Crónica

San Antonio de los Altos: la rebelión que Venezuela desconoce

¿Una lucha consciente o un secuestro masivo? San Antonio de los Altos, ciudad periférica de Caracas, está sumergida en una especie de estado fallido. Grupos enmascarados toman su ley tras un largo conflicto que convirtió a una avenida en trinchera. Allá miden fuerzas un David "millenial" y un Goliat verde oliva

Texto: Johan Starchevich | Fotografía: Andrea Hernández
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Un carro destartalado echa chispas mientras se deja arrastrar en plena avenida por el mecate que lleva una 4×4. El chirrido no desconcentra a los jóvenes enmascarados que ajustan sus escudos y cascos para librar otra noche de batalla urbana. Adultos en la vía los observan con orgullo. Los asisten en todo lo que requieran para sostener un largo conflicto en el que nadie está dispuesto a ceder.
A las afueras de Caracas se libra una guerra silenciosa y gran parte de Venezuela lo ignora. San Antonio de los Altos es una ciudad dormitorio que permanece en vilo por la violencia. 68 mil personas viven desde el 15 de mayo de 2017 bajo un estado de sitio no declarado oficialmente, con sus principales vías bloqueadas, el transporte paralizado, un toque de queda impuesto a comercios y el efectivo y la gasolina son escasos. Este lunes 22 de mayo, a tempranas horas de la mañana, efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) irrumpían en este escenario enardecido para poner coto a la beligerancia sin orden judicial alguna.

Es el caos bajo un clima de montaña.
Transitar por la avenida Perimetral recuerda a una zona arrasada por la guerra. Una lluvia de vidrios, bloques de cemento, cascos de lacrimógenas, piedras y un semáforo, que funciona pese a estar derretido por el fuego de una bomba molotov, desvelan la furia que se desata a diario en la zona cero de la “resistencia”.
Los Altos Mirandinos, donde se encuentra San Antonio y otras localidades, han sido núcleo de la represión. Nicolás Maduro, por medio de los cuerpos de seguridad, busca frenar el descontento popular. ¿Consecuencias? Muchas y algunas fatales: el 6 de abril Jairo Ortiz se convirtió en el primer asesinado de esta escalada. El biólogo Diego Arellano fue la víctima número 43 tras recibir el impacto de una metra el 16 de mayo en la Perimetral. Vecinos aseguran que el disparo provino de un agente de la GNB.
Ese asesinato encendió la chispa que hizo estallar el polvorín. Diego Arellano se recuerda con dolor y rabia en San Antonio. Su nombre sale con facilidad de los labios de los jóvenes y adultos que insisten en la presión en las calles para honrar su memoria y dar fin a 18 años de chavismo.

La “resistencia” es un asunto comunal en esta ciudad. Estudiantes, abuelos, trabajadores públicos, profesionales, amas de casa y comerciantes forman parte de una red que sirve de logística a las acciones de los manifestantes. Los adultos ven como héroes a sus jóvenes y por eso los auxilian, les brindan refugio, transporte, comida, les lavan las heridas. Incluso, una cuenta de Instagram y grupos vecinales de Whatsapp dan seguimiento al revolú.
Detrás de la solidaridad hacia los manifestantes hay espontáneos y un trabajo en equipo que se activa con la represión. Allí cada quien cumple un rol definido: un abuelo que ofrece café, la pensionada que confecciona chalecos protectores con trozos de alfombras, madres que elaboran bombas molotov en sus casas, estudiantes que preparan arepas o motorizados que transportan gaveras repletas de explosivos cuando están escasos en la primera línea de fuego.

Un improvisado “hospital” se levanta en las noches de reyertas. Profesionales de la salud trabajan como voluntarios para socorrer y curar a los heridos o lesionados en los disturbios. Cambian el sitio de atención cada noche por razones de seguridad. La mayoría de los casos presenta asfixia, heridas causadas por el impacto de perdigones, bombas lacrimógenas o balines, según las denuncias. El centro se abastece gracias a los insumos ofrecidos por la comunidad. Sin embargo, un vocero de los bomberos rechaza que haya víctimas por impacto de balines, metras o lacrimógenas. En conversación para Clímax asegura que los afectados presentan asfixia por gases irritantes o lesiones causadas por caídas. Niega, asimismo, que en la comandancia de la institución sirva como lugar de detención por los militares, el lugar donde agentes del Grupo de Operaciones Especiales llevan días apostados con tanquetas. Algunos de ellos tapan sus rostros con pasamontañas.

