Íconos

Oscar Marcano construye un sueño

fotografía: mercedes rojas páez-pumar
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Creyó que sería algo que nunca fue. Los avatares lo conducirían hasta un derrotero, incierto pero mágico, el de la literatura, donde alcanzaría premios y glorias. No lo presume, sin embargo. Es que Oscar Marcano espera siempre el momento justo. El autor del famoso título Solo espero que amanezca mantiene en el tintero tres libros que sus lectores reclaman

Nació y creció en La Guaira debido a una circunstancia. “Porque me tocaba”, diría él. A sus padres, caraqueños ambos, se les presentó una oportunidad laboral en una línea aérea venezolana, que los llevó a instalarse en esa ciudad. Transcurrieron la infancia y adolescencia del futuro narrador.

Creció viendo normal lo que muchos niños ven de manera excepcional. “Mi papá era algo así como jefe de tráfico y ventas. Pasó cincuenta años trabajando en esa línea aérea, desde muy joven hasta su jubilación. Es por eso que el anecdotario familiar está lleno de historias de rutas y de viajes”. Sus padres daban por descontado que iba a ser piloto. “Y en efecto me encantaba. En mi familia me decían que en cuanto lo decidiera me inscribirían en la escuela de aviación”. Pero de un día para otro se le secaron las ilusiones al respecto. Tendría 17 años.

Vivir en La Guaira fue una circunstancia que nunca desligó a sus padres de su ciudad natal, donde vivían todos sus familiares. Tanto, que le cuesta establecer el lugar en que sucedieron ciertos episodios de esa época. Pero hay uno, que brilla con la luz de los momentos fundacionales, que recuerda claramente en La Guaira: la llegada del amor.

“Teniendo como cuatro años estuve perdidamente enamorado, si a eso se le puede llamar estar enamorado, de una vecina con Síndrome de Down. Ella tendría unos 9 años. Nos compenetrábamos tan bien que yo me sentía muy feliz a su lado”. Pasaba muchas horas en su compañía. De hecho, ella lo bañaba. No porque nadie se lo pidiera, sino que ella se metía con él al baño cuando le tocaba hacerlo. “Me pasaba el jabón y me estrujaba. Yo protestaba y ella, en su media lengua, me decía que tenía que quedar bien limpio”.

Se recuerda en una de esas ocasiones, con frío y sin toalla. Entonces ella resolvió, para darle calor, acostarse sobre él en el piso del baño. “Yo mojado, sin ropa; ella mojada, con ropa. Fue su forma de darme calor. Todavía recuerdo el silencio que se produjo. Dos seres que no estaban haciendo absolutamente nada. Simplemente ella me dio calor porque yo le dije que tenía frío. Eso fue el reino de la gracia”, comenta transportado a ese recuerdo y continúa: “Ahí no había intención sexual alguna, pero yo la amaba. De hecho, creo que todavía la amo, aunque no supe más de ella y apenas la vi un par de años. Pero es el recuerdo más remoto que puedo tener en el que yo me enamoro de una niña, que además tenía conmigo una disposición permanente a cuidarme”.

Luego vendría la adolescencia. Y el bachillerato en un liceo de jesuitas, en Catia. Y su mudanza del hogar paterno, cuando comenzó a estudiar Comunicación Social en la UCAB y, más adelante, a trabajar. Eso que llaman hacer su propia vida. Alquiló entonces, junto a un grupo de amigos, una casa en Campo Claro, detrás de La Casona, muy cerca del Colegio Francia. Para ayudarse a pagar la renta alquilaban habitaciones a cooperantes franceses que trabajaban en ese colegio. “De esa época me quedaron grandes amigos, que todavía veo cuando viajo a París”.

Luego pasaría a la Universidad Central de Venezuela donde, en espera de que le aprobaran la equivalencia, hizo un año de Letras, para retomar la carrera original y graduarse. Es decir, que aunque nunca hizo diarismo, es periodista. Se formó en comunicación corporativa, y luego trabajó durante muchos años en una empresa alemana, donde se especializó en comunicación en crisis —cómo actuar en un proceso de comunicación cuando la imagen pública de una empresa o personalidad estuviese en riesgo. Durante esa época viajaba mucho a los cursos y seminarios que se dictaban con especialistas internacionales en Frankfurt, donde quedaba la sede de la casa matriz de esa corporación, y en otras ciudades de Europa.

Del empleo amoroso del lenguaje

Estando en el bachillerato llevaba unos cuadernos con anotaciones que pretendían ser poéticas. Aunque escribía mucho, para entonces nunca pensó estudiar algo relacionado con literatura. De hecho, esas notas tenían una intención más bien terapéutica. Una forma de lidiar con las angustias que surgen en ese parto a la vida adulta llamada adolescencia.

