Investigación

No hay hogar ni Casa Hogar para el Alzheimer

El Alzheimer afecta hoy en día a 44 millones de personas en todo el mundo. Según expertos, este tipo de demencia continuará con una tendencia ascendente y se prevé que afecte en 2050 a 135 millones de personas. Se convertiría en la enfermedad más importante del siglo XXI. En Venezuela 140 mil adultos mayores sufren de Alzheimer

Texto: Claudia Noguera Penso | Fotografía: AP
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En marzo del 2009, mi mamá, Evelyn, de 68 años comenzó a perder la memoria, al principio los olvidos eran cotidianos. Trabajaba conmigo así que mi primer impulso fue de rabia, porque el trabajo no se completaba, se le olvidaba cerrar la puerta, devolver los mensajes, llamar a los clientes y hacerme el café. Buscamos ayuda con una neurólogo, allí comenzó su nueva vida o el inicio de su muerte. La Demencia o Alzheimer siguen siendo palabras usadas para contar un chiste, palabras lejanas y extrañas. En mi familia, nos vamos de vejez: 85, 89, 96, 103 años, y siendo tan extensa, los casos de enfermedades mentales no existen o simplemente no se discuten. Por eso, el golpe vino directamente en la boca del estómago.

Uno de los pocos puntos en los que coincidió la familia fue en no decirle que había sido diagnosticada con la enfermedad de Alzheimer. Pero en el fondo siempre lo supo, esa palabra demoledora le aceleró el deterioro.

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Se le realizaron todos los exámenes y tratamientos disponibles: Electroencefalograma, Resonancia magnética cerebral, SPECT cerebral, Evaluación neuropsicológica y estructura de personalidad, exámenes de elevación de niveles séricos de vitamina B12, ácido fólico, colesterol y detección del Gen apoE4 —que es el principal factor genético de riesgo de Alzheimer: entre el 60 y el 80% de los pacientes con la enfermedad tienen al menos un alelo de ese gen. Comenzó con Parches Exelon transdérmicos de rivastigmina utilizados para tratar la demencia; pastillas Ebixa, un oxigenante cerebral; sesiones diarias en cámara hiperbárica; ejercicios para mejorar la memoria. Durante un año se mantuvo estable. Venía a la oficina a realizar su trabajo pero le fui restando responsabilidades. Nunca dejó de ir e insistía en trasladarse en Metro o en autobús, con el tiempo comenzó a dejar las puertas abiertas, el café sabía a jabón, las sillas las acomodaba con precisión matemática, repetía frases, hablaba sola y dejaba las hornillas prendidas. Luego vinieron otros incidentes: aparecía con el labio golpeado y no recordaba que había pasado, perdía el dinero y acusaba a los vecinos de robo. Un día cualquiera en diciembre, la fui a buscar, la encontré en plena avenida y no me reconoció, pero al segundo me saludó, que menos mal que estaba yo allí, porque no sabía en dónde estaba. Me contó que había tenido alucinaciones, que sabía que no eran reales y que también entendía que desde ese momento no podía vivir sola. Me impresionó su lucidez dentro del caos. De allí en adelante todo fue un barranco.

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La odisea comenzó cuando tuvimos que internarla, por asuntos económicos era imposible contratar enfermeras las 24 horas del día. Visité más de 40 lugares en los que ofrecían alimentación balanceada, personal profesional, espacios individuales, atención médica semanal, terapias físicas vitales para compensar el sedentarismo propio de la enfermedad y terapias mentales. Los pacientes con Alzheimer van perdiendo la facultad de reconocer objetos de uso diario como cubiertos, cepillos, peines, olvidan bañarse, alimentarse y les cuesta reconocer espacios físicos y la utilidad de aparatos y objetos de uso cotidiano. Falso: no existen Casas Hogares en Venezuela aptas para lidiar no solo con los enfermos mentales, sino con la desolación de los familiares. Los familiares simplemente buscamos en otro lugar la atención profesional y emocional que, por razones diversas, no podemos brindarle en su propia casa.

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Mi mamá estuvo en cuatro lugares en cinco años. El primero, en Bello Monte, la atención y la gerencia eran estables, pero el espacio físico era insuficiente para albergar a 25 pacientes, no estaban clasificados por enfermedades o sexo, así que hombres, mujeres, ancianos y jóvenes convivían con diferentes patologías: esquizofrenia, demencia, Alzheimer, depresiones, bipolaridad. La locura, dentro de la locura. Allí conocí a Alicia, bipolar, lectora compulsiva, internada por su hermana, que tuvo que venirse de España a atenderla cuando la encontró en estado de indigencia; Alfredo de 16 años, esquizofrénico, que golpeaba a los pacientes en sus episodios; Juan Antonio sentado en una esquina 16 horas al día contándose los dedos de las manos una y otra vez, solo sin familia. Cada vez que la visitaba me maldecía.

Allí vivió 1 año.

