Economía

Niños que trabajan, infancia a cambio de comida

No pasan de 18 años de edad y ya saben lo que es tener dinero propio. Limpian vidrios, barren la tierra, venden chucherías o vegetales. La crisis venezolana ha puesto a los niños a trabajar. Poner comida sobre la mesa ahora es obligación de todos, sin importar la edad

FOTOGRAFÍAS: DANIEL HERNÁNDEZ
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Un niño camina con paso lento y sin rumbo fijo por los callejones desolados del Cementerio General del Sur, va rodeado de lápidas fragmentadas, restos de mausoleos y los altos matorrales que crecen a su antojo por el camposanto. Anda solo y sin miedo.

Es de tez morena, delgado y parece tener 9 años. Viste unos pantalones sucios llenos de tierra y en sus manos lleva una escoba vieja, un machete oxidado y un botellón de agua. Marcha bajo el sol mientras un perro sin dueño lo adopta como un ocasional compañero de paseo.

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Tiene 13 años y hace tres trabaja en la ciudad de los muertos, el cementerio más grande y antiguo de Caracas, ubicado al final de la avenida principal de la urbanización Santa Rosalía del municipio Libertador. Está en primer año de bachillerato y va todos los fines de semana, sin falta, a la necrópolis a arreglar las tumbas del camposanto, a petición de los familiares de quienes reposan bajo tierra. Hace malabares entre la educación y su trabajo.

Niñostrabajandocita5“Los domingos son los mejores días”, suelta Ricardo* con voz bajita y sonrisa tímida. Aunque ese domingo de marzo no logró llevarse ni un solo bolívar a los bolsillos. Ahora ni los vivos deambulan por el Cementerio del Sur y las visitas dominicales perdieron popularidad.

No tiene tarifa fija, cobra a conveniencia, “depende cómo esté la tumba” o dónde esté ubicada –lejos o cerca de la entrada principal–, explica. A veces pide 25 mil bolívares por barrer y desechar la basura, pero la cifra aumenta si el trabajo implica más esfuerzo: cortar el monte seco a punta de cuchillo vale hasta 40 mil bolívares. Confiesa que al día se embolsilla alrededor de 200 mil bolívares. Eso sí, puro efectivo. Si no, nada.

Decidió, por cuenta propia, salir a la calle a trabajar para aportar dinero a la casa. Él, junto a otras cuatro personas, incluidos sus hermanos menores, viven en lo alto del cerro en el barrio Turiamo de Santa Rosalía. Lo poco o lo mucho que gane en su jornada se lo entrega a su mamá “para que lo rinda” entre los integrantes del hogar. Dos entradas de dinero para cinco bocas. Hacer mucho con poco.

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Ricardo no fue el único que vio en el camposanto una oportunidad para ganar dinero. Miguel* y Álvaro* crecieron entre sarcófagos y nichos profanados; entre ataúdes de renombre y otros sin mayor importancia. En vez de cuentos de hadas, escuchaban historias de almas en pena que merodeaban por el lugar. Son primos y comparten algo más que el vínculo sanguíneo: su negocio.

Limpiar tumbas en el Cementerio del Sur es el oficio familiar. Los padres de Álvaro han trabajado allí toda su vida y desde los dos años lo llevaban al camposanto: una guardería de más de 246 hectáreas. Ahora es su lugar de trabajo y parque de juegos, todo al mismo tiempo.

–¿No les da miedo?
–No… No nos da miedo.

Nada los perturba. Esos cuentos de la muerte son solo eso para ellos: cuentos. Porque en la propia tierra de difuntos a quien hay que tenerle miedo, dicen, es a los vivos.

Niñostrabajandocita4Miguel tiene 16 y Álvaro 14 años. Van a clases listos para el trabajo. Estudian en un liceo por el sector y en los morrales, junto a cuadernos y lápices, llevan ropa de calle para la jornada. Cuentan que van todos los días hasta la tarde a ver qué consiguen, pero “la gente ya no viene”, se quejan. Nada como el día de los muertos, agrega uno de ellos.

Cualquiera es un posible cliente. Son atentos, ágiles y hablan sin pena. Piden 30 mil bolívares para limpiar las tumbas y 10 mil para echarle un poco de agua a las matas que crecen entre el cemento. Ayudar en la casa, poner el pan en la mesa, es la norma: todo lo reunido lo entregan a sus madres.

