Crónica

Los niños de la resistencia

La resistencia no es exclusiva de los más grandes. Su músculo se fortalece con niños. Nadie se pregunta por qué están allí. Se cuelan entre la masa y también asumen la vanguardia. Han aprendido a preparar bombas molotov y a devolver lacrimógenas. La razón es única y compartida: tienen el estómago vacío

Fotografía de portada: Emily Avendaño | Fotografías en el texto: Andrea Hernández y Nelson Ovalles
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Una espiral de gas lacrimógeno se dibuja en el cielo. La batalla tiene lugar unos pocos metros más abajo, en la avenida Sur de Altamira. Cada tanto estalla un ruido seco: el de los propulsores de bombas. Pese a que tienen 13 y 15 años de edad no se arredran. “Cuando bajemos eso va a estar rudo”, dice el más grande. Mientras al pequeño le pican los pies por salir corriendo a meterse en la candela. Cada vez que trata de acercarse al enfrentamiento entre manifestantes y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) chocan las metras que tiene guardadas en el bolsillo de su mono escolar. El mayor también viste con el pantalón del uniforme; pero no están en clases. Son uno más en la pelea. Nadie los detiene a pesar de sus edades, ellos mismos no permitirían que lo hicieran.
“Estamos aquí porque queremos un cambio y un país mejor. Para eso es que hay que luchar, y este Presidente no nos quiere ayudar. Queremos un cambio”, insiste el de 13. Se niegan a dar sus nombres. Explican que son de El Paraíso y llegaron hasta Altamira en un autobús. Están preparados. El de 15 tiene un guante grueso en la mano derecha —la que usa para devolver las bombas— y un pedrusco agarrado firmemente en la izquierda. Usa además gorra, lentes y tapabocas. El de 13 lleva casco, pero no guantes. Necesita las manos libres. Se defiende con una china. Allí, todavía más cerca de la avenida Francisco de Miranda que del enfrentamiento, ya la tiene cargada. Para eso son las metras.
A ellos se les unió un tercero que dice ser de José Félix, en Petare. Dice que también tiene 13 años, aunque a duras penas supera el metro de altura. Parece de siete. Él no tiene nada que lo proteja. Ni siquiera la mezcla de bicarbonato con agua, que sirve para contrarrestar el ardor de los gases. No le hizo falta. Al rato se le ve con la cara cubierta con un trapo a guisa de capucha saliendo de entre la muchedumbre. Había conseguido un escudo de madera y corría de la avenida Del Ávila a la Sur gritando: “¡Vienen de aquel lado!”. Hablaba de los guardias. El aviso sirvió para que quienes se concentraban más arriba pudieran moverse y sortear la humareda tóxica.
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No es una rareza que menores de edad participen en las manifestaciones. Una estudiante de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) a la que también le gusta estar al frente dice que los ve todo el tiempo. “Yo he hablado con ellos. Uno de los grupos se hace llamar la resistencia del 23 de Enero y son puros carajitos. El que parece ser su líder tendrá 16 años. Los demás tienen 12 o 14. He visto chamitos así en la avenida Victoria, El Paraíso, Chacao. Tienen hambre, y esta es su manera de descargar su rabia”. Libia Álvarez, paramédico de la Cruz Verde, también ha visto niños lanzando piedras a la GNB por los lados de El Sambil y el CCCT. “Por lo general están allí pidiendo algo de comer, andan descalzos y en muy malas condiciones de higiene”.
Un grupo de manifestantes del este de la ciudad incluso se unió para regalarles zapatos, camisas y morrales a chamos de entre 15 y 18 años que constantemente ven en Las Mercedes y Altamira. “Son de zonas populares. Cuando hablamos con ellos lo que nos dicen es: ‘Los sifrinitos tienen como irse. Nosotros no. Tenemos que echarle bolas aquí”.