Antonio tiene la edad suficiente como para ser el padre de todos los enmascarados congregados debajo del único elevado de la ciudad. Llega con una bolsa con trozos de caña de azúcar. Se excusa porque no tiene comida en la casa pero quiere ayudar —al menos endulzando el paladar del grupo de ‘millenials’ que expone su pellejo en las manifestaciones. “Los ayudo porque veo a cada uno como mis hijos. Ellos están dando la vida por nosotros, por la vuelta de la democracia. Yo me preocupo por todos, en especial por los heridos de metras”, apunta María, otra voluntaria, conmovida cuando intenta de explicar la protección brindada al grupo de enmascarados.
Ni la lluvia ni la niebla, que caen en la mañana del viernes 18 de mayo sobre la ciudad, limpian las calles. Las protestas han suspendido parcialmente la actividad comercial en San Antonio. Muchas panaderías, abastos, talleres mecánicos, restaurantes y farmacias abren hasta las dos de la tarde por un toque de queda impuesto por los manifestantes. Aunque unos comerciantes acatan la medida por solidaridad.
Los cajeros automáticos están abarrotados por la escasez de efectivo. Los mototaxitas prefieren los billetes al momento de hacer viajes. Son los únicos medios de transporte para los habitantes. La gasolina también es escasa: de cuatro estaciones visitadas, solo una presta servicio. El desplazamiento se dificulta ante las gigantescas barricadas levantadas en zonas como El Picacho, La Rosaleda y la calle que conecta con La Morita. Como en la guerra, la «resistencia» se vale de todo para sembrar obstáculos que parecen infranqueables: troncos, colchones, capós de automóviles, postes, restos de televisores, cauchos y alcantarillas —todo arde en la noche cuando son impactadas por las molotov. Los postes sirven para amarrar cables metálicos que cruzan las calles.

La gente sin efectivo debe caminar kilómetros si quiere llegar a su destino. “Los conductores son parados por puntos de control por enmascarados”, denuncian los vecinos. Las colas también se registran en la mañana con familiares de los muchachos heridos en los enfrentamientos. Cinco días de conflicto agravan la escasez de comida en la zona. Carlos vive en el pueblo de San Antonio y comenta que las hortalizas, su único sustento de proteínas ante su incapacidad para costear un kilo de carne, no se consiguen en las calles. «Esto es una locura. Todo está cerrado y hay que aprovechar las mañanas para salir a conseguir lo que hay», se lamenta.
Miguel lleva días como parte del «grupo de choque» que opera en la ciudad. Quienes están en la primera línea de fuego en San Antonio son chicos, algunos menores de edad, que se conocieron en las aulas de clase. Son vecinos de los edificios de urbanizaciones de clase media empobrecidas por las políticas del chavismo, son estudiantes que crecieron bajo el manto de la revolución bolivariana, que no dudan enfrentarse contra tanquetas militares hasta lograr un sistema distinto.

El gobierno califica a Miguel y a sus compañeros de paramilitares, “promueven violencia a cambio de dinero”. El joven, de 26 años, ríe. Dice que sus acciones solo buscan la salida de Maduro del poder. No se siente ningún criminal. Compara su lucha con 300, la épica librada por Leonidas que relata la batalla de la Termópilas en clave Hollywood. «Somos poquitos. Somos unos chamos que combatimos contra lo que tenemos, contra unos tipos que están entrenados para matar. Es así», dice mostrando los rasguños de dos semanas de intensos enfrentamientos.
Pero Miguel no es Leonidas ni la Perimetral son las Termópilas. Reconoce que las refriegas han logrado avances, pero no tienen foco. La batalla, dice, no ha pasado más allá de la avenida y él mismo se pregunta si el conflicto se podrá mantener en el tiempo. «San Antonio está secuestrado por San Antonio. Eso no puede seguir así. Hay que expandirse. Los chamos muchas veces no tienen ni fuerza para devolver una lacrimógena. Tenemos que hacer que Caracas se dé cuenta de lo que está pasando aquí».
Y eso es lo que le incomoda a Leonor. Esta ama de casa, que apoya activamente a la lucha opositora, cuestiona a la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) por su modo de enfrentarse al Gobierno: «Nosotros estamos poniendo los muertos, los heridos. Nuestros chamos arriesgan todo, mientras en Caracas prenden velitas y hacen bailoterapia», lanza su diatriba. Leonor explica que el gran reto es expandir la disputa más allá y bloquear la carretera Panamericana que conecta los Altos Mirandinos con Caracas. «Así se reaccionará», afirma. Ángel, un fotógrafo que cubre las manifestaciones, apoya la tesis de Miguel. Considera que un cambio de gobierno no pasa por aislar a la ciudad. Afirma que todos quieren el fin del chavismo pero no saben cómo conseguirlo. «Aquí muchos se mueven por la arrechera que le tienen a la Guardia. Más nada».

