Curiosidades

Mujeres, sexo y violencia: muertes por deseo

En la gran pantalla el sexo y la violencia se juntan, se llaman, se mueven al unísono en un baile de lujuria y horror. No es una noción casual, sino de raíces antiguas y visiones que se han estudiado durante siglos. ¿Es el asesinato una expiación al deseo? La respuesta va más allá del celuloide

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El apetito femenino —sexual, intelectual, físico— ha sido durante buena parte de la historia motivo de discusión. Buena parte de la imagen tradicional de la mujer, implica y supone un cierto comedimiento: la frugalidad y lo discreto como una forma de definir entre líneas la abnegación. De forma que cuando una mujer tiene apetitos —reales, insaciables, de violencia, quizás inconfesables— le rodea cierto aire de asombro, una especie de rudimentaria versión sobre lo femenino que resulta inexplicable para una cultura que imagina a lo femenino desde lo etéreo.

Tal vez por ese motivo, todas las mujeres en el ámbito del terror tienen hambre, sed y deseo sexual y mueren precisamente por eso. En el clásico de Ira Levin El bebé de Rosemary, la delgadísima y frágil protagonista comienza a comer a manos llenas, con una sonrisa febril y levemente enloquecida, una vez que concibe al hijo del demonio. De hecho, la escena de la concepción del futuro bebé maligno es también una rara mezcla entre posesión, lo sobrenatural, violencia y deseo sexual. Rosemary se aferra al placer y de pronto, comprende —justamente por la intensidad de las sensaciones— que algo fuera de lo corriente está ocurriendo. “No es un sueño”, jadea y abre los ojos para encontrarse con lo inimaginable.

Por supuesto, hay un vínculo evidente entre el apetito y el deseo sexual. Desde la Diosa Inanna hasta todas las encarnaciones de Afrodita, lo sensorial y lo erótico está firmemente unido a los placeres hedonistas de comer y beber, lo cual construye un vínculo muy estrecho entre el hambre y cualquier manifestación de la lujuria. Muchos de los rituales dedicados a divinidades asociadas al sexo y a la fecundación tenían el componente de una mesa abundante llena de manjares suculentos. Para los romanos, tan prácticos y sobre todo tan convencidos de los deseos mundanos, las orgías estaban precedidas por banquetes en los que el vino y manjares exquisitos corrían en medio de violentos actos sexuales de toda índole. Para el mundo antiguo, el acto de comer y la noción de la sexualidad eran una misma cosa.

La confluencia simbólica se mantuvo más allá de la llegada del catolicismo y ya por el siglo II la Iglesia condenaba “los grandes banquetes, como puerta abierta al pecado”, una percepción que se extendió a las órdenes religiosas a las que se les exigía frugalidad además de celibato. El ayuno pasó a ser parte de todo tipo de rituales religiosos y una forma de compromiso clerical y dogmático profundamente relacionado con la privación sensorial. Los santos y santas solían renunciar a todo placer mundano, lo que incluía por supuesto, los apetitos de la carne y por extraño que parezca, los que se satisfacían en la cama.

De modo, que el salto de la imagen de la mujer hambrienta como criatura pecaminosa o terrorífica fue cuestión de tiempo e interpretación. La Eva inocente que extendía la mano hacia el árbol de la sabiduría del bien y de mal, se convirtió de pronto en el símbolo vivo del pecado. En la mayoría de los retablos medievales, una Eva seductora y completamente desnuda muerde la manzana para mostrar no sólo su desobediencia, sino su hambre. La combinación entre ambas cosas, creó un arquetipo tan antiguo como inquietante: el de la mujer que apela a la violencia, devora, mata, engulle, destroza.

El hambre peligroso

En una de las escenas más inquietantes del libro American Gods de Neil Gaiman, la Diosa Bilquis devora con su sexo a un incauto, en una reinvención inquietante y magistral de la vagina dentata que lleva a una dimensión por completo nueva. Una imagen que ha acompañado a los temores de la sexualidad femenina por siglos enteros.

La expresión “Vagina Dentata” se traduce literalmente como “Vagina con dientes” y proviene de un conjunto de mitos que insisten en que la vagina de la mujer puede ser peligrosa. ¿Cuán peligrosa? El escritor Eric Neumann lo resume en una inquietante imagen en su libro The Great Mother: “Un pez habita en la vagina de la Terrible Madre, el héroe es el hombre que derrotándola, rompe el diente de su vagina, y le fornica”.

