que defenderlo, que es lo mismo que uno hace con su personaje”.

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La defensa de su rol, de su historia y de sus acciones, lo guía en escena, hecho que le ha enseñado a no juzgar al mejor o peor de los personajes. Afirma que en una sociedad cerrada como la venezolana, tiene que esquivar los prejuicios a diario, incluso tras las cámaras. Así lo ha hecho desde sus inicios en la actuación profesional. En su única experiencia cinematográfica, Mendoza interpretó a un joven que encuentra un amor naciente con su primo en la película venezolana Una casa pa’ Amaita (2008), una producción de la Villa del Cine.

El actor de 29 años rompió esquemas tradicionales con dicho drama gay, aunque solo figuró en tres escenas. Esta irreverencia también se nota en Los amantes inconstantes, dirigida por Fernando Azpúrua y ganadora del segundo Festival de Jóvenes Directores del Trasnocho Cultural. Incluso, se separa de la convencionalidad de un escenario cuando se inició en la comedia por medio de la improvisación. Se presentó en restaurantes, apartamentos, camerinos de teatro con el grupo Cachivache Colectivo.

En paralelo a sus estudios, Mendoza formó parte de Tucab —actual Teatro Ucab—, grupo actoral universitario en el que descubrió sus pros y contras al interpretar un papel. Allí, el caraqueño entendió, antes de adentrarse al teatro profesional, que conocerse a sí mismo es la clave de sus interpretaciones. “Tienes que saber qué habilidades tienes y aprender a reconocerlas para ver cuáles son tus áreas de oportunidad y qué tienes que trabajar. A veces uno no hace ese trabajo, sino cuando pasan las cosas que te das cuenta. El teatro me hizo entender eso y me encantó aún más”. Además, tuvo una formación comunitaria que migró a los barrios del oeste de Caracas. Junto con el grupo de ucabistas Mediatia, impartió sus destrezas histriónicas a niños de comunidades aledañas como Antímano, Carapita, La Vega, a través de talleres.

Proyectos y distintas puestas en escena son “mini éxitos” para Mendoza. Incluso cuando el teatro del Centro Cultural BOD presentó su primer papel protagónico con No hay barcos en Chacao: una danza apache, adaptación de la obra Danny And The Deep Blue Sea del dramaturgo John Patrick Shanley. La fama no le quita el sueño. Cada obra es un escalafón de enseñanzas que aprehende. “Quiero adentrarme en el mundo del cine y seguir aportando desde lo que yo quiero para mi país con historias y personajes. Quiero producir y hacer algo de manera inteligente para transmitir un mensaje. Soy creyente de que hay que vivir muchas experiencias para encontrar tu propio camino”.

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La importancia de llamarse Gabriel

Gabriel Agüero Mariño es de los que se enorgullece de sus raíces. El menor de cuatro hermanos creció en una familia de artistas: su hermana es bailarina clásica y contemporánea y su hermano es pintor. Como ellos, lleva en sus genes la impronta teatral de su abuelo materno Alfredo Mariño, reconocido actor en Chile. En un ambiente donde las artes eran ensalzadas, tomó la decisión de ser actor, con toda la responsabilidad del caso, siendo apenas un adolescente. De igual forma, se inmiscuyó en su primera obra profesional teniendo 12 años, en una adaptación teatral de Oliver Twist que lo catapultó a las tablas con 120 funciones.

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“Jamás he visto el teatro como un hobbie. Desde chiquito me enseñaron que sí, puede ser agradable y gratificante, pero hay muchas cosas que te pueden quitar el sueño”, confiesa. Con apenas 29 años, Agüero se perfila como uno de los mejores de su generación. Trabaja desde lo que sabe: la actuación, sin mayores distracciones salvo las que trae consigo hacer teatro en la convulsionada Caracas. Así lo ha hecho desde que cursaba Artes Escénicas en la Universidad Central de Venezuela, cuando comenzó su formación actoral en Rajatabla.