“Chupis, chupis”, grita Carlos* cada cierto tiempo con una cava de anime entre los pies. Aprovecha los domingos en la mañana para ir hasta el cementerio y vender los helados para matar el calor. Su punto es en una de las calles principales, al borde de la calzada, cerca de la entrada, al lado de una escultura de la Virgen María. Compra 70 unidades en el mercado, los vende por 1.500 bolívares y se va con algo en el bolsillo. “Aporto en mi casa y también estudio”.

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La imagen se repite. Los niños crecen a los trancazos y antes de tiempo. La crisis no les ha dejado otra opción. Y cada vez se ven más. Acompañados o solos. Ofrecen caramelos en el Metro de Caracas, cobran el pasaje en los autobuses, alquilan llamadas en las esquinas. Intentan agregar unos ceros a la cuenta familiar.

Hay 218 millones de niños entre los 5 y los 17 años de edad que están ocupados en la producción económica, reportó la Oficina Internacional de Trabajo (OIT) en 2017. Las cifras publicadas por Naciones Unidas difieren. Para esta organización “cerca de 168 millones de niños trabajan en el mundo, muchos a tiempo completo (…) Se les niega la oportunidad de ser niños”. Cifras locales de la Unicef, reseñadas en 2010 por la agencia de noticias EFE, afirman que más de 80.000 niños, entre 10 y 15 años, son parte de la “fuerza laboral activa del país”. Sin embargo, las calles reflejan que en 2018 son más.

Niñostrabajandocita3Fernando Pereira, de la Asociación Civil Centros Comunitarios de Aprendizaje (Cecodap), denuncia que “no existen cifras actuales de cuántos niños trabajan en las calles. Desde hace años no se publican estadísticas oficiales y dudo que existan”. Explica que en 2014 el Gobierno presentó el último informe al Comité del Derecho del Niño en la ONU y el Estado no dio datos “sobre ese y muchos temas”. Ahí quedó la información oficial.

La Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes(Lopnna) establece que a partir de los 14 años los niños pueden trabajar formalmente si cuentan con un permiso emanado ante un consejo de protección. Es esta institución la que determina si el menor de edad está en condiciones formar parte del mercado laboral. Sin embargo, Pereira asegura que la mayoría de los menores de edad con un empleo no lo han obtenido en empresas formalmente establecidas. “La autorización implica una serie de requisitos legales que no todas las compañías están dispuestas a seguir”, tales como horarios, beneficios, seguro social, médico, etc.

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“El porcentaje de menores de edad amparados por la legislación laboral es minoritario. La mayoría está en el sector informal. En actividades en la calle, agricultura urbana, tareas agrícolas, en las minas, en un terminal o mercados al aire libre. Incluso ayudando a las propias familias. En esos casos, ¿de quién dependen económicamente? ¿Quién tiene la figura de empleador? ¿Quién te paga un salario? ¿Quién regula el trabajo?”, se pregunta el educador.

La mayoría trabaja por cuenta propia, en lo primero que consiguen. Cinco niños que todavía no pasan el metro y medio de altura rondan la plaza de Los Palos Grandes, en el municipio Chacao. Están sentados en la acera o en los bancos esperando que un carro quiera estacionar para hacer su aparición. Son parqueros, aunque nadie les dio ese empleo.

Todos son de Petare y casi siempre andan en grupo. Ninguno supera los 14 años. Salen de clases y se encuentran ahí, entre la segunda y tercera avenida de Los Palos Grandes. “Lo hacemos pa’ ayudar en la casa. Pero a veces no nos dan nada y hasta nos miran feo. Eso nos da arrechera”, suelta uno de ellos. Lo poco que consiguen lo dividen y lo llevan a sus casas. Mejor eso que nada.

Niñostrabajandocita2Pereira sostiene el gran número de niños trabajando en las calles es una consecuencia lógica de la crisis social y económica actual de Venezuela, que ha empujado a los niños o adolescentes a aplicar estrategias de sobrevivencia, como migrar al trabajo o ayudar con la carga económica. “Encontrar en la calle lo que no tienen en su casa. Y eso les prohíbe que estén capacitándose en hacer las actividades que hace un niño a esa edad”, sentencia. Aunque el riesgo de que la sociedad te vea con sospechas es inminente. “Existe el peligro de criminalizar a esos muchachos, verlos como posibles delincuentes que obtienen las cosas mal habidas. Son chamos doblemente castigados”. Augura que la cifra seguirá en aumento “en la medida en que la crisis siga creciendo y no haya medidas específicas que la contengan”.

