Íconos

Maickel Melamed corrió caminos hasta Boston

De figura cenceña y verbo remojado en filosofía, así se luce Maickel Melamed. Un atleta de alto rango que, a despecho de haber nacido con discapacidades motoras y musculares, ya suma maratones por América. Ocho, diez, veinte kilómetros no son nada para él. No hay barreras que no haya saltado ni obstáculos que no haya sorteado. Nada le impide ser victorioso.  Por eso participó este año en la Maratón de Boston. Llegó a la meta hoy a las 4 de la mañana luego de más de 20 horas de trote

Fotografía: Anibal Mestre
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Maickel Melamed, amurallado en su fe, hace tiempo se desembarazó de sus complejos. Frente a la intimidante cámara, que dispara en cadencioso ritmo sus saetas fulgurantes, posa sin fruncir el ceño y con holgura como Dios lo trajo al mundo: desnudito de pretensiones. “Permito que me vean como soy. Disfruto de mi diferencia”, suelta en tanto una ráfaga de luz lo ilumina. Sus brazos, a guisa de jarra, se mantienen rígidos a los lados. Deleznables, como una brizna de paja, y paradójicamente fuertes, sostienen lo que muchos otros nunca han podido siquiera levantar: paciencia. Sus manos miran al cielo acaso en agradecimiento del milagro concedido: el derecho de vivir.

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Y sus piernas, flacas y escurridas, lejos de languidecer, robustecen su talante de campeón. Es que este hombre de casi 40 años y de apariencia frágil, desde hace más de dos lustros, trota mundos. Ataviado con ropas deportivas que velan su enjutez y tocado por la cachucha que corona su sesera, Maickel se desafía en una carrera cuyos únicos contrincantes son el mismo y la muerte. “Yo nunca me he escapado de ella. Siempre me ha escoltado. Incluso en varias oportunidades le he preguntado ¿Vienes por mí o te busco? De hecho he muerto mil veces, pero amo tanto mi existencia que consigo que ella siempre venza”, dilucida en metáforas su pugna mientras desgrana una sonrisa cómplice. Una lucha frenética libra contra los prejuicios en cada una de las carreras que ha recorrido dentro y fuera de Venezuela. No hay quien no voltee para verlo andar con ese caracoleo, con ese yo no sé, con ese tumba’o tan suyo que alela inconformidades y acicatea gallardías.

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A la zaga de sus pasos, la tierra vibra, se estremece, cruje y trepida. Maickel derriba los tormentos que la vida creyó infligirle, lo mismo que los impedimentos de su cuerpo. No importa cómo luzca o cómo lo miren. Es un ganador. “Muchos cuando me veían… se asustaban. Era porque en mí encontraban reflejados sus miedos. Una vez un niño se me acercó y me dijo torcido. Yo me reí. Es verdad, soy torcido”. Pero no siempre la hilaridad y la aceptación hinchieron su pecho, no. Muchas lágrimas hubieron de manar para expiar y purificar su espíritu. Empañaron y anegaron sus ojos gachos. “Claro que sufrí. También envidé por ser algo que no era y nunca seré. Mi familia, la sociedad me crearon el mito de la normalidad y normal no soy. Cuando era adolescente me preguntaba cuándo llegaría la normalidad para mí. Yo hacía lo posible por serlo. Mientras más batallaba tanto más fuerte era mi desencanto. El espejo me mostraba lo contrario. Entonces escogí verme y aceptarme tal cual como soy”, suscribe el deportista, que para muchos es un ejemplo a seguir. “No me considero un súper hombre. Y cuando me lo pide la gente, se lo niego. Muestro al humano. Lo que soy: una persona con discapacidad que optó por no sentir lástima de sí mismo. El súper héroe se aísla en la vitrina de admiración”, discurre quien al momento de nacer se hizo un ovillo sin llanto, una madeja de piel con el cordón umbilical que lo asfixió hasta escamotearle el movimiento a su cuerpecito de bebé.