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Prepara la “morrocoy”
Ese 3 de mayo de 2017 en Altamira ninguno dijo vivir en la calle. Los chamos reconocieron que estaban allí escapados de sus padres. Uno de 16 años de Pinto Salinas también se movía entre una avenida y la otra del sur de Altamira. Llegó hasta el lugar a pie con la intención expresa de participar en la manifestación. “Nadie sabe que estoy aquí y no me da miedo. Lo hago porque es una lucha, porque no tengo comida. Ahora estoy con los convives —compinches de guarimba— y ellos son los que me regalan un poquito”.
De nuevo una nube venenosa se cierne sobre la avenida Sur, pero ni él ni sus compañeros corren. Están aclimatados. “Tranquilos, tranquilos. No corran”, advierten a la masa. Un grito aumenta la tensión: “¡Médico! Hay un herido”. La exhortación resuena con fuerza. De repente entre la multitud una moto que lleva a alguien inconsciente. La escena, aunque de terror, al final se repite muchas veces. En algunas oportunidades no son motos, sino dos combatientes llevando a cuestas a un asfixiado; o a alguien cojeando por el impacto de una bomba.
Comienza un murmullo. Parecen ser cacerolas, pero no lo son. El metal suena diferente. Poco a poco aumenta en decibeles. Es el tronar del muro que resguarda el terreno de Altamira Sur. El ruido no molesta. Es un llamado al aguante. Se hace más fuerte a medida que se dibujan líneas de gas sobre las cabezas de los manifestantes. Es entonces cuando Carlos Véliz se deja ver. Es de Guatire y tiene 16 años. “Estoy aquí porque quiero defender mi futuro. Si no lo hacemos ahorita después no habrá nada. Solamente una dictadura y cómo voy a hacer yo”. Carlos tiene una misión en la batalla aunque no sepa muy bien cómo pronunciarla: “Mi función es lanzar piedras y las bombas… ¿morrocoy? Esa vaina. Lo aprendí aquí. Se hacen con un poquito de gasolina y tierra para que se expanda”.
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Es un trabajo de relevos. Mientras algunos emergen con la cara roja y sudorosa, otros bajan a las cercanías de la autopista Francisco Fajardo a continuar el enfrentamiento. Marco Murillo, de 14 años, apareció con la cara constreñida, arrugada, los puños apretados y los hombros cuadrados. Vive en la carretera Petare-Guarenas y también llegó caminando. “No me gusta cómo está el país. Uno aguantando colas”. Él no sabe hacer molotov, pero sí sabe lanzarlas. Su trabajo además es devolver las lacrimógenas a los guardias, o llevar las bombas a los “escuderos”. “Mi única protección son los guantes y la máscara, pero se le dañó el filtro”. Ese día tenía un solo guante y en la mano desnuda llevaba una piedra.
Junior Ortiz, de 12 años, jugaba con una roca. La lanzaba de arriba abajo para atraparla con la misma mano. Su única protección era un casco y como él mismo dijo: su fuerza. “Tiro piedras como puedo y aguanto como puedo también”. Afirma que participa porque está luchando por su país y porque le gusta la adrenalina. Llegó desde la Urbanización Simón Rodríguez —cerca del Teleférico Waraira Repano—, con su papá y un tío, aunque siempre se le veía solo.
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En la avenida Victoria
Estaban en la avenida Victoria cuando la represión arreció el 1° de mayo. Eran dos, ambos dijeron llamarse José y ser hermanos. Rondan siempre entre las calles Internacional y El Progreso. Uno aseguró tener trece años y el otro afirmó que tenía once. Llegaron justo después de una de las rondas de gases lacrimógenos que lanzó la PNB a los manifestantes.
Estaban alzados. Los dos con piedras en las manos. El más grande cargaba su china con una roca cada vez que escuchaba una detonación.
—¿No son muy chiquitos para estar aquí?
—Eso no importa.
—¿Y por qué vinieron?
—Porque tenemos hambre.
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