Tres… Dos… Uno. Luz roja. Así es como Jesús* y Daniel* cuentan sus segundos de labores. Limpian los parabrisas de los carros que transitan por la avenida Vollmer de San Bernandino, hacia el centro de Caracas, desde hace más de tres años. Están allí o frente al Abasto Bicentenario en Parque Central. Van casi siempre después del mediodía o “cuando la profesora me deja salir antes de clases”, asegura Jesús, de 12 años. Daniel, de 15 años, no se educa: lo expulsaron del colegio por mala conducta.

Esperan en la isla que divide la avenida en dos mitades. No tienen mucho: un bolso casi vacío, una botella de agua y un cepillo. Su trabajo informal de lavar los vidrios de los vehículos empezó por el boca a boca. “Mi hermano me dijo que era fino”, dice Jesús. Y por el ocio. “No tenemos nada mejor que hacer”. Confiesan que trabajan por diversión y para tener algo de dinero. Aunque a veces se van con las manos vacías. Echan aguan con algo de jabón y se quedan esperando que bajen el vidrio y le den algunos billetes. Si no, “los ignoramos y ya”.

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Amor al dinero

Helena tiene 15 años y hace dos meses trabaja en el bulevar de Sabana Grande vendiendo tostones. Se sienta en una silla de plástico, ubica un contenedor grande de plástico frente a ella y crea una montaña de tostones con todas las salsas. De tomate, rosada, tocineta, limón o sal.

Tiene más de un año sin ir a clases. Cuenta que estudió en dos liceos diferentes en Charallave hasta que la botaron por pelearse dos veces con sus compañeros. Se fue a vivir un tiempo a Margarita para estudiar en la isla. Su segundo plan tampoco funcionó. “Raspé Arte y Patrimonio porque mi papá nunca me compró el block de dibujo. Y se me rompieron los zapatos”, dice con vergüenza. Volvió a Caracas y desde entonces vive con su novio de 18 años –y con su suegro– en Los Magallanes de Catia, en el oeste de Caracas. Él también es su compañero en el negocio, ambos en el bulevar, pero varios metros más allá. Venden tostones en 20 mil bolívares y ganan diariamente casi 500 mil bolívares. “Eso no nos alcanza porque todo está muy caro”.

Niñostrabajandocita1La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi) 2017, elaborada por la Universidad Central de Venezuela, la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y la Universidad Simón Bolívar (USB) indica que los jóvenes venezolanos han incrementado su participación en el mercado laboral. Las cifras entre género varían: entre los adolescentes hombres de 12 y 17 años, 12% interrumpió su trayectoria educativa para integrarse en una actividad productiva, mientras que en el caso de las jóvenes la cifra es de 4%. En ambos casos, el abandono escolar se debió principalmente a que no quisieron seguir estudiando.

Es el caso de Juan. Tiene 19 años de edad, pero se gana el dinero con el sudor de su frente desde los 14. Trabajó casi cinco años en agencias de festejos, montando toldos, cargando sillas y cajas. Dice, entre risas, que perdió la cuenta de todas las agencias de las que lo llamaron.

La grave crisis familiar lo obligó a abandonar el tercer año de bachillerato. “No teníamos qué comer. Mi mamá pedía comida prestada y pedía dinero. Yo no quería que mi mamá hiciera eso”. Se hizo una promesa: no permitir que eso volviera a pasar. Y así fue.

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Ahora trabaja de 6:00 am a 3:00 pm, todos los días de la semana, en un puesto de verduras en el Mercado de Chacao, vendiendo plátanos, cambures y aguacates, mientras hace dinero para ayudar a su mamá y a sus cuatro hermanos. “No quería dejar los estudios, pero le agarré amor a la plata. Quiero retomarlos, pero ¿cómo hago?”.

Aunque su trabajo es “mientras tanto”. Juan pronto formará parte de la cifra de venezolanos que dejaron el país. “Estoy reuniendo desde hace tiempo para irme. Compro algunos dólares cada vez que puedo, así sean dos”. Sueña con irse a Chile y de ahí “que sea lo que Dios quiera”.

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