Crónica

San Cristóbal: de la educación a la ruina y contrabando

Si 2014 convirtió a San Cristóbal en el cuartel general de “los gochos arrechos” que amenazaron la estabilidad de todo un gobierno, en 2015 es el ejemplo del desespero nacional. Dominados por la escasez, las colas y el contrabando, sus habitantes enfrentan crecientes limitaciones gubernamentales, mientras son testigos del derrumbe de monumentos urbanos

Texto: Lorena Bornacelly
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Antaño era común engolosinarse en las tardes con aguamiel y el típico pan andino, sin embargo, esa tradición ha ido desapareciendo poco a poco por la escasez de la harina de trigo, la levadura y el azúcar, entre otros ingredientes. Para el tachirense es cada vez más complicado conseguir acema de bocadillo, pan azucarado, pan de leche, peguetas o el pan camaleón, y cuando lo consigue, azarosamente, tan solo puede lograr “uno por persona”. No hay para todos.

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La languidez de las meriendas no solo se debe a la falta de qué vituallar, sino por la adaptación de la agenda diaria a la imperativa nueva venezolanidad: hacer colas. Al menos tres horas, en promedio, puede pasar cualquier hijo de vecino en una fila esperando adquirir algún producto de la cesta básica. La cotidianidad de San Cristóbal está tatuada con las kilométricas esperas y el “bachaqueo”, la actividad que se coló entre los lugareños a tal punto que, la economía informal, la del típico buhonero o de la labor doméstica, ha disminuido en favor de la reventa de insumos regulados o su salida por los caminos verdes hasta territorio colombiano.

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Los controles que ha implementado el Gobierno nacional en Táchira para combatir el contrabando de extracción nunca son suficientes. Mientras las autoridades militares anuncian incautaciones y retenciones de productos por doquier, los anaqueles siguen vacíos. Además, la frontera con Colombia se cierra a diario de 10 de la noche a 5 de la mañana para evitar que los “bachaqueos” exporten los bienes. Pero San Cristóbal sigue sin ofertar lo suficiente porque, a tenor de las complicidades, siempre será más rentable vender lo conseguido en otras localidades neogranadinas luego de pasar el puente binacional Simón Bolívar. En La Parada, por ejemplo, las toallas sanitarias se venden en paquetes por 800 bolívares, el kilo de leche en polvo a 1.200 y los pañales —en oferta por bultos de 198 unidades— en 8 mil bolívares.

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“¿Quién se aguanta esto? Yo tengo que trabajar a diario en horario de oficina y solo puedo venir al mediodía a ver qué cazo, porque el sueldo no me da para comprarle a los bachaqueros un champú en 400 bolívares cuando normalmente cuesta 80”, lanza Laura Parra. Ella comparte la cola en un supermercado con Luis Martínez quien, luego de tres horas bajo el sol para comprar dos kilos de arroz y dos de harina, fija su mirada en el Guardia Nacional que, luciendo uniforme y arma, resguarda el lugar. “Y pensar que ese “tulampado”(tonto) estaría trabajando dignamente y no vigilando a los más “toches” que perdemos horas para poder comer. Andan cuidando colas en vez de estar agarrando ladrones”, protesta en jerga andina.

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Las colas han extraviado el sentido urbano de la capital tachirense. Las aceras ya no son para caminar, sino para esperar frente a supermercados, farmacias y hasta cajeros automáticos. Donde antes había cordialidad, heredada de tiempos pretéritos y elemento diferenciador del “gocho”, ahora hay insultos, gritos, agresividad. Con ese tono habla José Albornoz, un hombre que acumula tantos años como minutos esperando avanzar hasta más allá de la Santamaría. Entre rabia y tristeza se desuela: “yo como chavista ya no me aguanto esto, colas, colas y más colas, hasta nuestros días libres son para esto”. Su preferencia política se va vaciando, como los anaqueles que lo esperan algunos metros más adelante.

Contrabando de alto octanaje

Táchira parece otro país. Allí la leyenda de la gasolina más barata es de relativa aplicación, no por los precios sino por la disponibilidad. Quien tiene vehículo tiene “derecho” a surtirlo de combustible una vez cada dos días, y solo 30 litros por vez sin importar la capacidad de almacenaje. Así lo determina el chip que Pdvsa instaló en los carros del estado, un código de barras que va en la frente del bólido y que, de no cumplir con el racionamiento, quedará bloqueado. Los viajeros no escapan al estado de sospecha, a la presunción de culpabilidad en el contrabando: quienes estén de visita deben acudir a una estación de servicio especial para solicitar su “tag” de turista que le servirá por 15 días. Su paseo deberá incluir la auténtica experiencia tachirense: hacer colas para echar gasolina.

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Pedro Carrillo vende periódicos en la avenida Ferrero Tamayo y cada mañana, con los titulares de la prensa frente a sus ojos, repite lo mismo: “aquí ni que sigan los controles se va a frenar el contrabando mientras sean los mismos militares los que ayudan a los delincuentes a bajar a Cúcuta”. Su apreciación puede caer en saco roto pero su lectura se confirma con el secreto a voces: los uniformados también se quedan con su tajada en el traslado y reventa del líquido refinado hacia la frontera. No es gratuito que la gasolina sea el producto preferido por los contrabandistas, si por 20 litros se puede cobrar 2.500 bolívares, muy lejos de los 1,94 que costarían a precio de mercado interno.

