Investigación

San Juan de los Morros, de aulas a calabozos

Durante años, en los pueblitos adyacentes, a San Juan de los Morros se le consideró la ciudad universitaria, por la cantidad de estudiantes que acudían a realizar estudios superiores. Un chiste cruel ha cambiado esa acepción, de ciudad universitaria a ciudad penitenciaria

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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La cárcel ubicada en San Juan, una de las más grandes de país, es foco de perturbación en el lugar. Desde adentro, los pranes manejan grupos de secuestro y delincuencia organizada. Los crímenes que se comenten en San Juan destacan por el nivel de organización y brutalidad. Estas letras se escribieron mientras eran hallados los cadáveres de Carlos Plaza Salvati y Luis Plaza Ayala, descendientes directos del prócer Ambrosio Plaza y familiares del poeta Pedro Plaza Salvati, quienes fueron amordazados y torturados hasta la muerte en su finca.

Igualmente la presencia de bandas criminales, que controlan sectores enteros y que estarían ligadas a los pranes del penal, es un secreto a voces, un rumor expandido entre los habitantes locales, que lo comentan sin ser grabados porque el miedo cunde en el sector.

Alberto, taxista que suele recoger pasajeros en el terminal de autobuses, asegura que la ciudad está cada vez más fea: “Y mucho tiene que ver con el penal, ¿sabes? De allí mandan a la gente a echar vaina para acá. Se ve porque muchos de los robos son a mano armada. Se meten a las fincas, secuestran, joden a los chamos de Caracas que vienen a escalar Los Morros… la verdad es que ese penal deberían cerrarlo o quitarlo de aquí”.

Obligados a pagar “la prote”

Es domingo, a las afueras de la Penitenciaría General de Venezuela (la PGV para taxistas y lugareños) se extienden una hilera de tolditos improvisados. En ellos se pueden comprar paquetes de papel sanitario en 150 bolívares, bolsas de leche que alcanzan los 300, preservativos de dudosa marca en unos 200 el paquete y otras cosas: toallas absorbentes, galletas, bocadillos… los compradores son quienes visitan la PGV, donde sus familiares se encuentras presos. La presencia es mayoritaria y casi absolutamente femenina. Los hombres andan en las motos que no dejan de circular, ni por un segundo, por el lugar. Y también cumplen su rol como taxistas, conductores y pregoneros de autobuses, quienes alzan su voz proclamando las rutas adonde estos se dirigen.

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Virginia es de Caracas y llegó para visitar a su hermano, quien pasa sus días en un calabozo. “Él no es malo», dice de entrada y antes de escuchar cualquier pregunta. Luego agrega: “Pero las malas juntas lo echaron a perder y lo metieron en un peo». Según cuenta, el convicto tenía varios amigos delincuentes, y una tarde se encontró con ellos, cuando éstos venían de un robo. Los malhechores le pidieron que les guardara lo que se habían apropiado: algunos celulares y un monedero. La policía los venía persiguiendo y al cabo de un rato se encontraron con el infortunado hermano, que cargó con toda la culpa.

Hay algo en la historia de Virginia que no cuadra, sobre todo por la actitud de su mamá, que también está presente ese domingo para la visita en la conocida como “PGV” (Penitenciería General de Venezuela). Una risa, un barrunto. Virginia, agrega: “Esta es la tercera vez que lo visitamos. A mí no me gusta. La obligan a desnudarse a una y dar saltos de rana para ver si uno tiene algo escondido. Una se siente mal, y adentro la cárcel es fea. Tú pasas y luego hay que responderle al pran; los pranes la ven a una, se la bucean y a veces se antojan con alguna. Las mujeres de ellos muchas veces colaboran, pasan datos. También hay que traerle plata, adentro todo se compra y hay que pagar la prote de los pranes, porque si no joden al muchacho. No me gusta el ambiente, pues. A mí me duele, pero nadie lo mandó a meterse en peos”.

La fidelidad femenina, sin embargo, es mayúscula de cara a los detenidos. Cualquier conversación con los familiares que hacen cola para entrar a ver a sus presos, hace resaltar los cuentos de figuras masculinas —padres (cuando existen), hermanos, hijos— que se niegan a visitar a los encarcelados, frente a la constante llegada de las damas a la puerta del recinto. La edad de las mujeres visitantes es variada, pero hay dos sólidos grupos, uno de chicas que han de estar por debajo de los 30; y otro de señoras, ya cercanas a la cincuentena, en su mayoría.

A las afueras del penal llueve, una llovizna intermitente acompaña a la ciudad desde hace días, al fondo, Los Morros, una presencia constante sin importar en qué punto de la ciudad uno se encuentre.

Estudiando el miedo

María Fernanda Córdova quería estudiar Contaduría Pública en el núcleo Maracay de la Universidad de Carabobo, pero “por cosas del destino (o de la OPSU) quedé en Economía en la (Universidad Experimental) Rómulo Gallegos de San Juan de los Morros. Desde entonces he aprendido amar mi carrera y mi Alma Mater”, comenta.

