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Putin, el duro, el macho, gana

Occidente ha volteado hacia uno de los presidentes más déspotas del mundo: Vladimir Putin. Su juramento contra el terrorismo ha despertado incluso admiración, pese al yugo del pueblo ruso. Los medios de comunicación social le dan protagonismo y hasta hablan de “Putinmanía”. El horror y la barbarie han sido ensalzados hasta por las mentes más lúcidas. Ahora, se encamina a su cuarto mandato

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Fotografía de portada: AFP | Fotografías en el texto: Huffington Post, AFP, NBCNews
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Las fotos de Vladimir Putin en internet son innumerables y variadas. Pero hay algunas particularmente cuidadas. Putin a torso desnudo montando caballo en Siberia; Putin, musculoso, atravesando un río, rifle en mano; Putin disparando; Putin en la cabina de mando de un jet de combate; Putin sumergiéndose en un batiscafo en el mar Negro, en Crimea; Putin derribando a un adversario en una competencia de judo. La imagen del macho duro deslumbra, seduce.

Tras obtener una contundente victoria en las elecciones con más del 76% de los votos, Putin tiene ahora las llaves del Kremlin para un cuarto mandato, es decir hasta 2024, cuando tenga 72 años.  «Nadie quería hablarnos, nadie quería escucharnos. ¡Escúchennos ahora!», lanzó a los occidentales durante su último gran discurso, a principios de marzo.

Cuando Putin, de 65 años, llegó al poder el año 2000, su país era inestable, con una economía fallida. Ahora, numerosos de sus conciudadanos lo alaban, asociándolo con la estabilidad y una nueva prosperidad favorecida por la actividad petrolera. Eso a costa de un retroceso en materia de derechos humanos y libertades, según sus críticos.

En 2016, uno de mis hijos entabló relaciones con una joven rusa de 27 años, una mujer refinada, inteligente, bella, que trabaja en banca privada en Londres. A pesar de ser una mujer occidental, independiente, actual, me llamó la atención que en las conversaciones de sobremesa mostrara deferencia por Putin. La cuestioné al respecto. En cierto momento me dijo: “es que Rusia necesita un hombre fuerte para gobernarla”.

Y fuerza, sin duda, ha mostrado el Presidente ruso con derroche y desplante: represión violenta de opositores, expropiación de empresas de su interés, represalias ante el reclamo de respeto a los derechos humanos y libertades, la anexión de Crimea y Sebastopol, la amenaza de derribar cualquier avión que ataque las fuerzas del déspota sirio Bashar al-Assad, los sangrientos bombardeos de cazas rusos sobre Alepo. Lo más llamativo, la prepotencia del antiguo espía del servicio secreto ruso (KGB) ha desatado un fervor que muchos medios de comunicación han catalogado como Putinmanía. El horror y la barbarie han sido ensalzados como fuerza hasta por los más preclaros medios de comunicación de Occidente.

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La imagen funciona. Rusia está mal. Carcomido por la corrupción, el estatismo y la concentración de poder, el extenso país euroasiático confronta infinitos problemas económicos y sociales. Es una sociedad empobrecida, disfuncional, contradictoria. A partir de su tercer mandato y, sobre todo, luego de las manifestaciones y protestas masivas del 2011-2013 en contra de las elecciones fraudulentas, Putin optó por desviar la frustración y el descontento interno convirtiéndolo en agresión exterior. Exacerbó el nacionalismo, la intolerancia, la retórica antioccidental y en sus discursos empezaron a destacar frases de antiguos pensadores rusos como Nikolay Danilevsky, Iván Ilyin o Constantin Leontiev, “luchar en lugar de tener un papel secundario, atacar al enemigo en vez de balbucear frases vacías”.

Para Putin, Rusia se convirtió en la gran víctima de Occidente, en el mártir que él salvaría, repotenciando y conquistando de nuevo su viejo esplendor: “A veces pienso si no sería mejor que el oso se quedara tranquilo, comiendo bayas y miel. ¿Tal vez lo dejarían en paz? ¡No!, siempre tratarán de ponerle una cadena y, cuando lo encadenen, le arrancarán los dientes y las garras, que a día de hoy son la fuerza de contención nuclear”.

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Una importante línea de opinión atribuye la expansión del yidahismo a la debilidad de Occidente, endeblez y flaqueza ante la que Putin ofrece compensación. No importa que, en toda la complejidad y escalada del terrorismo internacional, como antecedente del Estado Islámico de Irak y el Levante —EI, ISIS o Dáesh—, esté la Organización para el Monoteísmo y la Yihad que surgió, precisamente, a raíz de la invasión rusa de Afganistán. Pero más allá de los inextricables vericuetos de la política internacional, ante los cuales me confieso ignorante, lo que me preocupa y llama la atención es la deriva autoritaria del mundo entero, la lenidad y benevolencia con que es tratado el despotismo.

Ya Thomas Carlyle en sus famosas charlas sobre el Héroe y el Culto al Héroe había caído en la trampa de la devoción al gran hombre, al tipo singular, como motor de la historia universal. Hay en las poblaciones una peligrosísima necesidad de idealizar al individuo fuerte que por su contextura agresiva compensa nuestras propias debilidades y fracturas. Pero el titán no tiene límites, se caracteriza por sus excesos y su desmesura. Con Donald Trump y Vladimir Putin como cabezas de las dos principales potencias del globo, los machos ganan. También el narcisismo y la psicopatía. Esperemos que el resto del mundo civilizado no se deje intimidar y sepa reaccionar.

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Nacido el 7 de octubre de 1952 en el seno de una familia obrera en Leningrado (hoy San Petersburgo), nada hacía presagiar que Putin acabaría ocupando la cima del poder. Graduado en Derecho, trabajó en el KGB como agente de inteligencia exterior. Tras el desmembramiento de la URSS, se reinventó como asesor para relaciones exteriores del nuevo alcalde liberal de San Petersburgo y luego comenzó un ascenso fulgurante.

En 1996, fue requerido para trabajar en el Kremlin. En 1998 fue elegido director del FSB -que sustituyó al KGB- y un año después fue nombrado primer ministro por el presidente Boris Yeltsin.  Algunos miembros del círculo de Yeltsin creían que podrían manipularlo fácilmente, pero él ya estaba metido de lleno en restablecer la autoridad del Estado formando un «poder vertical» que depende únicamente de él.

La guerra de Chechenia, lanzada en octubre de 1999, supuso el fundamento de su popularidad en Rusia. Cuando Yeltsin dimitió ese año, Putin ya se había impuesto como el nuevo hombre fuerte del país. Tras ser elegido en el 2000, Putin aceleró su influencia apoyándose en las «estructuras de fuerza» (servicios secretos, policía, ejército) y en sus familiares de San Petersburgo.

Expulsó del poder a los «oligarcas» y encarceló a los rebeldes, como el director del grupo petrolero Yukos, Mijaíl Jodorkovski, liberado en 2013. El Kremlin metió en vereda también a las cadenas de televisión, que pasaron a estar al servicio de Putin. En 2008, al verse limitado a dos mandatos consecutivos por la Constitución, le confió el Kremlin por cuatro años a su primer ministro, Dmitri Medvedev, y se puso al frente del gobierno. En 2012 volvió al despacho que lo seguirá teniendo como regente por otros seis años.

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