Cine

¿Nada de sexo? El cine actual se vuelve puritano

En las películas hay menos escenas de sexo explícito. Se han convertido en una rareza, luego del furor de una década marcada por las escenas con alto contenido erótico, ¿Secuela del caso Weinstein o del #MeToo? El asunto va más allá. Una nueva sensibilidad dicta la pauta, y las cuentas ya no cuadran frente a otro jugador global: el porno

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La década de los noventa fue especialmente prolífica en los llamados “thriller eróticos” que incluían una poco sólida combinación de suspense y escenas gratuitas de softporn. También fue una época en que la cosificación del cuerpo femenino se volvió una especie de teorema aceptable dentro del cine comercial.

Desde el éxito taquillero Basic Instinct (1992) de Paul Verhoeven, pasando por Indecent Proposal (1993) de Adrian Lyne y la inclasificable Disclosure (1994) de Barry Levinson, hasta esa olvidada pieza de autor de Roman Polanski llamada Bitter Moon (1992), la percepción del sexo como herramienta definitiva para asegurar el éxito taquillero se hizo uno de los elementos más reconocibles del mundo cinematográfico durante una década en la que el debate sobre la posibilidad del desnudo era casi impensable. Para final del siglo pasado, una mujer debía desnudarse si deseaba tener una carrera exitosa y lo hacía, bajo la convicción de que era una manera segura de abrir las puertas a proyectos en los que no debería hacerlo.

En la actualidad, algo semejante resulta difícil de imaginar. Una escena como la de Sharon Stone cruzando y descruzando las piernas sería impensable en medio de la discusión sobre el uso de la manipulación sexual como recurso para crear personajes más elaborados. Incluso, la serie Game Of Thrones, que durante sus primeras temporadas recibió críticas por sus escenas de softporn para apuntalar momentos de especial importancia en la trama, llegó a su última temporada con un argumento cuidadosamente depurado de sexo. Emilia Clarke (Daenerys Targaryen) llegó a declarar que sólo haría desnudos en casos “imprescindibles” y se negó a que su personaje volviera a aparecer sin ropa, después de varias temporadas de ser el objeto de atención sexual en la serie.

Se trata de un fenómeno cada vez más notorio: las películas se han hecho más cuidadosas al analizar el sexo dentro de sus argumentos, y los actores más preocupados por el hecho del desnudo y la posibilidad de aparecer en escenas explícitas. Las escenas con alto contenido erótico se debaten frente a productores y se analizan desde todas las perspectivas y, por primera vez en la historia de cine, la opinión de las actrices influye en la forma en cómo se presentará su cuerpo en pantalla.

¿Tienen más poder las mujeres? En realidad, las escenas sexuales pueden ser prescindibles. No es gracias a las secuelas inmediatas del caso Weinstein —que aún están por analizarse— ni tampoco a una mayor peso de actrices en la industria. Quizás se deba a una razón mucho más obvia: la accesibilidad del porno en la actualidad.

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Sobre la cama, frente a la pantalla

Para principios de la década de 1990, el cine aún no se enfrentaba a la masificación y al hecho de que la industria del porno redoblaría su influencia a medida que internet se volvió una herramienta rápida, fácil y anónima para acceder a todo tipo de contenido sexual. Para Hollywood, el sexo seguía siendo una percepción minoritaria y las pocas escenas que formaban parte de películas comerciales o de la envergadura del tradicional blockbuster debían atravesar un cuidadoso entramado de todo tipo de restricciones. De modo que los llamados «thrillers sexuales», con toda su carga de coreografía erótica, se convirtieron en una especie de lugar intermedio entre las películas de porno barato que poblaban los recién nacidos canales de suscripción y las destinadas a un público mayoritario.

Ya el director Adrian Lyne había allanado el camino con el clásico erótico Nueve semanas y media (1986), que convirtió a Kim Bassinger en un símbolo sexual que cautivó la imaginación de una generación entera. Después llegaría la inquietante Atracción fatal (1987), en que las tórridas escenas entre Michael Douglas y Glenn Close sorprendieron al público y convirtieron la cinta en un monumental éxito taquillero. Para Lyne, el sexo era esencialmente erótico, en algunas ocasiones crudo pero casi siempre en escenas que contenían un ingrediente emocional que las emparentaba con las ya clásicas de El cartero siempre llama dos veces (1981) de Bob Rafelson, una de las referentes del género. Para Lyne el sexo era no sólo parte del argumento, sino que tenía un peso considerable en la manera de confrontar al público.

Adentrados en la década de los noventa, el cambio fue notorio: las escenas sexuales se hicieron más directas, pero no necesariamente más realistas o con mayor peso en las tramas. La apuesta al sexo por el sexo aumentó y convirtió a una serie de flojos argumentos en resonantes éxitos taquilleros. Se trató también de una rápida cosificación del cuerpo de la mujer y en una percepción sobre la sexualidad como parte de una estructura destinada a utilizar las ventajas del porno, sin caer en sus transgresiones.

Desde las muy explícitas escenas de la Stone hasta la sensualidad mucho más abierta (y por contradictorio que parezca, menos directa) de Demi Moore, la pantalla grande se pobló de imágenes sexuales que seguían sin rebasar cierta línea imaginaria. La combinación de bellas actrices que no formaban parte del mundo porno en escenas en apariencia muy cercanas al sexo explícito, convirtió al thriller erótico en el género favorito del cine por casi diez años.