Está inmerso en la materia desde antes de culminar sus estudios en 2012, siempre buscando su voz como actor, sin romper con la dirección que regirá sus destrezas: deja entrever rasgos de su personalidad en sus personajes, responde corporalmente como le gustaría verse representado. Sus necesidades como artista se compaginan con las obras en las que participa. Agüero no acepta papeles sin haber leído previamente el texto o sin conocer las necesidades de los involucrados en el proyecto. “Me gusta dejar interrogantes y que el espectador se vaya con ellas. Yo mismo no tengo todos los personajes resueltos de principio a fin, me quedan dudas. Me parece muy aburrido cuando voy al teatro y todo me lo dan masticado, es muy evidente. Me gusta pensar que el teatro es un lugar donde hay un intercambio entre el espectador y el espectáculo”.

Agüero resalta el hecho de hacer teatro con las uñas. Explica que la precariedad y falta de patrocinios impacta en las producciones teatrales de la ciudad. Desde su perspectiva, Venezuela no es un país consumidor de teatro, aunque se está abriendo de a poco. “Es gratificante ver cómo en estas condiciones se siguen haciendo cosas interesantes y propuestas nuevas. Nadie se va a hacer rico del teatro en este momento. Hay que arriesgarse y la respuesta del público dirá”.

Entre sus proyectos más recientes destacan la obra Rojo presentada en el Festival de Teatro Contemporáneo Estadounidense. Por medio de su grupo Deus Ex Machina, participa en la producción de diversos proyectos como Niños Lindos, obra recién presentada en el Trasnocho y con la que el director Fernando Azpúrua ganó el premio Chocrón de Dramaturgia en 2015. En un proyecto que aún se cocina, Agüero participó en la grabación de Ivana, una producción cinematográfica independiente del director Daniel “Rino” Arreaza, próxima a estrenarse en 2017.

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Aunque su dedicación es evidente, reflexiona sobre la motivación que lo mueve. Hablar de lo que concierne a los venezolanos es una de ellas. Confrontar, presentar propuestas pertinentes. Para ello, ve necesaria la mejora en las condiciones laborales de los actores criollos: “Nuestro limbo laboral hace que se convierta en una carrera sin tanto rigor, porque un actor podría ser cualquiera. No hay condiciones que aumenten el nivel actoral de nuestra profesión. Si tenemos mejores condiciones, todos verán la actuación desde otro lugar y las personas que decidan entrar en ese espacio deberán saber que se les va a exigir y mucho”. En ese sentido, se considera ciudadano, no altruista, pensando en las futuras generaciones de actores. “No quiero que sean el chamo perdido que yo fui hace años sin nadie que lo protegiera”.

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Jorge Roig, dirigir su nombre

Jorge Roig está inevitablemente inmiscuido en la política venezolana al llegar a casa. Aunque el nombre que heredó remita a los espectadores a Fedecámaras, el actor caraqueño de 31 años no siguió los pasos profesionales de su padre. Es Comunicador Social egresado de la Universidad Monteávila (2007) se formó en las artes escénicas fuera de las fronteras venezolanas: hizo una maestría en dirección de cine en la Universidad CEU San Pablo, y estudió teatro en la Universidad Juan Carlos Corazza, ambas en Madrid, España. En 2010, migró al sur y continuó con sus estudios actorales. Durante los tres años que vivió en Argentina, Roig tuvo la oportunidad de estudiar y trabajar en paralelo. Allí participó en Cómo casarse antes de los 30, del director criollo Manuel Pifano. “Esa experiencia fue muy atípica porque eran venezolanos que no vivían en Argentina y no conocían el sistema argentino”, recuerda.

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La necesidad de intervenir en los distintos procesos de una producción cinematográfica es la sombra que lo persigue en la actuación. Confiesa tener que “pasar el suiche” con cada obra, serie, programa que ha encarnado. “Para mí, que estudié cine, estar en un rodaje desde la posición de actor es muy distinto a estar desde la parte técnica. Es difícil no ser controlador, decir dónde van las cámaras. Hay que estar claro donde está uno”, explica. A Roig le cuesta concentrarse en un solo personaje cuando forma parte de un proyecto. Su bagaje en dirección signa sus intervenciones. Confiesa haberse involucrado en la producción de casi todos los montajes en los que ha participado: “Es muy duro porque yo suelo ser muy controlador cuando son míos, quiero cuidarlos hasta el último detalle”. Sin embargo, ha aprendido a confiar ciegamente en la visión del director, en dejarse guiar en escena.