Luego vinieron los primeros acercamientos al mundo de las letras. Comenzó a colarse en las reuniones que hacían los miembros de la “República del Este” en los bares que frecuentaban, deleitándose con las disertaciones de unos geniales Adriano González León, Ludovico Silva, Caupolicán Ovalles… “Escucharlos era impregnarse de la irradiación de esos personajes que eran un poco el reservorio del alma de Venezuela”. De allí, era natural que surgiera el deseo de emularlos, y que comenzara a escribir de manera intuitiva, para luego canalizar esa energía, ese deseo, en talleres literarios. Hay uno, en particular, que le cambió la vida: el taller de poesía que dictó Rafael Cadenas en el Celarg, en 1983. “Una tarde invitó a Eugenio Montejo”, rememora Marcano. “Descubrí algo fundamental: que yo no era poeta. Y aunque eso me deprimió, le agradezco mucho a Cadenas y a ese taller, esa certeza”.

Allí comenzó su migración a la narrativa. No sin antes dejar testimonio de su tránsito por la poesía. Un libro Inecuaciones, 1984. Desde ese entonces, emergió el gusanillo que lo empujó a escribir. En 1998 publicó la larga entrevista Sonata para un avestruz y, en 1994, el libro de cuentos Cuartel de invierno.

Cinco años después, el jurado del Premio Internacional Jorge Luis Borges —entre cuyos miembros se encontraba Augusto Monterroso—, le otorgó el primer lugar a un extraordinario libro de cuentos titulado Lo que François Villon no dijo cuando bebía. El autor resultó ser un venezolano: Oscar Marcano. Dicho título —publicado posteriormente bajo el nombre de Solo quiero que amanezca— está considerado uno de los más libros de cuentos importantes publicados en Venezuela durante los últimos años, debido al uso eficaz y poderoso de los recursos de la narrativa contemporánea.

Acerca de la celebrada estética que rige ese libro, Marcano señala que tiene que ver con su formación lectora. “Yo de chamo leía lo que había en mi casa. Mi papá tenía una pequeña biblioteca en la que había autores norteamericanos. Ahí conocí a uno al que yo siempre recurro, porque es el rey de los finales: O. Henry. Fue un maestro que tuve sin saber cuál iba a ser mi destino”, comenta, para agregar que en un mundo en el que los medios de comunicación han modelado las conductas de los seres humanos, se van generando nuevos patrones y una nueva estética. “Es un modo de comunicarse y no tiene más que un nombre: contemporaneidad. Estar acorde al tiempo que te tocó vivir”. Se trata de dar pinceladas para que el lector llene los vacíos.

Alcanzar esa eficacia requiere de mucha reescritura. Lo que supone un deleite para Marcano, quien señala que los textos se deben seguir corrigiendo incluso después de impreso el libro. “Escribir una novela tiene dos largos momentos: el de escalada, de subida a la montaña, que es cuando estás desarrollando la historia y los personajes. Y luego viene el de bajada, cuando no te cansas aunque estés corriendo, porque te va pegando el viento frío en la cara, que es cuando empiezas a poner los detalles, a pulir, a perfilar el sonido de la frase. ¿Por qué privarte del placer porque el texto haya ido a la imprenta?”.

En 2007 publicó su primera novela: Puntos de sutura. Y actualmente se encuentra terminando Vuelta en U, su esperada segunda novela. También está trabajando en otra, llamada Lisandra y dándole los toques finales a un libro de cuentos titulado Morir sin residencia.

Esa es la labor, subraya. Desarrollar con paciencia esa larga carrera tras el sabio empleo del lenguaje y de las técnicas, “pero, además, el empleo amoroso del lenguaje y las técnicas, además de la aproximación amorosa al conocimiento de cómo administrar esas técnicas. Es un aprendizaje largo y paciente. Y es algo que no se puede dejar de trabajar ni un sólo día”.

Del rompecabezas que es la vida
En Marcano la literatura es un modo de vivir la vida. Si pudiese planificar de manera ideal sus últimos diez años sobre esta tierra, se quitaría el noventa por ciento de las actividades para dedicar ese tiempo a leer y a escribir, “que es ese silencio en donde yo me siento”. Gracias a la literatura logró entender que la vida, como decía Antonin Artaud, es arder en preguntas. “Preguntas que te llevan a necesariamente a revisar lo que eres. Eso significa atender a ese que te habita y que, aunque tú lo contradigas con tus hechos, tiene la razón última de tu permanencia en este lapso que llamamos vida”.

Luego de haber vivido a tiempo completo ese universo que le ha deparado felices momentos en que “tenemos una suerte de deslumbramiento porque conseguimos resolver un problema en el que estamos trabajando”, sólo resta preguntarle qué espera aún de la literatura. “Lo que uno aspira todos los días es pasar la página de esta realidad real para poder entrar en ese mundo de ensueño que, a pesar de ser un parto, le da más contenido y significado a la vida. Poder seguir robándole minutos y horas a la realidad real para poder entrar a ese mundo en donde se combina esa realidad con los sueños”, apunta, para concluir: “soñar es como leer y, en consecuencia, escribir es como construir un sueño. Tanto es así, que uno nunca sabe cómo va a terminar cada sueño”.

Y lo dice quien de niño se fascinaba frente a esferas y botones, convencido de que allí estaba su destino, sin saber que en efecto lo llevaría a cabo, pero valiéndose de unas herramientas más sutiles y misteriosas: las palabras.

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