Madres en la Venezuela revolucionaria: de sacrificio y aguante

La maternidad siempre supone abnegación y entrega. Madre es madre hasta su último día. En homenaje Clímax escogió a tres mujeres que, pese a las adversidades, al llanto, a la enfermedad, incluso pese a las discapacidades físicas, celebran su mes henchidas de amor y esperanza. Historias de vida y lucha

Autor: Ma. Gabriela Quintero L.
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Carmen Viloria sin la parálisis del amor

Era una noche lluviosa, la ciudad estaba repleta de carros. A las ocho, Alberto finalmente llega a casa y, luego de sentar a su esposa en el sofá de la sala, le sostiene las manos y le dice: “Es parálisis cerebral”. Ambos explotaron en llanto por varios minutos, tal vez horas. Se abrazaron y se prometieron a sí mismos seguir adelante, no tirar la toalla. Desde entonces, llevan ocho años cuidando a Diego, el hijo que sufrió apnea cuando nació, lo que le ocasionó este trastorno permanente. También persiguen a Andrés, el morocho, un niño hiperactivo.

Carmen Viloria es una madre distinta. Cuando su hijo Andrés no deja de correr, ella no se desespera ni grita. Al contrario, lo vuelve a llamar por su nombre y le pide que se calme. Cuando su otro hijo, Diego, necesita que le expliquen qué está pasando, ella lo trata como a un adulto y sin titubeos se lo aclara. De vez en cuando llora para liberarse.

 “El embarazo fue complicado desde el principio”, asegura la madre de los morochos. “A pesar de que tuve sangramientos y era de alto riesgo, a las 30 semanas nacieron, pero los médicos me dijeron que Andrés no sobreviviría más de 48 horas porque tenía una bacteria. Se enfocaron en Diego que tenía más chance”, explica. A los trece días de terapia intensiva le permitieron ver a sus hijos por primera vez, y cuatro más tarde, se los llevó a casa. “Estaba muy preocupada porque eran tan frágiles e indefensos. Pesaron alrededor de kilo y medio cada uno. Comían por una sonda”, recuerda. “Intentamos alimentarlos cada hora para que subieran de peso, pero solo aguantamos así un día, agrega mientras ve a los morochos jugar en el jardín. Andrés agarra la silla de ruedas en la que está postrado su hermano y la empuja para que se ría. Luego se acerca y logra sacarle una sonrisa a su madre cuando le dice: “De todo el mundo, yo soy el que más quiere a Diego”.

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Por ser prematuros, el pediatra recomendó llevar a los bebés a terapias de lenguaje, ocupacional y fisioterapia. La diferencia en el progreso era notoria. “Andrés aguantaba la cabecita, Diego no. Andrés se podía sentar, Diego no”. A los nuevos meses le hicieron un estudio médico en el que se descubrió la condición. Los primeros tres años, Carmen tomó reposo laboral para dedicarse a sus hijos. Luego, ella comenzó a trabajar en la Dirección Ejecutiva de la Magistratura y su esposo se quedó encargado de las tareas del hogar, por decisión de ambos. “No teníamos dinero para que alguien nos ayudara. Entonces alguno tenía que sacrificar su profesión”, argumenta. En octubre de 2011, Alberto empezó a trabajar, ya que los niños tienen una rutina en la mañana y en la tarde.

Carmen sostiene que Diego es un niño feliz; se ríe constantemente y colabora en lo que puede. Por su lado, Andrés entiende las limitaciones de su hermano, pero se ve afectado emocionalmente por esto. “Se pone triste porque Diego no puede caminar o montar bicicleta. A veces quiere hace la terapia con él para estar juntos”, cuenta su mamá.

Sin embargo, tiene mucha fe en que Diego progrese gradualmente. “Entiende muchísimo cuando le hablas y ahora, dice frases de hasta cuatro o cinco palabras”, comenta y lo mira con esperanza. “Todavía lloro cuando veo que Andrés avanza y Diego no”, confiesa con un suspiro. Si bien se nota el cansancio en su rostro, también se refleja el orgullo. “Lo volvería a vivir porque es un aprendizaje y una bendición. Siempre y cuando ellos tengan cómo respirar, yo soy una madre feliz”.

