Opinión

¿Por qué sí celebré el 5 de julio?

Celebré el 5 de julio porque estoy plenamente convencido de que este régimen totalitario de hoy ocupará, en su debido momento y tras su necesaria rendición de cuentas, tan solo un párrafo en nuestra historia. Celebré el 5 de julio porque no poseo otra nacionalidad. Porque yo me debo a Venezuela

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Aunque no abundan los ánimos para una digna celebración, este año conmemoré con los honores que tuve a mi alcance el aniversario de la Firma del Acta de la Independencia de Venezuela. Como ordena la ley, muy temprano en la mañana del 5 de julio, icé en el asta de mi casa para mi orgullo y espero el de mis vecinos la Bandera Nacional, pero la de las siete estrellas y el caballo volteado en frente. La octava estrella faltó no por un acto de rebeldía, sino porque hasta el sol de hoy no le he encontrado una seria justificación al caballo propuesto por un capricho infantil.

Alcé mi bandera porque, muy a pesar del discurso oficial, Venezuela es mi país. No poseo otra nacionalidad que la venezolana. La levanté porque el nombre de Venezuela me emociona. Con orgullo la vi ondear. El acta, que firmaron nuestros ilustres independentistas 205 años atrás, sirve para recordarnos a todos que ningún territorio o persona en el mundo deben ser sometidos a la voluntad de otro. La bandera de Cuba podrá agitarse —de manera inexplicable— en el Panteón Nacional junto a las otras de los países liberados por Simón Bolívar. Pero Cuba no es mi país y a ella no me debo. Yo me debo solamente a Venezuela.

Celebré el 5 de julio porque estoy plenamente convencido de que este régimen totalitario que hoy nos gobierna ocupará en su debido momento, y tras su necesaria rendición de cuentas, tan solo un párrafo en nuestra historia. Bastante gente ha visto pasar el Ávila, el Orinoco y la Sierra del Perijá como para que creer en la eternidad de los atrincherados que vociferan paz con el puño alzado. Yo no le debo lealtad a nadie sino a la Constitución Nacional y a los símbolos patrios.

Mientras esa bandera ondeaba sobre la gris mañana caraqueña, celebré a los hombres y mujeres decentes que llaman a Venezuela su hogar. También celebré a aquellos que por circunstancias de vida están alejados en el extranjero y no la pueden llamar su hogar pero sí su patria. Oré por la pronta liberación de nuestros derechos constitucionales, por el levantamiento de la opresión económica y por el regreso a casa de nuestros exiliados y presos políticos. Oré por todos nosotros, los venezolanos dignos.

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Cuando en la tarde de ese 5 de julio me enteré que por primera vez en 205 años de historia un Presidente de la República no asistía a los actos protocolares de la celebración en la Asamblea Nacional (AN), celebré a todos los ilustres que creyeron lo suficiente en la independencia como para hacerla una realidad y ejemplo para futuras generaciones. La historia republicana no ha sido precisamente un jardín de orquídeas. Pero no puede venir el jardinero de turno, contratado por un pueblo, a interrumpir el riego de la democracia y pretender que flores crezcan. Bien lo dijo Américo Martín en su discurso ante el parlamento: “El interés del país no puede sacrificarse por orgullo personal”.

Me acosté en la noche de ese 5 de julio esperanzado por la llegada de mejores tiempos. Sintiéndome más venezolano que nunca. Por la ondeada de una bandera y el canto de un Himno que nos diga a todos, sin exclusión ni divisionismos, que la independencia por la cual lucharon los “Padres de la Patria” siempre vale la pena conmemorarla. Por eso celebré y celebraré siempre el 5 de julio.

“Nosotros pues, a nombre y con la voluntad y autoridad que tenemos del virtuoso pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias Unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia”. [Acta de Independencia de Venezuela. 5 de julio de 1811].

Qué así sea. Por los siglos de los siglos.

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