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El segundo lugar en Montalbán era imponente, amplios pasillos, limpieza impecable, cuartos y baños individuales, pero escaso personal. En ese lugar su deterioro se agudizó, perdió peso, convivían ancianos sanos con enfermos. Al final abrió la puerta al exterior y la atajaron los vigilantes. Se dieron cuenta por la manera en que vestía: la camisa de falda y los zapatos al revés. Allí convivían Jesús de 87 con salud inmejorable; Maribel de 57, que pagaba el lugar con su pensión; Teresa que se internó porque no podía pagar otro lugar. Muchos pacientes “sanos mentalmente” pueden ser crueles con quienes no tienen la cabeza en su lugar. Mi mamá sufrió de bullying: no la querían sentada en la misma mesa, o compartiendo la misma actividad. Cada vez que la visitaba me pedía que la llevara a una casa que ya no existía.

Allí estuvo 1 año.

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En la tercera Casa Hogar, Residencias San Lázaro, en Chuao, el personal de enfermería era profesional, al cabo de seis meses renunciaron por mala gerencia y sueldos bajos. Mi mamá se “cayó” dos veces, la primera se fracturó la cadera y la segunda, según supimos después, el enfermero la levantó con brusquedad y le fracturó el hombro. Nunca se responsabilizaron. Allí conocí a Iris Peruga, reconocidísima crítica de arte venezolano, abandonada a su suerte en silla de ruedas, esperando su pan canilla semanal; a María Teresa de 98 años, con la cabeza sana pero sin familia; a Noel, exmilitar, con Alzheimer pero hurgando en su cabeza para seguir dando órdenes; a Leticia, sorda y muda, con retraso mental, que se quedó allí después de que sus padres se internaron con ella para no abandonarla. A la salida —porque el silencio siempre está allí—, nos enteramos que los bañaban en la madrugada con agua fría, los cepillos de dientes se usaban indiscriminadamente, y enfermeros que dormían en las camas de los pacientes. En mayo del 2014, escribí una carta a los dueños del lugar, a la Fiscalía y al Inager en donde se denunció, entre otras cosas, las caídas, la fractura del hombro y la negligencia en no avisar. En un claro caso de maltrato al adulto mayor, la caída la solaparon como un ACV, mi mamá estuvo 36 horas con un hombro fracturado y luxado sin recibir atención médica es un completo acto de indolencia y maldad. Las cartas nunca tuvieron consecuencias. En ese año y medio, perdió el habla, dejó de caminar y comenzó a usar pañales.

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En el cuarto lugar, Casa Hogar Venezuela, en Las Palmas, los pacientes eran aseados diariamente, alimentados con porciones generosas, a pesar de la dificultad de conseguir alimentos, hay un médico disponible, celebran los cumpleaños, navidades, día del padre y madre. Los pacientes están separados en sus patologías similares y hay suficiente personal para atender a los abuelos —término con el que llaman a los pacientes. Allí falleció mi mamá año y medio después. Miguel, el encargado de la Casa Hogar, fue la persona que evitó que tuviera que ser yo la que arreglara y vistiera a mi mamá para su último viaje. Lo hizo él.

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Las familias tienen que lidiar con la escasez de insumos, pañales, cremas, medicamentos. Son testigos del deterioro. Ven escaras, pérdida de peso por la enfermedad. También presionan para que al paciente le cambien los pañales y evitar enfermedades posteriores, para que lo bañen, afeiten, peinen y vistan con ropa limpia, no solo los días de visita. Lidian con los problemas internos de personal, con la indiferencia del Estado, las empresas de seguro y las instituciones encargadas.

Vivimos con el enfermo la disminución mental, nos llenamos de impotencia y de rabia. Los amigos y familiares se alejan cuando la condición se agudiza, las visitas se hacen esporádicas o inexistentes. Los familiares nos torcemos los brazos, nos vamos distanciando entre nosotros y aprendemos, en nuestra manera particular, a olvidar.

Nuestro entorno se va diluyendo y nos vamos quedando solos, muy solos.

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La enfermedad de mi mamá nunca fue amable, jamás alegre: la visité todas las semanas y en sus últimos meses, cuando cayó en cama, tres veces al día, le preparaba la comida, buscaba al médico, bañaba, peinaba y daba masajes para evitar que sus músculos se atrofiaran, le hablaba, ponía música, buscaba medicamentos naturales para curarle las escaras. Me documenté sobre la enfermedad. Quería una cura que pudiera reversar su olvido, quería que hablara sobre los vivos, porque lo único que ella recordaba era a sus muertos.

Sólo tenemos en común con los enfermos el desgaste físico y emocional: su deterioro mental inefablemente te alcanza y abofetea.

Cuando mi mamá murió, hacía muchos años que no me reconocía, pero la última semana dijo mi nombre de manera clara, pesaba escasamente 40 kilos. Ese último día, me quedé con ella toda la tarde, monté mis piernas sobre su cama, le sostuve la mano, y mientras le tarareaba un bolero, a las 5:10 de la tarde del 7 de julio de 2015, apretó mi mano y se fue.

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(*) Las cifras y definiciones provienen la Organización Mundial de la Salud (OMS), nota descriptiva, número 362, publicada en marzo de 2015. 

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