Esta visión parece sugerir que la sexualidad femenina es, cuando menos, una amenaza al hombre capaz de ser incluso nociva: esa vagina dentada mutila directamente la sexualidad masculina y, si nos atenemos a la percepción ancestral de que la sexualidad de la mujer se considera poco menos que prohibida, el mito de la Vagina Dentata sugiere la independencia del placer. Tal vez por ese motivo este extraño mito de la vagina violenta que devora, consume y destruye al falo parece un intento de dejar claro que la mujer sexual puede ser un monstruo imposible, como puede leerse en Vulva, La revelación del sexo invisible, de Mithu M. Sanyal.

Así, mientras el falo es un símbolo de poder, la vulva (como se suele llamar indistintamente a cualquier parte del aparato genital femenino) es un símbolo de misterio que produce recelo y desconfianza en la medida que sólo se mira como un atributo vulgar de esa sexualidad desconocida de la mujer.

No es casual que la vulva femenina nunca sea representada con la concreción de la figura del falo masculino, que trasciende lo anatómico para convertirse en ideograma, mientras la vulva se resume a un agujero. Durante siglos, la vulva se consideró como una mutilación, una aspiración a la genitalidad masculina. De hecho, la palabra vulva proviene del latín “volvere”. En otras palabras: para la sabiduría empírica la vulva no es más que la envoltura de algo más, ya sea el pene o el futuro hijo, y nunca una parte del cuerpo de la mujer por derecho propio.

El anatomista Andreas Vesalius insistió en que la vulva no era otra cosa que un pene invertido, una deformidad asombrosa de una biología que aspira a la “perfección” y cuya única manera de entenderse es a través de la del varón. Prospero Bergarucci, discípulo de Vesalius, intenta explicar la extraña apariencia del genital femenino, además de su aparente inutilidad. Lo hace en Chirurgia Magna in septem libros digesta: in qua nihil desiderari potest, quod ad perfectam, atque integram de curandis humani corporis malis, methodum pertineat (1568): “A sabiendas de la inconstancia y soberbia de la mujer, y para contrarrestar así su permanente anhelo de dominio, la naturaleza le dejó las partes sexuales en su interior para que, cada vez que esta piense en su presunta carencia, deba volverse más pacífica, más obediente y finalmente más pudorosa que cualquier otra criatura en el mundo”.

Siglos después surge la idea de que cuando se admite y se asume que la mujer carece de falo, surge la hipótesis de la necesidad inmediata de tenerlo. Según Sigmund Freud, una vez que la mujer descubre que no tiene pene y que esa vulva misteriosa no puede compararse a la plenitud del falo masculino, desarrolla la por él llamada “envidia del pene”.

Sin embargo, en algún momento de la historia del pensamiento un artista provocador como Gustave Courbet replanteó al mundo el enigma femenino. La mujer que concibe Coubert no despierta ternura ni muestra fragilidad: es portentosa. En su cuadro más conocido, El origen del mundo (1866), muestra una visión casi anatómica del sexo de la mujer: la figura yace de piernas abiertas, con el sexo visible y expuesto, dejando al observador sin oportunidad para esconderse. Pero a pesar del hecho artístico, el sexo de la mujer no deja de esconderse: El origen del mundo estuvo mucho tiempo oculto, incluso luego de haber pasado a formar parte de la colección de Musée d’Orsay de París, donde no estuvo expuesto sino hasta hace relativamente poco tiempo.

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Quizás sea Camille Paglia, en su libro Sexual Personae (1990), quien tenga uno de los mejores resúmenes del mito mezclado con la amenaza: “La vagina dentada no es una alucinación sexista: cada pene es disminuido por cada vagina, del mismo modo en que la humanidad, varón y hembra, es devorada por la Madre Naturaleza”.

Si bien forma parte de la inquietante y confusa visión de ese juego de géneros que envuelve esa visión demonizada de la mujer: la expresión inaprehensible del pecado femenino devorador como una sexualidad que se reprime y debe controlarse por peligrosa, Paglia va más allá, sobre todo cuando utiliza un fragmento de A contrapelo (1884), de Joris-Karl Huysmans: “Un hombre es atraído magnéticamente hacia los muslos abiertos de la madre naturaleza, hacia las ensangrentadas profundidades de una flor carnívora de hojas afiladas como sables”.

Esa flor de pétalos misteriosos, nacimiento del mundo, divinidad escondida, hermosura inquietante es, también, poder devorador. De una aromática flor de dientes muy afilados a una insinuación del temor hacia el misterio de lo inexplicable: eso que es los esencialmente creador. Una relación inmediata entre el deseo, la dominación y sobre todo, un tipo de violencia muy refinada.

