"Me soplaron el bistec" y otras ruinas de la monogamia

Aquí las historias relatadas por sus protagonistas: hombres y mujeres que montaron o les montan cachos a sus parejas. Algunos víctimas y otros victimarios, sus relatos de carne, placer y abandono parecen indicar que en Venezuela la monogamia es una palabra extinta. Y mientras tanto más sexo y más mentiras

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Evidencias antropológicas apuntan a un hecho proverbial: el humano que Dios o el Big Bang crearon no es fiel. Como todo proyecto cultural, serle fiel a una pareja, ofrendar exclusividad en asuntos de cama y sentimientos, requiere una disciplina que se traduce en restricciones que llevan a traicionar la constitución de la especie. Pero la gente, presa de una monogamia incurable, sigue intentado vivir según los preceptos del rito y de la tradición, y sigue muriendo después de recibir una dosis de realidad: te soplaron el bistec, te abrieron el regalo, te montaron los cuernos.

Recibir este dardo tiene los alcances para (de)formar el resto de una vida. Vengativos o resignados, combatientes u olvidadizos: atravesar la infidelidad desde el asiento de la víctima puede revelar nuevas facetas del espíritu. En estos días se hizo viral la confesión de una mujer infiel. ¿Alguien se preguntó por el varón que recibió la afrenta? ¿Cómo habría respondido a ello?

I

Abelardo López Ayala tiene treinta y cuatro años y es ingeniero en alguna de esas elocuentes especialidades. Resulta —demasiado— atractivo, bien tallado y de ojos cautivantes, un Khal Drogo barquisimetano. Desde hace un año asiste a terapia y actualmente, dicho en sus palabras, tiene el pipí en desuso. “Yo no encajo porque siempre estoy molesto”. Todo empezó cuando su novia, con la que se veía casado sobreviviendo a los desmadres del país, le propuso hacer un trío para “ponerle un picantico a la relación”. “Sí, es la fantasía de todos los hombres. Por supuesto que la idea me entusiasmó pero con los días, mientras ella cuadraba a la otra chama, me di cuenta de que yo no conocía a esta mujer. Ya teníamos un año juntos y creía conocerla, y durante ese año me esforcé por serle fiel, porque oportunidades me sobraron para montarle unos cuernos bien grandes. Entonces de golpe todo había cambiado y resulta que para ella no era tan importante el tema de exclusividad: le daba lo mismo que yo me acostara con otra en sus narices. Eso me volvió loco. Una noche exploté y le pedí el celular, quería saber en qué andaba. La discusión casi se nos va de las manos y terminé cayéndole a puños a una pared para no reventarle el celular en la cabeza, porque al final no supe en qué andaba. Después el asunto empeoró y ahí decidí ir a terapia porque también rompí con mis mejores amigos: imagínate, los compinches de infancia. Me arreché porque en lugar de consolarme, lo que hicieron fue burlarse y ponerme de mariquito por haber mandado a la porra a una mujer que me ofrecía lo que todos quieren. Ahí me puse a pensar que uno como hombre siempre juega este papel de macho que se tira a cualquier cosa que se mueve, sin mirar para los lados. Y ¿sabes qué? Yo me cansé de eso”.

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“Ese es mi problema ahora, quiero una mujer que me ame con locura, que dé la vida por mí, que me atienda, pero no como mi cachifa, sino como una mujer enamorada. Porque eso fue lo que yo hice por Alejandra, estaba enamorado y la atendí como a una reina. Ahora no confío en nadie y no tengo amigos, lo único que hago es trabajar y ganar plata que gasto en videojuegos. En mis últimos intentos he fracasado, especialmente porque me indigna el tiempo que algunas mujeres dedican a sus redes sociales. Odio las redes sociales, eso es una sola putería. Estoy solo y me estoy volviendo loco. Está bien, que me sigan diciendo mariquito. A lo mejor soy un cobarde”.

II

Lucía Alberti cumplió treinta y cinco años en enero y aceptó un café para relatar su historia. Durante el tiempo en el local, una reconocida dulcería árabe de Puerto la Cruz, recibió un par de invitaciones a cenar y todo tipo de miradas impúdicas. Dice que le encanta ser el centro de atención pero luego prende un cigarro y se queda mirando la playa con un rictus de amargura: “Desde los quince años andaba en eso, enamorándome y llevando cachos. Antes era una clásica pendeja, era capaz de agarrarme por los pelos con la bichita que quisiera quitarme a mi hombre. Hasta que me harté, porque todos los hombres son iguales y te lo digo porque yo de verdad intenté involucrarme con hombres diferentes, para ver si la pegaba. Sobre todo cuando me gradué, conocí a muchos hombres ‘respetables’, y una de dos: o eran casados y querían echar una canita al aire o eran incapaces de respetarte la cara después de que te decían que eras la única”.