Ana Carolina Macedo, en cambio, ha tenido una vida nómada: vivió un tiempo en Mérida, de donde es su familia materna; luego intentó estudiar en Caracas, pero la ciudad no le resultó agradable. Finalmente, no sabe muy bien cómo, las circunstancias las llevaron a estudiar Odontología en la misma Unerg. San Juan tenía, a lo lejos, la imagen de ser un pueblo apacible y tranquilo. Pero con el tiempo, a Ana le vino el desencanto: “No le podía decir a mi familia nada. Ya me había cambiado y mudado dos veces, ya qué coño. Me gusta la carrera, pero no el lugar. No hay nada que hacer”.

Ellas dos, como sus compañeros, enfrentan a la delincuencia a diario. A Córdova le parece que la inseguridad es ineludible, allá en su lugar de origen o aquí en su ciudad académica. “Esto no quiere decir que a mis oídos no lleguen, digamos semanal o quincenalmente, relatos de al menos uno o dos compañeros. Al ser la mayoría juventud universitaria, por supuesto son los más afectados, además de que la seguridad en la ciudad universitaria es nula”, denuncia la alumna.

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“Por eso es que no tengo teléfono, me lo robaron en el centro”, dice Macedo. “Cuando mi hermana me visitó en diciembre le quitaron el bolso cuando apenas se bajó del taxi. Yo conozco a varios compañeros que han sido asaltados. Hay uno, hijo de un señor con tierras, que me contó que su familia paga vacuna desde que una vez se les metieron a la hacienda; si dejan de pagar los secuestran y los matan”. Ambos hechos, el que la dejó sin teléfono a ella y sin maleta a su hermana ocurrieron por gracia de unos motorizados. “Ponlo ahí, pero sin mi nombre: son unos hijos de puta”, dice quien escogió su propio pseudónimo, de tres palabras.

La joven Córdova suelta una ristra de anécdotas ajenas, pero cercanas:“Gracias a Dios nunca he sido víctima de robo, y espero que así sea por mucho tiempo, pero a un amigo lo secuestraron en su residencia junto a tres compañeros y el dueño, los tuvieron amordazados y amarrados, controlados a punta de golpes, mientras se llevaban absolutamente todo, incluso sus bolsos de clase y la camioneta del dueño de la residencia”. Es apenas uno de los relatos.

En los espacios de la universidad, en la facultad de Ciencias Económicas, hubo hasta una muchacha apuñalada en el baño tras ser atracada allí mismo. A otra la han robado más de dos veces en el área de odontología, casi seguidas, gracias a que el lugar está completamente abierto al público y no cuenta con seguridad alguna. En Medicina hubo una época en que robaban salones de clase enteros, de 150 personas aproximadamente. Son historias que suman el horror, y el temor de protagonistas y relacionados.

La estudiante de Economía apunta como “un poco irónico” que el peor barrio –una invasión- quede justo detrás de la PGV, “y es  muy paradójico que ambos, barrio y prisión, estén al lado, prácticamente en linderos, de la universidad. Por eso la seguridad es apenas línea que cualquier pandilla, mafia o grupo delictivo puede cruzar”.

Sin cárcel no hay mercado

Los estudiantes, como el resto de los residentes de la capital guariqueña, dan cuenta a diario de una de las grandes diferencias entre el centro de la ciudad y las afueras de la PGV: la escasez recrudecida día. Si la vida de quienes están formándose es, por definición, una en la que se está corto de dinero, en el caso de San Juan la capacidad de compra también se achica aún por los precios que aumentan al ritmo en que desaparecen los productos, en el mismo baile donde las colas y el mercado negro tocan su balada.

Córdova explica: “Creo que como la mayoría no son de San Juan —con decirte que en mi salón somos 28 personas y solo una es natural de aquí— muchos reciben un mercado que les mandan sus padres”. Sin pausa, de inmediato, acota: “Pero la realidad en San Juan es que las colas son increíblemente largas. Como estudiante de Economía no debería sorprenderme, pero muchos aquí se dedican al bachaqueo, y se puede apreciar de lunes a viernes en Makro. Con el sol que hace allí, debería ser considerado tortura o hazaña lograr comprar algo”.

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Macero, la aspirante a odontóloga, agrega que “desde hace meses uso toallines porque no consigo papel. No me gusta hacer colas para comida. Pero a veces toca, porque no siempre puedo traer cosas de donde es mi familia y lo que aquí se consigue se compra con diez veces el precio que se supone deberían tener las cosas”. La merideña no se queda corta en descripciones, y asegura que hasta en su Facultad hay revendedores de cualquier tipo de bien -se rehúsa a usar algún derivado de bachaqueo-. “Yo ahorita no tengo teléfono, en Movilnet no se consiguen equipos. Pero en los pasillos de la universidad sí los hay, te los venden los propios estudiantes. Lo que pasa es que yo no tengo ochenta palos para comprarme un teléfono”.

Córdova, la maracayera, admite, con cierta nostalgia, estar agradecida: “San Juan, con todos sus contras, es uno de esos pedacitos venezolanos que mantienen sus raíces, es inevitable pasar un año allí y no terminar escuchando música llanera o conocer la jerga del coleo y el llano, pues todo estudiante del interior hace de San Juan una segunda raíz, además de que es el punto de concentración del estado Guárico, donde puedes encontrar desde el más veguero hasta un llanero de apartamento”.

Macedo, en cambio, sostiene que “no me siento bien aquí, pero tampoco me sentí bien en Caracas; Mérida es más amable, pero no sé, no me veo allá, no me veo en ningún lugar”, suelta con un dejo de amargura.

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