Atracción fata

El gran negocio puertas adentro

La llegada del nuevo milenio, abrió la puerta a un cambio definitivo en la forma en que nuestra cultura consume el sexo. Internet se hizo la herramienta ideal para acceder a contenido explícito y, además, garantizó un tipo de anonimato insospechado. Internet sacó al porno de la clandestinidad.

El efecto fue inmediato. Actualmente, los ingresos de la industria del placer convertido en entretenimiento suman más de 14 mil millones de dólares anuales sólo en Estados Unidos. “Los vídeos porno generan más dinero que los ingresos combinados de las franquicias de fútbol profesional, béisbol y baloncesto”, indican las investigaciones de Family Safe Media.

Respetables firmas empresariales, como las cadenas hoteleras Marriott, Hyatt, Sheraton y Hilton, o los distribuidores de televisión por cable Time Warner, Comcast o News Corp, en Estados Unidos, obtienen un considerable porcentaje de ganancia en la distribución. A manos limpias y bien disimulado, el mundo corporativo estadounidense también disfruta de su cuota del porno.

Las productoras de cine para adultos producen anualmente 13.000 títulos catalogados para adultos que no entran en el circuito de cine comercial, empleando a unas 12.000 personas en unas mil empresas. La sola cifra de producción en bruto supera treinta veces a Hollywood. A ese número descomunal hay que agregar los millones de dólares que generan afiches, revistas, videocabinas, páginas web, descargas online y websites dedicados exclusivamente al porno puro y duro.

Para redondear estas extraordinarias ganancias, tengamos en cuenta que 20.000 millones proceden únicamente de los videos y unos 7.500 millones de la venta revistas. Pero hablamos de negocios iniciados en los años cincuenta, como el emporio Playboy que fue el primero en diversificarse y hoy gana unos 5.000 millones a punta de teléfonos sexuales, 2.500 millones a través del pago por ver videos y otros 2.500 millones en Internet.

Semejante crecimiento impactó de inmediato en Hollywood: de pronto, las escenas sexuales tenían poca o ninguna importancia, al tener que competir con el crecimiento exponencial del negocio del sexo en otras plataformas. Por supuesto, la meca del cine insistió y siguió incluyendo escenas más o menos subidas de tono, siguiendo la tónica de brindar una historia que sostuviera el despliegue sexual en pantalla. Una fórmula que ya había utilizado El último tango en París (1972) de Bernardo Bertolucci, y El imperio de los sentidos (1976) del director Nagisa Ōshimay, con enorme éxito.

Las películas de contenido sexual explícito continuaron siendo parte importante de la industria y de hecho, filmes como la francesa Romance X (1999) de la directora Catherine Breillat, y la dolorosa Monster’s Ball (2001) de Marc Forster, encontraron un lugar para mostrar el sexo como parte de historias más profundas y complejas.

Pero no fue suficiente. Paulatinamente, el sexo en las películas se ha hecho cada vez más escaso y, en la actualidad, el contenido explícito es tan poco representativo como para que despierte sorpresa la clasificación R —ahora más usada por asuntos sangrientos— que recibió la secuela de la película It de Andrés Muschietti por el contenido “crudo” de sus escenas sexuales. Se trata más de una excepción que la norma, y la ausencia de sexo sigue siendo notoria en la mayor parte de la oferta de cine comercial actual.

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Pantalla sin orgamos

El debate sobre esta progresiva depuración cinematográfica de cualquier insinuación sexual lleva algunos meses en la palestra pública. La crítica del periódico The Washington Post Ann Hornaday, ha dicho que el cambio en Hollywood es notorio y que la influencia de movimientos los #MeToo o #TimesUp, indiscutible.

Pero no todo es tan sencillo: lo ocurrido con el caso Weinstein es tan reciente que resulta complicado analizar sus consecuencias. En realidad, la ausencia de sexo en la pantalla grande —y su expresión explícita comercial en la chica— tiene más relación con que el cine tradicional es incapaz de competir con la industria del sexo en su propio terreno. Hacerlo le pone en la incómoda situación de transgredir límites, algo que productores y directores saben es más peligroso que nunca, y obliga —allí sí bajo la influencia Weinstein— a tratar de mostrar piel sin rebasar los límites de la nueva sensibilidad sobre el tema.

Por supuesto, el cine de autor se mantiene al margen de cualquier convencionalismo. En la edición de este año del Festival de Cannes, el director franco tunecino Abdellatif Kechiche levantó polémica por su película Mektoub, My Love: Intermezzo. Con cuatro horas de duración, el filme tiene además el dudoso honor de mostrar la escena de sexo oral más larga de la historia: un interminable cunninligus en tiempo real de casi quince minutos.

La polémica recordó que ya Kechiche se había enfrentado a la censura y al escándalo con la multipremiada La vida de Adèle (2013) en la que recibió un aluvión de críticas por una larguísima escena sexual considerada gratuita y más parecida a una fantasía sexual masculina que a un elemento de importancia en la trama.

No obstante, son excepciones. En la actualidad casi ninguna película comercial se atreve a mostrar escenas sexuales. En los canales de cable, la exigencia se ha convertido en un fenómeno puntual, apenas reservado para pequeños fenómeno polémicos como Euphoria de Sam Levinson. Así, los viejos tiempos de candentes escena en pantalla han quedado atrás.

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