Nakary Molina de garra y fe

Su pasarela es perfecta. Camina desafiante con pasos decididos y fuertes. Siempre hacia adelante. El pañuelo rosado, que hace combinación con el vestido, cuelga de su hombro izquierdo para convertirse en cobertor y protector de la nada. Maquillaje perfecto, sonrisa de muñeca, mirada esperanzadora. De su única mano, el motivo de su alegría, Renata de los Ángeles, su hija brinca y ríe como cualquier otra niña. El impacto cambió su vida en cuestión de minutos. La persigue a donde quiera que vaya, pero no la derrumba; resignarse no está en sus planes.

A los 18 años, Nakary Molina estudiaba el último año de Mecánica Dental en Cúcuta, Colombia y también trabajaba como modelo. Luego de quedar como cuarta finalista en el concurso Miss Táchira, se paró en frente de Osmel Sosa para ser observada de pies a cabeza y, tras recibir la aprobación del “Zar”, se montó en un autobús vía la capital para llegar al último casting que definiría su participación en el Miss Venezuela. La recta final para completar su sueño se convirtió en el final de la vida o más bien el inicio de su pesadilla.

“Eran alrededor de las cinco de la mañana, íbamos por San Carlos —estado Cojedes—, yo estaba dormida en el asiento que daba a la ventana del lado izquierdo del autobús. No sé exactamente qué pasó, pudo ser que el conductor se quedara dormido o perdiera el control, pero lo cierto es que el autobús se volteó hacia mi lado y caímos en un canal de agua. Mi brazo se salió por la ventana y quedo atrapado. Todos los pasajeros y el equipaje estaban encima de mí”, narra Nakary a medida de que baja el tono de voz.

Las lágrimas no se daban abasto parea expresar el dolor incesante. “Para mí, fue toda una vida mientras lograban sacar mi brazo”, recuerda. Palabras de consuelo y gritos de desesperación se apoderaron del ambiente. Luego de liberar la extremidad, llevaron a la joven a un hospital cercano que no contaba con las condiciones necesarias para asistirla. “Esperamos varias horas para que los médicos cirujanos llegaran al lugar. Mucha gente donó sangre para que no muriera”, afirma.

Los padres de Nakary recibieron la indeseada llamada. Emprendieron su camino en seguida y al llegar al hospital se encontraron con una noticia aún peor. La herida, contaminada por el agua del canal y los trozos del autobús, era gravísima. Debían decidir entre intentar conservar el brazo de su hija —sin tener la seguridad de que ella sobreviviera— o amputarlo, “Hagan lo que tengan que hacer”, exclamó su padre exasperado. Hoy Nakary no tiene brazo izquierdo.

“Para ejercer Mecánica Dental se necesitan los dos”, señala justificando su retiro de la carrera. Comenzó a estudiar Administración de Empresas. En 2007 fundó  su propia tienda de ropa para damas. Y su hija, quien a pesar de su temprana edad, resulta un soporte importante para ella. “Cuando voy aplaudir ella me ‘presta’ su mano, cuando ve que no puedo hacer algo, ella intenta hacerlo por mí”, explica. Para Nakary, esto significa un nuevo comienzo, “la luz que tanto buscaba”. Sin embargo, no es sencillo cubrir con una mano las necesidades para las que dos son insuficientes. “No puedo amarrar las trenzas de los zapatos o hacer una crineja, tampoco picar una cebolla para el almuerzo”, comenta sin complejos y agrega: “Pero sí le doy el tetero a mi hija, le cambio los pañales, juego a la pelota y empujo su bici”.

La próxima meta a mediano plazo es colocarse una prótesis. “Gracias a una fundación que creamos, recolecté el dinero que hacía falta, pero no me han otorgado la visa americana para hacerme el primer chequeo. Además, no se ha logrado crear artificialmente la parte del codo que a mí me falta”, sostiene.  Mujer arriesgada y decidida, no gusta del “no”. Considera que lo más doloroso es aguantar las miradas de las personas que la observan fijamente, pero se aferra a ellas para seguir adelante con fortaleza.