Roig regresó en 2013 a una Venezuela convulsionada, con el expresidente Hugo Chávez fallecido y unas elecciones que decidirían el futuro de un sistema de gobierno. La actuación lo motivó a regresar, aunque estaba consciente de que no tener una carrera en la materia le empinaría el camino. “Aquí, era un desconocido totalmente como actor y la mejor forma de rodearme con actores para llegar a proyectos era haciendo teatro. Sentía que una cosa me iba a llevar a la otra, como efectivamente ha pasado”.

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Actualmente, sigue a la cabeza de C de Cine, programa trasmitido en Globovisión que presenta desde hace dos años. También es parte del elenco de Mis hijas, obra del dramaturgo inglés Arthur Miller y dirigida por Matilde Corral. Cada día se convence más de haber tomado la decisión correcta al regresar. Asegura que con los talleres de actuación que tomó con el grupo Tumbarrancho Teatro se le abrieron puertas, una tras otra. “Todo ha ido saliendo. Estoy feliz porque en los tres años que llevo en Venezuela, desde que regresé, no he parado”, confiesa. La gran pantalla venezolana lo espera con Solteras Insostenibles en diciembre de este año, Hijos de la Tierra en febrero de 2017 y otro largometraje que se reserva.

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Un camaleón hecho Calique

A sus 34 años, Calique Pérez se siente liberado. El actor caraqueño encontró al fin la pieza que faltaba en su vida, multidisciplinaria, versátil y siempre en movimiento. Estudió Arquitectura en la Universidad Central de Venezuela (UCV) y, por medio de un programa que permitía la doble titulación, culminó sus estudios en la Universidad de Roma La Sapienza en 2011. Allí encontró el balance entre las artes y las ciencias, aunque de a poco las fue distanciando. “Estoy luchando contra lo que me dicen. Todos los días, alguien de mi familia me dice ‘cuándo vas a dejar de hacer teatro, cuándo vas a volver a la arquitectura. Regresa al mundo real, del sueldo, del trabajo’. A la gente le cuesta entender que actuar es un trabajo”.

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Hoy personifica lo que de pequeño le hechizaba: obras de teatro. Inició su carrera desde el anonimato. Interpretó papeles pequeños en producciones de Radio Caracas Televisión, como mesonero 1, reportero 4, “siempre con diálogos”, ríe. Le siguieron apariciones en comerciales televisivos y cortometrajes, hasta llegar al teatro con Meñique, su primer papel actoral en la obra Anabel, la princesa encantada. No fue el protagonista, pero igual le imprimía un toque cómico particular. Desde entonces, encontró la pólvora que inflama su acelerado proceder, evidente en su hablar.

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Directores con los que trabajó le confiesan lo evidente: la comedia le es natural. Sin embargo, el drama no le es ajeno. Lo encontró en los talleres actorales de la Compañía Lili Álvarez Sierra y con la instrucción de María Fernanda Ferro, formación que le hizo escarbar dentro de sí hasta encontrarse. “Fue un teatro muy intenso. Es fuerte sacar todo a flote y luego dejar a un lado el personaje para ser tú otra vez. No sé si puedo ser más vulnerable a que me afecte el drama como género, por lo que me gustaría inclinarme más a la comedia”, confiesa.

La apuesta de Pérez al país es de distintas índoles: es actoral, aunque está consciente de que es un trabajo poco remunerado, “a menos que seas protagonista de novela, que supongo que sí pagan bien”, ríe. Es arquitectónica, trabaja freelance para distintos escritorios de la ciudad, cada vez en menor medida. Y es turística, con su proyecto Soy tu guía, fundado junto a Patricia Tintori. Muestra a venezolanos y extranjeros una cara más amable de Caracas. Allí entremezcla sus tres vertientes principales con la soltura que le permite ser jefe: “Empecé a explotar la parte arquitectónica con el turismo y la parte corporal y vocal con el teatro, que me ayuda también en Soy tu guía”.