“Los doctores le dijeron a mis padres que no sobreviviría. Y aquí estoy”. Sí, orondo y campante, pregonando con voz ronca su misión, insuflando de esperanza a quienes, como por fuerza de atracción, caen de hinojos ante su confianza. “Todo lo que nace del amor es verdadero. Una idea, un proyecto, el arte o una persona perduran en el tiempo si surgen de este sentimiento, de esta energía. No tiene edad ni momento, sino un camino. Es un mensaje que hay que trasmitir a la humanidad”, se convence quien renquea en su marcha pero no en su determinación hacia los logros. “No me amilano. Al contrario, cada vez que he caído, me he levantado. Como en el año 2010, cuando me negaron la posibilidad de participar en el maratón de Nueva York. Sentí que me quitaban el piso. Entiendo que los organizadores tenían miedo porque rompo los esquemas. Pero que no me digan no, sino cómo. Ese es mi propósito: arremeter contra el sistema. Hacerle ver a otros lo que no pueden ver”, dice con esa convicción de vencedor.

Este economista de profesión, egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, psicoterapeuta gestalt y conferencista de alto impacto a partir de su experiencia se juró reclutar a sus huestes de hacedores a quienes abjuran de su potencial, a quienes no creen que con perseverancia, pese a los infortunios, puedan alcanzar los sueños más grandiosos y volátiles. Y no se arredrará hasta lograrlo. “Los grandes triunfos y glorias se consiguen poco a poco. La mayoría de la gente acelera el mundo. Yo, en cambio, pongo lento. Imagínate si alguien hubiera apurado a Leonardo Da Vinci a terminar la Mona Lisa. No hubiera sido, quizá, la obra maestra de la pintura que hoy veneramos”.

Como la transubstanciación, en la liturgia católica, convierte el pan y el vino en carne y cuerpo de Cristo, respectivamente, Melamed también es un demiurgo de extraños milagros. Trasformó cada negativa en un virtuoso sí. Le dijeron que no iba a vivir y vive. Que no iba a caminar y camina. Que no iba a hablar bien y habla. Que no iba a subir montañas y en 2006 conquistó la cima del Pico Bolívar, la más alta de los Andes venezolanos a 5.007 metros sobre el nivel del mar. Reconoce que sin el equipo de personas que ampara sus proezas, que vitorea sus empeños y, sobre todo, que lo azuza sin vacilaciones ni desfallecimientos no habría disfrutado, con tanto goce, sus éxitos. “Nunca he estado solo. Mis padres, mis amigos y las organizaciones que me han subsidiado han estado conmigo siempre atrás, de bastón”, agradece cada uno de los cuidados y atenciones que prodigan sus seres queridos —incluso tiene un ayudante, Galo, que lo carga para subir y bajar escaleras, entre otras tareas. Retoma el hilo suelto: “También confío en Dios, aun cuando soy menos religioso. Creo en él, pero mucho más en la humanidad y en su capacidad de forjar sus propias deidades. Mi fe la cifro y deposito en la acción del hombre”, deshoja su credo judío.

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También es maratonista. “Troto todos los días para ir sumando metros. Además, hago ejercicios de pista, velocidad y fuerza, tanto de bajada como de subida. Como cinco veces al día todos los grupos alimenticios: proteínas, carbohidratos, vegetales, frutas, granos y suplementos alimenticios. Y duermo mis ochos horas reglamentarias. Lo más importante es estar en constante movimiento. El descanso se convierte en atrofia, por eso jamás me detengo”.

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La sesión de fotos está por terminar y el corredor devenido modelo, sin afeites ni photoshop, se despoja de la camiseta. En un santiamén, se descubren un par de omoplatos que escarpan, como montañas, su espalda infantil. No se avergüenza de su fisonomía. Al contrario, la desfila. “Mi valentía es aceptarme. No escondo nada. Así soy. Lo más sabroso del hombre es poder elegir. Yo elegí no disfrazarme”, desata su discurso que desemboca en un arcaduz de bienestar. Antes de despedirse voltea y clava la mirada en su interlocutor. “¿Sabes por qué me inscribí en en el Maratón de Nueva York de 2012?”, abre el interrogante y devela su verdad sin modestia: “Para demostrarme que sí puedo. No compito con nadie, sino conmigo. Por eso siempre estoy en el podio. El triunfo es mi elección”.

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