Isabella Paúl, fortaleza y esperanza

“Cristi, sonríe que te van a tomar una foto”, le dice Isabella a su hija de 12 años mientras ella corre entre los columpios y el tobogán. “Ven, dale un abrazo a mami”, insiste un par de veces. Cristina le pasa por al lado y sigue de largo, en un segundo de reconocimiento da una vuelta sobre su propio eje y se regresa a recibir un beso en la frente un beso. Hoy está de buen humor; se siente privilegiada porque la dejaron jugar en el parque infantil al que usualmente no tiene acceso. A pesar de que no puede transmitir su felicidad con palabras, sus ojos brillantes y enorme sonrisa gritan.

Isabella Paúl es una mujer delgada, de estatura mediana y presencia impecable. A primera vista, se nota que es una persona muy organizada —de esas que se proponen algo y lo obtienen. Con el nacimiento de su primera hija, Cristina Riccobono, su sueño estaba completo. “Siempre fui muy romántica; quería casarme y tener hijos”, admite con gesto inocente. No obstante, el destino sacudió el cuadro que ella misma había imaginado.

“Cristi era una bebé, lo cual a mí me parecía genial, pero a los 15 meses todavía no hablaba. Pensamos que era herencia. Yo hablé tarde. Cinco meses después le diagnosticaron autismo”, relata. Los síntomas que presentaban eran variados pero no muy categóricos: una evolución más lenta en comparación con los otros niños del maternal, hora de entrenamiento con el mismo juguete de música, aislamiento. Isabella fue con su madre a recibir los resultados del estudio médico realizado a su hija. En el consultorio escuchó: “Es inútil ponerte a pensar ‘por qué a mí’, ahora tienes que actuar”, seguido de una serie de recomendaciones para “situaciones” como las que ella iba a atravesar.

Cristina es autista.

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A pesar de lo complicado que era aceptar esta condición, Isabella no se desplomó. Su hija necesitaba que alguien luchara por mejorar su porvenir y calidad de vida. “Al principio fue muy difícil. Cuando me enteré estaba embarazada de mi segundo hijo, Javier, tenía que desvelarme porque Cristi podía pasar toda la noche sin dormir, y como los autistas no tienen sentido de seguridad, podía pasarle cualquier cosa si no estaba a su lado”, recuerda. “Me afectaba no entender la manera en que ellos se relacionan y la frustración de no saber qué hacer cando se sentía mal o estaba brava”.

Cuando llegó la hora de buscar un colegio, el único que consiguió era una pequeña casa en San Bernardino que no estaba en el mejor estado. Junto a su hermana Marianella Paúl y las directoras de aquella casa desvencijada, María Isabel Pereira y Anny Gru, diseñó un proyecto ambicioso con el objetivo de buscar una alternativa educativa para los niños con autismo. En 2006, nació Autismo en Voz Alta. La escuela es para niños de entre dos y 18 años. Cuenta con una capacidad para 80 alumnos a nivel de escolaridad y en las tardes reciben a más en calidad de terapia y diagnóstico. “La educación especial es costosa”, admite Isabella, que es la presidente y explica: “Nosotros becamos a todos los niños por igual, para poner el precio más ‘caraqueño’. Luego la fundación beca a los de más bajos recursos”.

Música, karate, arcilla, cocina, lavandería y gimnasio especializado son algunas de las actividades que practican los estudiantes de esta institución, en la que buscan que los niños con autismo puedan ser autosuficientes e insertarse en la sociedad. “Cristi es uno de los casos más difíciles del colegio. Además tiene mucho carácter”, asegura orgullosa su progenitora.

La familia Riccobono tiene dos hijos más: Javier de diez años y Gabriella de seis. La relación entre los hermanos es muy natural, pero las interrogantes han estado presentes. “Creo que a los niños hay que responderle en base a lo que ellos preguntan. Ellos nacieron en este ambiente, por lo que han aprendido a vivir en él”, explica Isabella.  Javier se preocupa constantemente por el futuro de su hermana mayor, incluso dice que quiere “tener mucho dinero para que Cristi pueda tener una enfermera cuando sea grande”.

Isabella cree que el llanto es una manera de desahogarse, por lo que recomienda llorar de vez en cuando para levantarse al día siguiente con más fuerzas. Es una mujer que enfrenta la vida con sinceridad. “No puedo mentirme. No escogería pasar por lo mismo, si tuviera otra opción. Pero me tocó y a estas situaciones hay que sacarles punta, aprovecharlas para aprender de ellas y actuar”.

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