Con la idea en mente de que el teatro forma actores preparados, tiene en su radar involucrarse con la intimidad de una cámara y la difusión que trae consigo. Quisiera estar en producciones cinematográficas en un futuro cercano. Generar debate también está en su lista: “Me gustaría hacer una obra un poco más controversial, más fuerte, algo que genere más polémica en el sentido político. Y hacer cine venezolano para poder exportarlo, mostrar todas las cosas buenas que tenemos por ofrecer. Tengo la ambición de estar en una gran película internacional”.

Para Pérez, hacer país con el teatro es llevar siempre un mensaje. Reforzó el trabajo en equipo, la honestidad y la responsabilidad. “Eso aplica para cualquier trabajo, pero en el teatro lo llevamos a otro nivel porque da sus frutos en escena. La idea es poder interpretar un personaje de la mejor manera para llegar a la audiencia y dejar una reflexión en ella. Buscar un cambio en la gente que sea positivo”.

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Luis Palmero, self control

Luis Palmero se siente aún en formación actoral. Con sus 27 años acumula experiencia profesional como presentador radial en La Mega y en Hot 94. Comenzó cuando era aún un estudiante de Comunicación Social en la Universidad Monteávila. Las vueltas de la vida lo llevarían nuevamente a las aulas luego de haberse graduado, como profesor en esta oportunidad. Se pulió con Tumbarrancho Teatro, donde descubrió la posibilidad de hablar transmitiendo con su mismo cuerpo. Ha trabajado con personalidades del género como Aitor Aguirre cuando hacía sus primeros talleres actorales en el Grupo Actoral 80 o con el director Federico Pacannis en la primera presentación de Triángulo en el Centro Cultural BOD. También protagonizó la película Solteras Indisponibles, dirigida por Carlos Malavé, rol que comparte junto a la ya famosa Daniela Alvarado, Leo Aldana, entre otros.

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Nada de eso hace mella en su percepción personal. Palmero se siente pichón, con mil y un lecciones y directores de los que tiene que aprender. “A pesar de todos los talleres en los que he participado, sigo siendo el que llega siempre a los ensayos con su cuadernito, anotando todo”, dice, entre risas. Admite convertirse en una esponja al momento de ensayar, absorbiendo conocimientos al máximo. Esta profesión lo insufló de confianza, la que le faltaba en la adolescencia.

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El caraqueño con aires árabes se encontró a sí mismo en el teatro naturalista, donde personifica situaciones reales, alejadas de la ficción. El imaginar que está en los zapatos de su personaje, por más inusual que resulte, lo ha trasladado a su cotidianidad. Es un ejercicio que considera vital, fuera y dentro de un auditorio. “Nos va a permitir entendernos mejor y nos hace mucha falta en el país. Creo que por no habernos puesto en los zapatos de los demás por mucho tiempo estamos donde estamos y nos tratamos como nos tratamos. Así empecé a construir un Luis Palmero mucho más abierto a las experiencias, a la gente, a conocer, a nutrirme y a compartir lo que había aprendido en todos mis años de experiencia laboral como educativa”.

El ejercicio se exacerbó con su participación como protagonista en Fango Negro, obra que rompió esquemas al presentarse en un autobús en movimiento para culminar la función en un burdel real. “Aprendí de contención, a no desbordarte, a crear matices y a mostrar varias caras de ese personaje que te va a durar un tiempito”. La temporada que duró de tres meses y medio —siempre con funciones agotadas. “Yo no sé si llamar eso éxito. Cuando no trabajas por ello, no tienes ni que manejarlo. No es mi foco. Aún tengo muchas cosas que aprender”, admite. Trabaja con el ego “controladito, guardado, porque evidentemente lo necesitas, pero te puede jugar chimbo”. Continúa: “Todavía no tengo la experiencia para decir que dejo una huella reflexiva en la gente. Me gusta creer que mi trabajo permite trasladar al público a otra realidad, que no necesariamente será bonita. Siempre busco hacerlo lo mejor posible y que la audiencia disfrute lo máximo. No es solo querer cambiar el país, es tocar a, al menos, una sola persona que está sentada frente a ti”.

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