Además, cerca del límite con Colombia existen desde hace años las estaciones de Servicio de Abastecimiento Fronterizo Especial de Combustible (Safec). Permiten la compra de gasolina a colombianos sin restricción y a precios especiales, entre 50 y 83 bolívares por litro, aún una ganga para colombianos que en su país deben gastar el equivalente a 4.000 bolívares por la misma cantidad de combustible. Todo ello, amén de los pimpineros y puestos de venta informales en los bordes de las carreteras, sin colas y sin chip.

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2014 pareciera no haber terminado nunca. Allí siguen los monumentos de las guarimbas, las cicatrices del radicalismo político y de la respuesta brutal, como la antigua sede de la Corporación de Turismo, una estructura que fue Premio Nacional de Arquitectura pero sucumbió a las llamas el 25 de febrero del año pasado. Un año después, no ha sido reparada ni limpiada. El hollín quedó como color oficial del edificio, cuyo color actual asemeja al de las cinco patrullas y nueve motos inmoladas que sufrieron la candela y reposan en un estacionamiento de la Policía del Táchira.

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En la avenida Carabobo, lugar donde hubo un campamento por dos meses, sigue la tanqueta disecada que rendía homenaje al Ejército nacional. Luego de ser usada para impedir el tránsito por esa troncal, ahora acompaña el tributo a Daniel Tinoco —en honor al joven que murió con la carne atravesada por una bala disparada por un, todavía hoy, “desconocido”. En el sector Las Pilas, donde entre febrero y abril de 2014 hubo enfrentamientos entre manifestantes y efectivos militares, un container impedía el tránsito vehicular y fue testigo de situaciones —hasta entonces— inimaginables, como el secuestro de un capitán de la Guardia Nacional que fue canjeado por tres jóvenes que habían sido detenidos allí mismo. Allí también murió Jimmy Vargas al caer del techo de un consultorio mientras grababa uno de tantos enfrentamientos.

Son lugares que impiden olvidar cómo la ciudad se paralizó durante tres meses. Monumentos involuntarios que se han convertido en nuevos referentes urbanos, visto el deterioro de los clásicos, como el Ateneo de Táchira, el más antiguo del país —fundado en 1907— y que ahora se muestra tan solo como una construcción derruida, a punto de colapso. Ello no impide que se hagan actividades culturales en su interior, aunque los responsables no garanticen la seguridad de los asistentes. “La humedad ha debilitado las paredes”, se escucha. La Casa Biaggini, que forma parte del patrimonio arquitectónico, le sigue los pasos. Esta casona, que data de 1875, se ha derrumbado parcialmente por la falta de mantenimiento acumulado. La desidia.

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Quien vive en este punto de la geografía nacional aún tiene el recuerdo fresco de las batallas del año pasado, de “los gochos arrechos”, de las guarimbas que captaron la atención –y fotografías- de no pocos reporteros foráneos. A la memoria se suma la otra cruzada, la de la subsistencia en una ciudad marcada por la diatriba política, convertida en un ring de boxeo. En esta esquina, el gobernador José Gregorio Vielma Mora, oficialista. En la otra, la alcaldesa Patricia de Ceballos, opositora y heredera del cargo arrebatado a su esposo.

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La disputa verbal entre ambos llena la agenda pública. Pero son las calles las que muestran las cicatrices de la riña. Por ejemplo, hay tantos huecos como planes para combatir el contrabando. No hay línea de asfalto que los conductores no transiten con meticuloso cuidado para salvaguardar, hasta donde se pueda, los amortiguadores o el tren delantero de los vehículos. Dañarlos abriría paso a otra dimensión aterradora: encontrar un repuesto en una zona fronteriza donde la bandera es la escasez.

La respuesta es política. Dimes y diretes. La Gobernación acusa a la Alcaldía de no darle prioridad a la vialidad, y la municipalidad denuncia que no reciben el asfalto requerido por parte de la empresa estatal correspondiente. Ceballos lo hace público en Twitter e increpa a su contendor: “Tengo meses solicitando la firma del contrato y el despacho de asfalto, dígale la verdad al pueblo”. “Es una retaliación política o la gobernación quebró la planta Caimta. ¿Por qué niegan asfalto a los sancristobalenses?”.

La respuesta de Vielma Mora fue “¿Cuál sabotaje? Te estoy recogiendo la basura, te estoy arreglando los parques, te estoy pintando la ciudad, te estoy tapando los huecos, te estoy manteniendo la seguridad. ¿Cuál saboteo? Es duro trabajar así”; secundado por Richard Alemán, presidente de la C.A. Industrias Mineras del Táchira —la proveedora del alquitrán— quien dijo: “No nos culpen de su ineptitud”.

En el ring de boxeo los contendores creen darse golpes, cuando en realidad ambos noquean un saco de arena interpuesto entre ambos: la gente. “Estamos cansados, ni la alcaldesa ni el gobernador se sientan a trabajar, todo es una peleadera y nada que hacen algo por nosotros”, dice Reina Hernández. Yelitza Castañeda tampoco se calla: “Patricia pendiente de su esposo Ceballos en Caracas y Vielma Mora pendiente de qué hace la oposición, y nosotros los más toches sin alguien que tape los pingos huecos. Aquí todo se cae”.

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