En San Antonio, la «resistencia» contra Maduro se divide en grupos: los más conocidos son los que pertenecen a la urbanización OPS, los de la urbanización El Picacho y un tercero que proviene de sectores aledaños como La Morita, Los Castores, la Rosaleda o el pueblo. Todos se reúnen a metros del único viaducto ubicado en la avenida. Se sienten resguardados allí. Dicen que la GNB no pasará más allá del elevado por una simple razón: hay vecinos de la zona que son oficiales de la Fuerza Armada Bolivariana. «Es que hay muchos ‘guarimberos’ aquí que son hijos de militares», asegura Daniel, quien tapa su rostro con una franela y un casco de motorizado.
Los manifestantes que operan en El Picacho se hacen llamar como “Los Perros Locos”. Un grupo que, a primera vista, se hace ver como pandillero. Pero sus acciones son premeditadas. Desde la tarde, sus integrantes se reúnen en los alrededores de una barricada para concentrar el arsenal que será utilizado en la noche contra los uniformados: molotov, piedras, resorteras y tarros de vidrios con pinturas. También afinan las estrategias para actuar y dividen las tareas de logística. El trabajo de la «resistencia» en los Altos Mirandinos requiere de horas.

“Los Perros Locos” no cuentan con un liderazgo visible. Aunque una chica sobresale y eleva su voz para contener el desdén que muestran los enmascarados ante la presencia de periodistas. «Ni fotos ni videos» gritan los alebrestados cuando avistan a un camarógrafo. Pero la chica, cuyo look gótico recuerda a Lisbeth Salander de la trilogía Millenium, termina por imponerse.
Las protestas del viernes caen con la tarde. Usualmente, los enfrentamientos comienzan a partir de las dos, pero algunas veces se encienden más temprano en respuesta al lanzamiento de las lacrimógenas. Esta vez, los enmascarados esperan una vigilia en honor a los fallecidos en la casa cultural. El párroco, Armando Rodríguez, oficia una misa católica que en vez de calmar los ánimos, los exalta. La fe es beligerante, pólvora del pendenciero. «Lo decimos y lo gritamos: ‘No al marxismo, no al chavismo, no al castrismo’», dice en un megáfono este párroco durante un sermón en el que explica la necesidad de mantener la lucha sin caer en la anarquía. Rodríguez culmina la liturgia santiguando a los fieles. Una señal de cruz que parece dar cancha en la Perimetral.

La noche cae y los enmascarados comienzan a mover sus piezas. “Los Perros Locos” muestran los dientes. Ellos junto a decenas de jóvenes con cascos y escudos se aproximan a la redoma donde están los efectivos militares. A las 8:15 pm. se escucha la primera detonación. Hay gritos, los enmascarados corren. Entre ellos la chica gótica. Bombas molotov, que sirven para iluminar la vía, caen sobre una estación de gasolina sin dejar consecuencias graves. La violencia con olor a gas vuelve a tomar la zona.
Los choques se extienden más allá de la medianoche. José, un jubilado que vive en un edificio de El Picacho, no distingue el sonido del disparo por perdigón o el de un arma de fuego. Tampoco encuentra la diferencia entre quienes son los malos o los buenos de esta escalada. «Ya esto en un callejón sin salida. De la rebelión a la anarquía hay un solo paso», reflexiona. Y el escenario para que se desaten los demonios no puede ser más óptimo. Pueblo chico, infierno grande, vale el dicho.
(*) Los nombres que aparecen en este trabajo (excepto los de los asesinados por represión) fueron cambiados intencionalmente por razones de seguridad.]]>

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