Violencia, el último grito y el apetito sexual

El horror es un género en que el sexo, la abundancia y sobre todo, la figura femenina tiene una singular relación con los apetitos inconfesables. Una idea que Luca Guadagnino analizó en su versión de la clásica película de Dario Argento, Suspiria. Para Guadagnino, el cuerpo, el hambre, el deseo y los rituales análogos a la conciencia derivados de una pérdida del control, son parte de la atmósfera claustrofóbica e inquietante de su película.

Y es el baile lo que libera a Susie (Dakota Johnson) no sólo de sus inhibiciones, sino también, destraba en su cuerpo y espíritu, un tipo de libertad que antes habría considerado obscena, pero que a medida que avanza la película parece más penetrante y directa.

Guadagnino se decanta por el ritualismo de la carne, de la poderosa conversión de lo hermoso en una tiránica comunión con el mal. A diferencia de Argento —que llevó a cabo el mismo recorrido y cuya apoteosis es una gran explosión sensorial— Guadagnino enlaza el terror con una fusión de la carne y el espíritu, en un recorrido hacia la disolución. Todo alrededor de los bailarines se sacude, se enerva, se hace poderoso y proclive al temor. Se eleva y, al final, se convierte en una presunción poco halagüeña sobre la naturaleza humana.

De hecho, la película entera funciona como un acto ritual. Pero mientras Argento optó por los colores fuertes para sus decorados, la sangre radicalmente roja y una historia directa, Guadagnino asimila lo terrorífico y enarbola la violencia como un acto mental y espiritual.

Al otro lado del extremo —en una extraña combinación de la frugalidad y la lucha contra el bien y el escindido— The Final Girl fue el emblema más reconocible del subgénero de las denominadas películas slashers. La fórmula trillada de mujeres muy jóvenes, hermosas y castas que luchaban a ciegas contra el asesino de turno creó toda una percepción sobre la sobreviviente final a la masacre típica y, también, un subtexto más o menos apreciable sobre la crítica social que suele llevar aparejada —incluso de forma involuntaria— cualquier película de terror. Porque la última chica en morir —la víctima propiciatoria, la sobreviviente, la que lograba escapar del cuchillo asesino— casi siempre era la más guapa, pero también la más inocente.

No se trata de una idea reciente, pero aun así The Final girl se convirtió en el hilo conductor de la fórmula de terror que incluía salvajes asesinatos y extravagantes muertes. Era la última chica la que probablemente descubría la identidad del asesino, la que sorteaba todas sus trampas, la que sacaba fortaleza en el último tramo del argumento para levantar el hacha que podría vengar la carnicería de la que probablemente había sido testigo.

Por supuesto, la chica virginal y sobreviviente a todo tipo de penurias, no es una imagen nueva ni mucho menos novedosa. Con su carácter revisionista, el cine de terror no sólo encontró en la víctima una forma de mostrar los límites de lo que puede aterrorizar, sino de tocar un sutil vínculo con un tipo de idea pseudo mitológica que pondera sobre el poder de la muerte sobre la vida. Una y otra vez, el género creó la percepción de la fragilidad como un elemento ineludible del terror y también, una tentación insoportable y la mayoría de las veces, peligrosa.

El Drácula de Bram Stoker no sólo se siente atraído por Lucy Westenra por su belleza, sino también su pureza. Otro tanto ocurre con los vampiros de Anne Rice, cuya mayor aspiración es la “sangre inocente”. Incluso en la ya icónica El alma del vampiro de Poppy Z. Brite, la figura de la inocencia es el reclamo inmediato para la sed de sangre y la necesidad de posesión. Como si del mero impulso sexual se tratase, la correlación entre el furor asesino y la virginidad —o lujuria— de la víctima parece ser parte de una serie de planteamientos que se remontan a la literatura medieval e incluso, a textos muchos más antiguos. La muerte convertida en amor —a la usanza de Perséfone y Hades— y la vida en toda su fragilidad y pureza en un límite entre el bien y el mal.

Se trata de una idea muy freudiana, por cierto, la de equiparar el furor asesino con la gratificación sexual. Ya lo decía el escritor Robert Ressler en su libro Asesinos en serie: muchas veces la pulsión asesina tiene un inmediato componente de frustración sexual. De forma que no resulta del todo osado suponer que el asesinato es una expiación al deseo, una forma de expresar la noción sobre el amor y la necesidad insatisfecha. No es casual, que la mayoría de los asesinos de la pantalla grande maten a parejas que disfrutan del sexo o incluso, a las víctimas sexualmente atractivas. La correlación es obvia y elocuente. El asesinato como el horror máximo y el sexo —su posibilidad, la representación carnal de la lujuria— una versión de lo moral que escapa a cualquier interpretación sencilla.

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