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“Desde que soy así la verdad es que me sobran los tipos detrás de mí. Parece que eso es lo que le gusta a los hombres, una perrita que les saque los reales y no les conteste el teléfono. Pero te digo, tampoco soy una mantenida, yo gano bien, soy abogada, y no estoy esperando que ningún tipo me mantenga. Lo que pasa es que me gusta sentir que me están dando mi puesto. Cuando estaba en mis veinte por supuesto que soñaba con casarme y tener hijos, pero ahora no lo veo posible. No sé si es Venezuela, la crisis o el mundo en general, pero creo que todo es una farsa, los hombres no sirven para quedarse quietos y querer a uno de verdad. Yo perdí el control la última vez que me enamoré y el tipo me montó cachos con una vieja de cuarenta y cinco, que era la edad que él tenía en ese entonces cuando yo tenía veintiséis. El venezolano es muy promiscuo. Yo al menos me cuido y asumo mi forma de vida porque siempre hablo transparente. Ignoro si soy feliz pero el menos no estoy haciendo el papelón de la novia engañada”.

III

“Mi historia es esta” —asestó María Fernanda Chacín apenas se activó la cámara de Skype, no sin antes exigir un cambio de nombre: “Mi primer amor fue a los dieciocho con un tipo casado. Imagínate, yo estaba empezando a estudiar Arquitectura en la Universidad Central de Venezuela y el tipo también era muy creativo. Yo estaba en las nubes. Sentía que estaba metiendo la pata, pero es que no hay un manual  para eso, ¿verdad? Alguien con experiencia te puede decir que vas por mal camino, pero tú insistes. Él nunca me habló de separarse de su mujer por mí, pero yo sentía que todo era muy entregado. Luego vinieron las fracturas. Me molestaba no poder verlo los fines de semana o que me dejara esperando mil años porque uno de sus hijos se enfermó y no encontraba la medicina”.

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“Estábamos caminando por un centro comercial y me paré en una tienda de implementos artísticos. Me quedé embelesada viendo una caja de creyones pasteles cuando el tipo soltó que a su esposa también le gustaba dibujar cuando era joven. Ahí me di cuenta de que en realidad él me hablaba mucho de su esposa y yo tenía que escucharlo como si nada, cual mejor amiga. De ahí no hubo marcha a atrás. Y creo que esa experiencia me marcó mucho. He sido muy celosa con mis novios, siento que me conozco de memoria el repertorio para montar un embuste. Soy de esas que pide revisar el celular. ¿Por qué? Porque te mienten y uno siempre termina encontrando una evidencia incriminatoria. No entiendo por qué los hombres hacen eso. Si al menos hablaran claro: ‘no, mira, yo quiero tirar un ratico’”.

Y con las redes sociales es una locura: yo misma he llegado a coquetear por mensajitos con cuatro o cinco hombres a la vez. Es la cosa de que te paren. Al final casi nunca se concreta nada, ni una metida de manos.

“Pero por eso mismo es que me pongo paranoica cuando veo a mi pareja de turno pegada al celular. Es extenuante, ¿sabes?”.

IV

Ónix Serbia relató su experiencia vía Messenger para Facebook. Durante la conversación cambió su avatar cuatro veces. “Yo siempre supe que lo mío eran las mujeres. Pero hay que tener cuidado porque no todas las chamas son así: a una les da por probar con otra jeva solo porque un tipo las dejó y andan bravas. Ahí es cuando uno tiene que cuidarse, yo por lo menos he tenido una puntería de oro para engancharme con mujeres que solo querían probar un ratico y después al mes las tienes ahí de nuevo, suplicándole al mismo tipo que les cortó. Eso fue lo que me pasó con Julia. Se volvió como loca asumiendo su salida del clóset y se vino a vivir conmigo. Claro, cómo no, yo vivo en Los Palos Grandes, cerca de la plaza. El primer mes fue un paraíso, hacíamos el amor todos los días, cenábamos por ahí o armábamos unas reuniones divinas en el apartamento. Hasta que en una de esas le noté algo raro con un carajo que llegó con un amigo mío. Pero todo se averigua fácil si uno tiene paciencia, así que muy disimuladamente presté atención hasta que di con el patrón de desbloqueo del celular”.

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“Lo peor es que no la mandé para el coño de una vez. Pasamos seis meses más, hasta que la descubrí en una movida con un chamo de Comunicación. Yo ahorita ando mal, estoy saliendo con varias a la vez y ninguna me gusta pero igual las llamo. Hay una que me mueve todo pero tengo miedo de que solo esté conmigo porque yo tengo plata y ella no tiene dónde vivir”.

Apresurar conclusiones sería irresponsable. Queda la sombra de una hipótesis, acaso: hay algo terrible en el acto de fe que subyace en la página en blanco de cada posible relación, en cada intento. Pero queda la pugna: no se sabe si es más terrible seguir creyendo en la monogamia o darse por vencido cuando hemos sido las víctimas de una traición. Bienvenidos al mundo de los sentimientos más antiguos.

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